XXI
La casa del río

Thalia regresó directamente a la oficina y encontró a Derrick Yale en su despacho, leyendo un montón de correspondencia pendiente.

—¿Ésa es la llave? Gracias, puede dejarla ahí —dijo—. Me temo que tendrá que contestar usted misma a la mayor parte de estas cartas. La mayoría de ellas han sido enviadas por jóvenes insensatos que desearían recibir entrenamiento para ser detectives. Aquí tiene un modelo de réplica que puede firmar usted misma. ¿Y sería tan amable de decirle a esta dama —dijo, tendiéndole una carta—, que en este momento estoy demasiado ocupado y no puedo aceptar nuevos casos?

Cogió la llave de la mesa y la mantuvo un instante en la mano.

—¿Vio usted al señor Parr?

Ella se echó a reír.

—Casi resulta usted terrorífico, señor Yale. Efectivamente, vi al señor Parr. ¿Cómo lo supo?

Él movió la cabeza sonriendo.

—Realmente es muy simple y no hay que darle ningún mérito a mi don —repuso—, del mismo modo que usted no debería hacerlo por su buena presencia o predisposición a…, digamos «quedarse con las cosas que encuentra…».

Ella no respondió inmediatamente. Al rato dijo:

—Me he reformado.

—Creo que llegará a reformarse con el tiempo. Usted me interesa —dijo Yale, y después, tras una pausa, añadió—: ¡muchísimo!

Y se despidió de ella con un gesto.

Estaba concentrada en su trabajo, tecleando frenéticamente en su máquina de escribir, cuando Yale apareció en la puerta del despacho.

—¿Podría ponerme al teléfono con el señor Parr? —preguntó—. Encontrará su número en la guía.

El señor Parr no estaba en su oficina cuando Thalia lo telefoneó, pero media hora después consiguió localizarlo y pasó la llamada al despacho contiguo.

—¿Es usted, Parr?

Ella podía oír su voz a través de la puerta, que había dejado entornada.

—Voy a ir a registrar la propiedad que Beardmore posee junto al río. Tengo el presentimiento de que Brabazon puede haberse escondido allí… Después de la comida, de acuerdo. ¿Puede estar allí a las dos y media?

Thalia escuchaba y tomaba notas taquigráficas de lo que estaba escuchando.

A las dos y media llegó Parr. Thalia no lo vio, pues había una entrada directa al despacho de Yale en el pasillo, aunque oyó cómo hablaban y cómo se marchaban luego.

Ella esperó hasta que el ruido de sus pasos se perdió en la distancia para coger el formulario de telegrama y, tras ponerle la dirección Johnson, 23, Mildred Street, City, escribió:

«Derrick Yale ha ido a registrar la casa que Beardmore tiene junto al río».

Se podía tildar a Thalia Drummond de muchas cosas, pero no de irresponsable.

* * *

La casa se levantaba sobre un pequeño embarcadero y presentaba un panorama de dejadez y desolación: los cimientos de piedra del muelle se veían desmoronados; el parapeto[57] estaba partido y el patio se hallaba totalmente invadido por la maleza; innumerables matas de ortigas y otras hierbas formaban una barrera casi impenetrable para los dos hombres que trataban de introducirse en su interior, tras abrir la reja que les impedía el paso desde el callejón situado junto al embarcadero.

La misma casa podría haber sido pintoresca en otros tiempos, pero ahora resultaba una penosa ruina arquitectónica, con las ventanas inferiores destrozadas, la pintura del maderamen descarnada por su exposición a la intemperie y los muros descoloridos.

Sobre el mismo borde del embarcadero, en uno de los extremos del edificio, se levantaba un almacén de piedra grande y desapacible, que aparentemente comunicaba con el resto de la casa. Durante la guerra, un ataque aéreo había derribado una esquina del muro y había provocado la caída de las pocas láminas de pizarra[58] que quedaban en el tejado, dejando al descubierto un esqueleto desnudo de vigas carcomidas.

—Qué lugar tan encantador… —dijo Yale, mientras abría la puerta—. No es la clase de escenario en el que uno se imaginaría al elegante Brabazon, ¿verdad?

La galería estaba cubierta de polvo, las telarañas colgaban del techo y la casa estaba silenciosa y desolada. Los dos hombres hicieron un rápido reconocimiento por las habitaciones, sin encontrar rastro alguno del fugitivo.

—Hay una buhardilla ahí —dijo Yale, apuntando hacia un tramo de escaleras que conducía a una trampilla abierta en el techo del piso superior.

Yale subió corriendo las escaleras, abrió la trampilla y desapareció.

Parr lo oyó recorrer el piso superior y, al cabo de un instante, volvió a bajar.

—Nada por ahí —dijo al cerrar otra vez la trampilla de golpe.

—No contaba con que usted encontrara algo —dijo Parr, al salir de la casa.

Aún estaban recorriendo el sendero oculto por la maleza que conducía a la verja de salida, cuando un hombre de rostro lívido comenzó a observarlos desde la ventana de la buhardilla, a través del cristal polvoriento: un hombre con barba de una semana, en quien ni sus más próximas amistades habrían reconocido jamás al señor Brabazon, el conocido banquero.