Thalia Drummond fue una de las últimas empleadas en abandonar el banco aquella noche, y permaneció en las escaleras examinando la calle distraídamente de derecha a izquierda mientras se ponía los guantes. Si vio al hombre que la estaba observando desde el otro lado de la calzada, no lo puso de manifiesto, ni siquiera en sus miradas. Al rato descubrió a Milly, que la esperaba unos cuantos metros calle arriba, y se dirigió hacia ella.
—Has tardado mucho, Drummond —se quejó Macroy—. No deberías hacer esperar a mi amigo, ¿sabes?, no le gusta.
—Tendrá que acostumbrarse —dijo Thalia—, no presto mucha atención a la puntualidad cuando se trata de hombres.
Acto seguido se situó al lado de Milly y las dos caminaron unos cien metros por la concurrida calle antes de torcer por Reeder Street.
Los restaurantes de esta calle habían escogido nombres que evocaban la alegría y las epicúreas maravillas de París. El Molino Gris era un local pequeño y alargado que había conseguido crear una atmósfera de pomposo esplendor, con la ayuda de numerosos espejos y el uso de pan de oro.
Faltaban dos horas para la cena, pero las mesas vacías ya estaban preparadas, ya que servicios tales como el té de la tarde eran desconocidos para el propietario. Subieron por una estrecha escalera hacia un segundo comedor en la primera planta y al llegar allí vieron a un hombre que estaba sentado en una de las mesas y que se levantó con brío para recibirlas. Era un joven pulcro y de piel morena. Su pelo, totalmente empapado de brillantina, estaba cepillado hacia atrás desde la frente, y su indumentaria, si bien no seguía los cánones de la moda, sí que se ajustaba a la que más le favorecía.
Una delicada fragancia de l’origan[44], una mano grande y suave y unos ojos brillantes y firmes fueron las primeras impresiones que Thalia percibió.
—Siéntese, siéntese, señorita Drummond —dijo alegremente—. Camarero, traiga ese té.
—Ésta es Thalia Drummond —dijo la señorita Macroy, innecesariamente, al parecer.
—No necesitamos que nos presenten —rió el joven—. He oído hablar mucho de usted, señorita Drummond. Me llamo Barnet.
—Flush Barnet —dijo Thalia, y él se mostró sorprendido, aunque no descontento.
—¿Ha oído hablar de mí, verdad?
—Ha oído hablar de todo —intervino la señorita Macroy, con resignación—. Y lo que es más —añadió significativamente—, conoce a Marl y va a cenar con él esta noche.
Barnet miró inquisitivo a las dos mujeres y por fin volvió los ojos hacia Milly Macroy.
—¿Le has dicho algo? —preguntó. Su voz tenía un deje de amenaza.
—No he tenido que contarle nada —dijo la señorita Macroy imprudentemente—. ¡Está al corriente de todo!
—¿Se lo dijiste tú? —repitió él.
—¿Lo de Marl? Creo que es mejor que se lo digas tú.
En ese momento, el camarero trajo el té y se produjo un silencio hasta que se marchó.
—Ahora voy a hablar sin rodeos —dijo Flush Barnet—. Y voy a decirle cómo la llamo a usted.
—Eso suena interesante —dijo la muchacha, sin apartar los ojos de su rostro.
—La llamo Thalia «Diablesa», ¿qué tal suena? Bien, ¿verdad? —dijo el señor Barnet, al tiempo que se reclinaba en su silla para examinar a la joven—. ¡Thalia Diablesa! ¡Eres una chica malvada! ¡Yo estaba en la sala de justicia el día que el viejo Froyant te acusó de tener los dedos demasiado largos!
Flush movió la cabeza, burlón.
—Estás tan al día como un almanaque del año pasado —dijo Thalia Drummond fríamente—. Espero que no me hayas traído aquí para intercambiar felicitaciones.
—No, claro que no —admitió Flush Barnet, y la celosa señorita Macroy comenzó a percibir ciertos síntomas del hechizo que la muchacha comenzaba a ejercer sobre su enamorado—. Te he traído aquí para hablar de negocios. Aquí todos somos colegas y todos pertenecemos al mismo oficio. Antes de nada, me gustaría aclarar que, al contrario que tú, no soy uno de esos raterillos de poca monta que se pasan la vida detrás de un trozo de pan que llevarse a la boca.
Hablaba con mucha corrección, pero forzaba ligeramente la aspiración de las haches, según pudo notar Thalia.
—Tengo tras de mí a gente capaz de reunir el dinero que haga falta, si el asunto lo merece. Estás estropeando una buena oportunidad, Thalia.
—¡Oh!, ¿de verdad? ¿Sí? —dijo Thalia—. Suponiendo que yo sea todo lo que piensas que soy, ¿en qué medida estoy estropeando esa oportunidad?
El señor Barnet sacudió la cabeza de un lado a otro mientras sonreía.
