La nueva agente del Círculo Carmesí encontró vía libre. El señor Brabazon la había aceptado sin hacerle ninguna pregunta. Evidentemente, el hombre del automóvil poseía extraordinarias influencias.
Aún más extraordinario era el hecho de que pasaran los días sin una sola orden de su misterioso jefe. Ella esperaba que se aprovechara de sus servicios inmediatamente, pero ya llevaba un mes en el banco Brabazon (antiguo banco Seller) sin recibir comunicación alguna. Ahora bien, ésta llego una mañana: encontró una carta en su escritorio, con las señas puestas en caracteres de imprenta.
No había signo alguno del Círculo en la carta, que sin más preámbulos rezaba:
«Entable relaciones con Marl. Descubra por qué tiene influencia sobre Brabazon. Envíeme las cifras de su cuenta y, en caso de que sea cerrada, notifíquemelo inmediatamente. Hágame saber también si Derrick Yale o Parr acuden al banco. Telegrafíe a Johnson, 23, Mildred Street[41], City».
Cumplió fielmente sus instrucciones, aunque pasaron algunos días hasta que tuvo la oportunidad de ver a Marl.
Derrick Yale sólo acudió al banco en una ocasión. Ella lo había visto antes, cuando era huésped de los Beardmore y, aunque no lo hubiera visto allí, lo habría reconocido gracias al retrato del famoso detective que había aparecido en los periódicos.
No consiguió saber a qué había ido, pero mirándolo furtivamente desde la oficina privada de que disponía gracias a su posición de secretaria privada del señor Brabazon, lo vio hablar con uno de los cajeros a través del mostrador y notificó puntualmente el suceso al Círculo Carmesí.
No obstante, el inspector Parr no acudió, como tampoco lo hizo Jack Beardmore. No quería pensar demasiado en Jack. No le resultaba un tema agradable.
En sus horas de ansiedad, John Brabazon, el austero e imponente presidente del banco Seller, tenía un pequeño tic característico. Sus blancas manos trataban de perderse en el cabello crespo y tupido que le crecía en la parte posterior de la cabeza. Durante un instante enrollaba un rizo en su dedo índice, para después deslizar lánguidamente las yemas de los dedos por la calva de la parte superior, hasta apoyarlos en la frente. En esos momentos, con la cabeza inclinada y los dedos en la frente, parecía sumido en oración.
El caballero que se sentaba frente a él en su pulcro despacho parecía un personaje totalmente trivial. Era un individuo corpulento que respiraba ruidosamente, de cuerpo flácido, debido a la vida relajada e indulgente que llevaba. No parecía inquieto, con las manos cruzadas sobre el amplio chaleco.
—Mi querido Marl —la voz del banquero era suave y casi acariciante—, a veces pone a prueba mi paciencia. Y no hablemos de los estragos que está causando usted a mis recursos.
El hombretón rió entre dientes.
—Le inspiro a usted confianza, Brab…, y una seguridad excelente, viejo. ¡No puede negarlo!
Los blancos dedos del señor Marl teclearon una melodía sobre el borde de su escritorio.
—Usted quiere embarcarme en proyectos disparatados y he sido lo bastante loco hasta ahora como para financiarlos —dijo el banquero—. Hay que poner fin a un desatino semejante. Usted no necesita mi ayuda. Su saldo alcanza las cien mil libras, sólo en este banco.
Marl volvió la vista hacia la puerta y se inclinó hacia delante.
—Le contaré una historia —murmuró—. Una historia sobre un joven administrativo pobre, que se casó con la viuda de Seller, del banco Seller. Tenía la edad suficiente para ser su madre y murió repentinamente…, en Suiza. Se cayó por un precipicio. ¿No iba yo a saberlo? ¿Acaso no estaba yo tomando fotografías de aquel maravilloso paisaje montañoso? ¿Alguna vez le enseñé la imagen de aquel accidente, Brab? ¡Usted aparece en ella! ¡Sí, allí está usted, a pesar de que declaró ante el juez que se hallaba a millas y millas de allí!
El señor Brabazon miraba fijamente su escritorio. No movió un solo músculo de su cara.
—Además —añadió el señor Marl, en un tono más normal—, puede permitírselo. Está preparando otro enlace matrimonial… Ésa es la expresión, ¿no?
En banquero alzó los ojos y frunció el ceño.
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
Evidentemente, el señor Marl se divertía. Se dio una palmada en la rodilla, sofocado por la risa.
—¿Qué me dice de la persona con la que se reunió en la plaza Steyne la otra noche…, la que estaba en aquel coche cubierto? ¡No lo niegue! ¡Lo vi! Bonito coche, sí señor.
En ese momento, por primera vez, Brabazon mostraba signos de emoción. Su rostro se volvió gris y macilento y sus ojos parecían habérsele hundido más en las cuencas.
—Arreglaré su préstamo —dijo.
La expresión de satisfacción en el rostro de Marl se vio interrumpida cuando llamaron a la puerta. Al «entre» de Brabazon, la puerta se abrió, dando paso a una muchacha cuyo aspecto desplazó todos los demás pensamientos de la mente del señor Marl.
La chica traía un mensaje que depositó frente a su jefe. Evidentemente se trataba de la trascripción de una conversación telefónica.
«Blanco…, dorado…, rojo», los sentidos del señor Marl registraron las impresiones recibidas. Blanco el tono de la piel, tan níveo y delicado como la crema; rojos, como amapolas, los labios escarlata; dorado como el trigo maduro, el cabello. La vio de perfil y sintió cierto rechazo hacia su barbilla firme —al señor Marl le gustaban las mujeres complacientes que se tornaban tiernas y maleables en sus brazos—, pero la belleza de su boca, de su nariz y de su frente…, le hicieron pestañear.
Comenzó a respirar un poco más rápida y ruidosamente y suspiró cuando ella se hubo ido, tras una breve conversación en voz baja.
—¡Menuda reina! —dijo—. Creo que la he visto en alguna parte. ¿Cómo se llama?
—Drummond, Thalia Drummond —dijo el señor Brabazon, dirigiendo una fría mirada al orondo personaje.
—¡Thalia Drummond! —repitió Felix, lentamente—. ¿No es la chica que solía estar con Froyant? Enamoradillo de ella, ¿verdad Brabazon?
El hombre lo miró impasible desde el escritorio.
—No tengo por costumbre estar «enamoradillo» de mis empleados, señor Marl —contestó—. La señorita Drummond es una secretaria muy eficiente. Eso es todo lo que pido a los miembros de mi personal.
Marl se incorporó pesadamente, soltando una risita.
—Lo veré mañana por la mañana para tratar del otro asunto —dijo.
Rió ruidosamente, pero el señor Brabazon no lo imitó.
—Mañana, a las diez y media —dijo, acompañando hasta la puerta a su visitante—. ¿O le da lo mismo a las once?
—A las once —contestó el otro.
—Buenos días —dijo el banquero, sin ofrecerle la mano.
Apenas cerró la puerta tras el visitante, el señor Brabazon echó la llave y regresó a su escritorio. Sacó de su agenda una tarjeta blanca y, tras mojar su pluma en tinta roja, dibujó un circulito. Dentro escribió:
«Felix Marl vio nuestra entrevista en la plaza Steyne. Vive en el número 79 de Marisburg Place».
Metió la tarjeta en un sobre y escribió las señas:
«Señor Johnson, 23 Mildred Street, City».