XVI
El señor Marl sale

—Por fin has venido, ¿eh? —dijo el señor Marl, incorporándose para recibir a la joven—. Puedes creerme si te digo que estás muy elegante. ¡Y encantadora también, querida!

Le cogió las manos y la condujo hacia un pequeño salón dorado y blanco.

—¡Encantadora! —repitió en un tono casi velado—. Si te soy sincero, confieso que sentía cierto reparo en llevarte al Ritz-Carlton. ¿No te importa mi franqueza, verdad…? ¿Un cigarrillo?

Hurgó en uno de los bolsillos de su frac, extrajo una gran pitillera de oro y la abrió.

—Temía que me presentara con uno de esos modelos de Morne & Gillingsworth de seis guineas[46], ¿verdad? —se rió, al tiempo que encendía el cigarrillo.

—Sí, querida, en efecto. He tenido muchas experiencias desagradables —explicó el señor Marl mientras se dejaba caer pesadamente en una butaca—. Algunas se me han presentado con ropas extravagantes, ¡si yo te contara!

—¿Acostumbra a invitar a mujeres jóvenes y bonitas?

Thalia se había sentado sobre la gran pantalla tapizada de la chimenea y lo contemplaba con los párpados entrecerrados.

—Bueno —dijo el señor Marl, complacido, frotándose las manos—, no soy tan viejo como para no poder obtener placer del trato con las damas. ¡Pero tú estás perturbadora!

Era un hombre rubio, de rostro sonrosado, con el cabello sospechosamente castaño y una dentadura del mismo color, igual de sospechosa. Aquella noche había adquirido un talle que resultaba totalmente irreal.

—Vamos a ir a cenar, luego iremos a ver Los chicos y las chicas en el Winter Palace[47] y después —dudó—, ¿qué te parecería tomar un pequeño piscolabis? —preguntó.

—¿Un pequeño piscolabis? No tomo nada después de cenar —contestó la muchacha.

—Bueno, supongo que podrías picar algo de fruta —sugirió el señor Marl.

—¿Dónde? —preguntó ella, gravemente—. La mayoría de los restaurantes están cerrados antes de la hora de salida de los teatros, ¿no?

—No hay razón para que no podamos volver aquí. No eres una mojigata, ¿verdad, querida?

—No mucho —confesó ella.

—Puedo dejarte en casa con mi coche.

—Dispongo de mi propio coche, gracias —repuso la muchacha, obligando al señor Marl a abrir los ojos. Acto seguido éste comenzó a reír con discreción, hasta que su risa se transformó en un paroxismo asmático. Finalmente murmuró:

—¡Oh, demonio de chiquilla!

La velada resultó interesante para Thalia, y amplió más aún su utilidad el que al entrar en el hotel avistara al señor Flush Barnet en el vestíbulo.

Cuando salieron del teatro y mientras esperaban en el vestíbulo a que el portero les trajera el coche, Thalia comenzó a vacilar, pero el elocuente señor Marl disipaba cuantas reticencias pudiera tener la muchacha. El reloj de pared dio la campanada de las once y media cuando estaban entrando en la casa, y resultó revelador que el señor Marl no llamara a sus criados, sino que se sirviera de su propia llave para entrar.

El tentempié estaba servido en un comedor con las paredes revestidas de paneles rosas.

—Yo te serviré, querida —dijo el señor Marl—. No tenemos que preocuparnos por los criados.

—No —dijo ella, al tiempo que hacía un enérgico movimiento de negación con la cabeza—. No tengo nada de hambre y creo que voy a marcharme ya.

—Espera, espera —suplicó él—. Quiero tener contigo una pequeña charla sobre tu jefe. Puedo hacerte mucho bien en esa firma…, quiero decir en el banco. ¿Quién decidió llamarte Thalia[48]?

—Lo tramaron entre mis padrinos y madrinas —dijo Thalia solemnemente, y el señor Marl acogió la broma con una risita.

Al cruzar detrás de Thalia para, aparentemente, alcanzar uno de los platos colocados sobre la mesa, se detuvo en seco y la habría besado de no haberse escurrido ella de entre sus brazos.

—Creo que voy a irme a casa —dijo Thalia.

—¡Tonterías! —el señor Marl estaba molesto y, cuando esto ocurría, olvidaba todas sus pretensiones de buena crianza[49]—. Vamos, siéntate.