—Mi querida joven —dijo, en forma de simpático reproche—, ¿cuánto tiempo crees que vas a durar si sigues sacando billetes de los sobres y sustituyéndolos por recortes de periódico? ¿Eh? Si a mi amigo Brabazon no se le hubiera metido en su estúpida cabeza que el fraude se llevó a cabo en la oficina de correos, hubieras tenido a la policía en tu despacho al instante. Y cuando digo «mi amigo Brabazon», no estoy intentando hacerme el gracioso, ¿sabes?
En ese punto, pensó que evidentemente ya había dicho demasiado, aunque era verdad que le resultaba verdaderamente difícil no tocar el asunto de su amistad con el digno banquero. A pesar de todo, de haberlo retado, habría dicho más, pero Thalia no hizo comentario alguno.
—Ahora voy a decirte algo —continuó, inclinándose sobre la mesa y modulando su voz—: Milly y yo hemos estado trabajando en el banco Brabazon durante dos meses. Puede conseguirse una jugosa cantidad de dinero, pero no del banco (Brabazon es amigo mío), sino de uno de sus clientes, y el que mayor saldo tiene es Marl.
Los labios de Thalia se contrajeron por segunda vez aquel día haciendo una mueca de desdén.
—Ahí te equivocas —dijo tranquilamente—, el saldo de Marl no llegaría ni para comprar una ristra de habas.
Él la miró con incredulidad, para después desviar la mirada hacia Milly Macroy, frunciendo el ceño.
—Me dijiste que tenía casi cien mil.
—Y las tiene —confirmó la muchacha.
—Las tenía hasta hoy —repuso Thalia—. Pero esta tarde el señor Brabazon fue…, al Banco de Inglaterra, creo, porque los billetes eran todos nuevos. Me llamó y pude verlos apilados sobre su escritorio. Me dijo que iba a cerrar la cuenta de Marl, ya que no era la clase de persona que él deseaba tener como cliente. Después cogió el dinero y me figuro que fue a ver a Marl, porque cuando regresó, justo antes de que el banco cerrara, me entregó su cheque. «He cerrado esta cuenta, señorita Drummond —me dijo—, no creo que volvamos a tener problemas con ese rufián».
—¿Sabía él que Marl te había invitado a cenar? —preguntó Milly.
La chica negó la cabeza.
El señor Barnet no dijo nada. Se había acomodado en su silla y se acariciaba la barbilla con la mirada puesta en el vacío.
—¿Era una buena suma? —preguntó.
—Sesenta y dos mil —respondió la muchacha.
—¿Y están en su casa? —preguntó Barnet, con el rostro embargado por la excitación—. ¡Sesenta y dos mil! ¿Lo has oído, Milly? ¿Y vas a cenar con él esta noche? —Flush Barnet hizo la pregunta lenta y significativamente—. Y ahora, ¿qué me dices?
—¿Qué te digo de qué?
—He aquí la oportunidad de toda una vida[45] —dijo, con la voz enronquecida por la emoción—. Iréis a su casa. No te importará darle cuerda al viejo, ¿eh, Thalia?
Ella guardó silencio.
—Conozco el lugar —dijo Flush Barnet—, una de esas pintorescas casitas de Kensington que cuesta una fortuna mantener. Marisburg Place, Bayswater Road.
—Yo también conozco el sitio de sobra —respondió Thalia.
—Tiene tres criados —dijo Flush Barnet—, pero suelen ausentarse las noches en que Marl está ocupado atendiendo a alguna amiga. ¿Me vas comprendiendo?
—Pero yo no voy a recibir sus atenciones en su casa —dijo Thalia.
—¿Y qué tiene de malo pasarse por su casa a tomar algo después del espectáculo? Supón que te lo propone y le dices que sí. Los criados ya no estarán en la casa cuando regreséis. Me jugaría el cuello. Tengo a Marl muy estudiado.
—¿Y qué esperas que haga yo? ¿Robarle? —preguntó Thalia—. ¿Meterle una pistola en las narices y espetarle «suelta los cuartos»?
—No seas estúpida —dijo el señor Barnet, abandonando de golpe su compostura de caballero elegante—. Lo único que tienes que hacer es elogiar la comida y largarte. Mantenlo divertido, hazle reír. No tienes por qué sentir miedo, pues yo habré entrado en la casa antes de que lleguéis y estaré cerca por si algo no marcha.
La chica jugaba con la cucharilla, fijos los ojos en el mantel.
—Supón que no envía fuera a los criados…
—Puedes estar segura de que lo hará —la interrumpió el señor Barnet—. ¡Por Moisés! ¡Nunca hubo una oportunidad semejante! ¿Estás de acuerdo?
Thalia negó con la cabeza.
—Es demasiado grande para mí. Quizás tuvieras razón cuando dijiste que me empeño en meterme en líos, pero parece que lo que a mí me viene a la medida son esos hurtos de poca monta.
—¡Bah! —dijo Barnet, disgustado—. ¡Estás loca! Ésta es tu ocasión de hacerte de oro, querida. La policía no te conoce, no estás en el candelero como yo. ¿Vas a hacerlo?
Ella volvió a bajar los ojos sobre el mantel y comenzó a jugar de nuevo con su cucharilla nerviosamente.
