Tras efectuar un nuevo registro, el inspector Parr se dirigió a la comisaría de policía más cercana para entrevistarse con el señor Flush Barnet.
Flush, deprimido y cansado, no tenía ninguna información valiosa que ofrecer.
El botín de su robo estaba extendido sobre la mesa del sargento: una variopinta colección de anillos y relojes, un talonario de cheques sin el menor valor, o sin valor para Flush, al menos, y un frasco de plata. Pero lo que resultaba más sorprendente era que en los bolsillos de Flush se encontraron dos flamantes billetes de cien libras totalmente nuevos, que eran de su propiedad, según defendía él con exaltación.
No obstante, los ladrones, y particularmente el tipo de ladrón que era Flush, son personas con fama de imprevisoras. No trabajan mientras disponen de dinero, y con doscientas libras en el bolsillo era seguro que Flush Barnet no se habría atrevido a asaltar la casa de Marisburg Place.
—Son míos, se lo aseguro, señor Parr —protestó—, ¿le mentiría yo?
—Por supuesto que lo harías —respondió el inspector Parr, sin entusiasmo alguno—. Si son tuyos, ¿dónde los conseguiste?
—Me los dio un amigo.
—¿Por qué encendiste fuego en la biblioteca? —preguntó el inspector Parr, inesperadamente, haciendo que Flush se sobresaltara.
—Porque tenía frío —dijo tras un momento.
—¡Humm! —dijo el inspector Parr y después añadió, como si pensara en voz alta—: Tiene doscientas libras, asalta una casa, desvalija una caja fuerte y enciende fuego. Ahora bien, ¿por qué encendió fuego? ¿Por qué, repito, encendió fuego? ¡Para quemar algo que encontró en la caja fuerte!
Flush Barnet escuchaba sin hacer comentario alguno, pero evidentemente se encontraba en una situación muy comprometida.
—Por lo tanto —continuó Parr—, te pagaron para que entraras en la casa de Marl y conseguiste doscientas libras por echar mano a algo de la caja de caudales y quemarlo. ¿Me equivoco?
—Que me muera ahora mismo si… —comenzó a decir Flush Barnet.
—Irías directamente al infierno —interrumpió el inspector fríamente—, que es donde van todos los mentirosos. ¿Quién es tu socio, Barnet? Harías mejor diciéndomelo, porque me estoy pensando si puedo endosarte a ti el asesinato…
—¡Asesinato! —vociferó Flush Barnet, poniéndose de pie de un salto—. ¿Qué quiere decir? ¡Yo no he asesinado a nadie!
—Lo que yo sé es que Marl está muerto. Lo encontraron muerto en su cama.
Dejó al prisionero en un estado de total abatimiento mental y, cuando regresó a primera hora de la mañana siguiente para continuar el interrogatorio, Flush Barnet se lo contó todo.
—No sé nada sobre círculos carmesíes, señor Parr —dijo—, pero le voy a contar toda la verdad.
Añadió un piadoso deseo de que la Providencia se encargara de él, si no le contaba toda la verdad.
—Mantengo relaciones con una joven señorita que trabaja en el banco Brabazon. La noche en que yo la esperaba, porque iba a estar trabajando hasta tarde, un caballero salió por la puerta lateral del banco y me llamó. Me sorprendí al oírle pronunciar mi nombre y casi me caigo muerto cuando le vi el rostro.
—¿Era el señor Brabazon? —sugirió Parr.
—El mismo, señor. Me invitó a entrar en su despacho privado. Al principio pensé que debía tener algo en contra de Milly.
—Continúa —dijo Parr, cuando el hombre hizo una pausa.
—Bueno, yo tengo que salvar mi pellejo, ¿no es cierto? Y supongo que es mejor decir toda la verdad. Él me dijo que Marl lo estaba chantajeando, que éste tenía algunas cartas suyas en su caja fuerte y me ofreció mil si podía hacerme con ellas. Ésa es la verdad. Y después me dejó caer que Marl guardaba una elevada suma de dinero en su casa. No dijo exactamente eso, pero fue lo que me dio a entender. Sabía que había estado encerrado por robo, pues había hecho averiguaciones sobre mí, y me dijo que yo era el hombre que él necesitaba. Bueno, entonces fui a echar un vistazo al lugar, y la operación se me antojó bastante difícil: siempre había criados en la casa, excepto cuando Marl llevaba amigas a cenar —guiñó un ojo—. Nunca hubiera aceptado el trabajo de no ser por una señorita que trabaja en el banco y de la que Marl se había encaprichado.
—¿Thalia Drummond? —sugirió Parr.
—En efecto, señor —dijo Flush asintiendo—. Fue lo que podríamos llamar una intervención de la providencia el que Marl se hubiera enamorado de ella. Cuando me enteré de que la había invitado a cenar, pensé que se me presentaba una oportunidad para entrar. Me pareció dinero regalado cuando descubrí que había cerrado su cuenta en el banco. Abrí la caja fuerte (eso fue fácil) y encontré un sobre, pero no contenía papeles, sino solo una fotografía de un hombre y una mujer sobre una roca. Creo que era una fotografía de algún sitio en el extranjero, porque había muchas montañas de fondo, y parecía que él la empujaba y ella se sujetaba a un arbusto. Puede que fuera una de esas escenas cinematográficas. De todas maneras, la quemé.
—Ya veo —dijo el inspector Parr—. ¿Y eso es todo?
—Eso es todo, señor. No encontré ni rastro del dinero.
A las siete de la tarde, con una orden de arresto en el bolsillo y acompañado de dos detectives, el inspector Parr tocó el timbre en la entrada del bloque de apartamentos en que Brabazon tenía fijada su residencia.
Un criado con uniforme de noche les abrió la puerta y les indicó el apartamento del banquero. La puerta estaba cerrada con llave, pero Parr la abrió a puntapiés sin más ceremonia. No obstante, la habitación estaba vacía. Una ventana abierta y una escalera de incendios sugerían el modo de huida del distinguido banquero, y el que la cama no estuviera deshecha y no hubiera signos de desorden en la habitación demostraban que se había marchado horas antes de la llegada del detective.
A un lado de la cama había un teléfono y Parr llamó a la centralita.
—¿Podría decirme si hicieron alguna llamada a este número durante la noche? —preguntó—. Soy el inspector Parr, de la policía.
—Dos —fue la respuesta—. Las pasé yo misma. Una desde Bayswater…
—Ésa la hice yo —dijo el inspector—. ¿Cuál fue la otra?
—Desde Western Exchange…, a las 2:30.
—Gracias —dijo Parr con decisión, colgando el auricular.
Miró a sus acompañantes y se frotó la nariz, irritado.
—Thalia Drummond va a tener que buscarse otro empleo —dijo.