Ella lo miró larga y pensativamente y después, dándose la vuelta, se dirigió hacia la puerta e hizo girar la manilla. La puerta estaba cerrada con llave.

—Creo que es mejor que abra esta puerta, señor Marl —dijo con tranquilidad.

—Yo creo que no —dijo Marl con una risita—. Ahora, Thalia, sé el encanto dulce y cariñoso que yo había imaginado.

—Odiaría tener que disipar las ilusiones que se haya hecho sobre mí —dijo Thalia fríamente—. Abra esa puerta, por favor.

—Ahora mismo.

Se dirigió lentamente hacia la puerta, hurgando en su bolsillo, y, antes de que ella pudiera percatarse de sus intenciones, se encontró aprisionada entre sus brazos. Era un hombre corpulento, le sacaba una cabeza y sus manazas asían los brazos de la muchacha como tenazas de acero.

—Suélteme —dijo Thalia sin pestañear. No perdió la compostura ni mostró signo alguno de terror.

De repente el señor Marl sintió que los tensos músculos de la muchacha se relajaban. Había ganado. Tras recuperar rápidamente el aliento, alivió la presión sobre la huraña muchacha.

—Creo que tomaré un bocado, con su permiso —dijo, y él sonrió complacido.

—Ahora, querida, vuelves a ser la chica que yo… ¿Qué es eso?

Había pronunciado las últimas palabras con un grito de terror.

Thalia había conseguido llegar hasta la mesa y había alcanzado su bolso de brocado. Él la había visto, pero pensó que estaba buscando un pañuelo. En su lugar, había sacado un pequeño objeto negro con forma de huevo y, con un rápido movimiento de su mano izquierda, había extraído del mismo una pequeña clavija, que a continuación dejó caer sobre la mesa. Él sabía de qué se trataba. En el Ejército había tenido que manejar municiones y había visto muchas bombas Mills[50].

—No, no, vuelve a ponérsela… ¡Ponle la clavija, pequeña idiota! —lloriqueó.

—No se preocupe —dijo ella con serenidad—. Tengo una clavija de repuesto en mi bolso… ¡Abra la puerta!

Su mano temblaba como en un hombre afectado de parálisis mientras buscaba, dando tientos, el agujero de la cerradura. Después se dio la vuelta y la miró sin atreverse a pestañear.

—¡Una bomba Mills! —masculló, dejando caer su voluminosa masa de carne contra el delicado revestimiento de la pared.

Thalia asintió con la cabeza.

—Una bomba Mills —dijo suavemente, y se marchó después de coger la palanca del mortífero artefacto oval. Él la siguió hasta la puerta, cerrándola de golpe tras ella. Luego comenzó a subir las escaleras con paso vacilante hacia su dormitorio.

Flush Barnet, oculto en la oscuridad de un ropero, escuchó el «click» de una cerradura y el chirrido de un cerrojo cuando el señor Marl se introdujo en su cuarto.

La casa estaba tranquila. A través de la gruesa puerta del dormitorio del señor Marl no llegaba ningún sonido. El ajuste de la puerta no dejaba rendijas y un calado en el techo, procedente de un ventilador situado en la pared de la alcoba que se proyectaba en el pasillo, era la única evidencia de que hubiera alguien en la estancia.

Flush, cuyos pies sólo estaban cubiertos por unos calcetines, se acercó sigilosamente a la puerta y escuchó. Le pareció oír al hombre hablando solo y miró a su alrededor buscando algo con lo que poder conseguir una panorámica de la estancia. En el pasillo había una mesita de roble y Flush, tras haberla arrimado a la pared, se subió encima. Sus ojos estaban a la altura del ventilador y al mirar hacia abajo vio al señor Marl paseándose por la habitación, en mangas de camisa, presa de una evidente agitación. Entonces Flush Barnet escuchó un ruido. Bajó de la mesa y se alejó por el pasillo hasta el inicio de las escaleras.