—De acuerdo —dijo, con un repentino encogimiento de hombros—. Tanto da que me ahorquen por una oveja que por un cordero.
—O por un buen pico de sesenta mil que por un miserable par de cientos, ¿eh? —dijo Barnet jovialmente, mientras gesticulaba para llamar la atención del camarero.
Thalia abandonó el restaurante y se encaminó hacia su casa. Tenía que pasar cerca del banco y pensó que no sería muy prudente coger un taxi hasta que hubiera abandonado el vecindario, donde los ojos severos del señor Brabazon no pudieran contemplar su despilfarro. Se había introducido en la riada de peatones que se aglomeraban en Regent Street a esa hora, cuando notó un roce en el brazo y se dio la vuelta.
Un joven venía caminando a su lado, un apuesto muchacho de rostro vivaz, que no sonreía obsequiosamente como otros que le habían tocado el brazo al pasar por Regent Street, ni tampoco le había preguntado si no llevaban el mismo camino.
—¡Thalia!
Se volvió rápidamente al oír su voz y, durante un instante, perdió la compostura.
—¡Señor Beardmore! —tartamudeó.
Jack había enrojecido y no podía ocultar su nerviosismo.
—Sólo deseo hablar con usted un instante. He estado esperando esta oportunidad durante una semana —dijo, a toda prisa.
—Usted sabía que yo estaba en el Brabazon…, ¿quién se lo dijo?
Él titubeó.
—El inspector Parr —contestó, y, cuando observó la mueca de desdén en los labios de la chica, prosiguió—: El viejo Parr no es tan malo, después de todo. No ha vuelto a decir una sola palabra contra usted, Thalia.
—¡Una sola palabra! —repitió ella—. ¡Como si eso importara! Y ahora, señor Beardmore, tengo que marcharme.
Tengo una cita muy importante.
Pero él la sujetó fuertemente por el brazo.
—Thalia, ¿no va a decirme por qué lo hizo? —preguntó suavemente—. ¿Quién se oculta detrás de usted?
Ella rió.
—Hay una razón para que frecuente esas extrañas compañías —prosiguió él, y entonces ella lo interrumpió.
—¿Qué extrañas compañías? —inquirió.
—Acaba de salir de un restaurante —dijo él—. Allí se ha reunido con un hombre llamado Flush Barnet, un conocido delincuente que ha cumplido una pena de trabajos forzados. La mujer que estaba con usted era Milly Macroy, su cómplice, que estuvo implicada en el robo a la cooperativa Darlington, y también cumplió condena. Actualmente trabaja en el banco Brabazon.
—¿Y bien? —volvió a decir la chica.
—Seguramente usted no conoce a esa clase de gente —dijo Jack, en tono apremiante.
—¿Y cómo es que usted los conoce? —preguntó ella, con calma—. ¿Me equivoco al suponer que no estaba solo en su… vigilancia? ¿Acaso estaba en la compañía del admirable señor Parr? Ya veo que sí. ¡Vaya, casi se ha convertido en un policía, señor Beardmore!
Jack estaba anonadado.
—¿No se da cuenta de que la obligación de Parr es informar al jefe de usted sobre el tipo de gente que frecuenta? —preguntó—. Por amor de Dios, Thalia, trate de ver su posición con cordura.
Pero ella se echó a reír.
—Dios me libre de interponerme en el cumplimiento del deber de un respetable inspector de policía —dijo—, pero, aparte de eso, preferiría que el señor Parr no lo hiciera. Sería al menos un signo de benevolencia —sonrió—. Sí, preferiría que no lo hiciera. No me importa que un policía me sermonee por mi bien, pues no deja de ser correcto y razonable que intenten apartar a los débiles de sus pecaminosos caminos. Pero un jefe que intentara reformar a una chica descarriada sería un asunto un tanto fastidioso, ¿no le parece?
Jack se rió a su pesar.
—Thalia, realmente es usted demasiado inteligente para la clase de compañías que frecuenta y para el género de vida a la que se está rebajando —añadió él, con sinceridad—. Sé que no tengo derecho a entrometerme, pero quizás pueda ayudarla. Especialmente —vaciló—, si ha hecho algo que la haya puesto en manos de esa gente.
Ella le tendió la mano con una extraña sonrisa.
—Adiós —dijo dulcemente, dejándolo sumido en la sensación de ser un idiota.
La joven caminó apresuradamente por Burlington Arcade hasta Picadilly, donde cogió un taxi. La manzana de casas frente a la que se apeó estaba situada en Marylebone Road, y evidenciaba una considerable mejora con respecto a Lexington Street.
Un portero de librea la acompañó en el ascensor hasta la tercera planta, donde ella se introdujo en un piso lujoso y bien amueblado. Llamó al timbre y acudió una mujer respetable de mediana edad.
—Martha, no voy a tomar el té, gracias. Prepáreme el traje de noche azul y llame al garaje Waltham para decir que necesito que me traigan un coche aquí, a las siete y veinticinco.
El salario que la señorita Drummond percibía en el banco ascendía exactamente a cuatro libras semanales.