Abajo, el vestíbulo estaba oscuro, pero más que ver, Flush sintió una figura en uno de los peldaños. Si era hombre o mujer no habría podido decirlo, y no se detuvo para hacer averiguaciones. Quizás fuera uno de los sirvientes que había regresado furtivamente…, los criados no siempre se ausentan cuando así se les ordena. Flush llegó al final del pasillo y permaneció al acecho en una de las esquinas. No vio aparecer a nadie en el tramo final de la escalera, pero tampoco existía un fondo en el que pudiera perfilarse. Trascurrido un tiempo, regresó sobre sus pasos sigilosamente. No tenía nada que ganar forzando la puerta del dormitorio de Marl, aunque eso fuera posible. Había tenido tiempo de sobra para inspeccionar la casa y había decidido registrar la pequeña caja de caudales de la biblioteca, pues no había encontrado nada de valor en la habitación de Marl.

La «investigación», que requirió dos horas y el empleo de uno de los mejores equipos de herramientas de la profesión, no fue infructuosa, aunque no llevó al descubrimiento de la fabulosa suma de dinero que Flush se imaginaba. Titubeó. La noche estaba demasiado avanzada y era demasiado tarde para hacer una incursión en el dormitorio, aun suponiendo que no lo hubiera escudriñado a conciencia. Cerró su bolsa de herramientas, la introdujo en uno de sus bolsillos, guardando el botín en el otro, y volvió a subir las escaleras. No llegaba ningún sonido del dormitorio de Marl, aunque las luces continuaban encendidas. Intentó mirar por el agujero de la cerradura, pero la llave aún estaba puesta. El único incentivo que lo tentaba a entrar en la habitación era la posibilidad de que el dinero estuviera en las ropas del hombre. «Es una probabilidad remota», pensó. Posiblemente Marl lo había llevado a un depósito de seguridad…, algo que Barnet ya había previsto.

Bajó las escaleras con sigilo, atravesó el recibidor y la despensa hasta llegar a la puerta lateral, donde había dejado sus botas, su abrigo y su radiante sombrero de seda, pues había ido con el frac puesto[51]. Después se escabulló por el corredor cubierto que se levantaba en uno de los lados del edificio. Allí alcanzó una puerta que daba al pequeño antepatio de la casa de Marl. Había llegado al jardín y su mano estaba sobre la verja cuando alguien lo tocó, obligándolo a dar la vuelta.

—Te necesito, Flush —dijo una voz bien conocida—. Soy el inspector Parr. Tal vez te acuerdes de mí.

—¡Parr! —jadeó el desconcertado Barnet y, con una blasfemia, se desprendió y saltó sobre la verja, pero los tres policías que lo estaban esperando no resultaron tan fáciles de despachar, de modo que condujeron a un apesadumbrado Flush Barnet a la comisaría más cercana.

Mientras tanto, Parr había emprendido una investigación por su cuenta. Acompañado por un detective, se introdujo en el vestíbulo de la casa y subió las escaleras.

—Ésta parece ser la única habitación ocupada —dijo, llamando a la puerta.

Nadie respondió.

—Dé una vuelta y vea si puede despertar a alguno de los criados —dijo Parr.

El hombre regresó con la inesperada información de que no había criados en la casa.

—Ahí hay alguien —dijo el viejo inspector y, enfocando su linterna hacia el pasillo, divisó la mesa; con una agilidad asombrosa para un hombre de su edad, se subió encima y escudriñó a través del ventilador.

—No alcanzo a ver más que a alguien dormido. ¡Eh! ¡Despierte!

Los golpes en la puerta no produjeron respuesta alguna.

—Vaya abajo e intente encontrar un hacha. Forzaremos la puerta —dijo Parr—. Esto no me gusta.

No encontraron ningún hacha, pero sí un martillo.

—¿Puede alumbrarme, señor Parr? —preguntó el policía, y el inspector enfocó su linterna hacia la puerta. Era una puerta blanca…, blanca con la excepción del Círculo Carmesí que parecía haber sido estampado con un sello de goma sobre uno de los paneles.

—Rompa la puerta —dijo Parr, respirando afanosamente.

Estuvieron destrozando uno de los paneles durante cinco minutos hasta conseguir desencajarlo, por fin, sin que el durmiente diera señales de vida.

Parr introdujo su mano a través del agujero, giró la llave y, a fuerza de estirar el brazo, alcanzó el cerrojo de arriba. Entró en la habitación. La luz seguía encendida, y sus rayos caían sobre el hombre que yacía boca arriba sobre la cama, con una sonrisa torcida en su rostro, evidentemente muerto.