XII
Las botas puntiagudas

Tras haber cerrado la puerta con llave, el señor Marl se encontraba en su dormitorio, ocupado en una tarea que no cesaba de traerle recuerdos desagradables.

Veinticinco años antes, cuando era inquilino del enorme presidio francés de Toulouse, se había visto obligado a trabajar en una zapatería, y el manejo de las botas llegó a convertirse en una experiencia cotidiana. En verdad, la tarea que había realizado allí había sido la de reparar, no la de destruir. En este momento y provisto de un afilado cuchillo, estaba haciendo trizas un par de botas de charol puntiagudas que sólo se había puesto tres veces. Cortaba el cuero tira tras tira, echándolas a la lumbre una por una.

Algunas personas viven y sufren intensamente. El señor Felix Marl era una de esas personas, capaces de concentrar en un solo día el terror de toda una eternidad. Un diario había conseguido de algún modo la noticia de la pisada descubierta en la finca Beardmore, y un nuevo temor se había añadido a los que confundían y paralizaban a aquel hombre corpulento. Estaba sentado en mangas de camisa, con el rostro bañado en sudor, ya que había encendido un fuego demasiado grande y la habitación se había caldeado en exceso.

Por fin echó al fuego la última tira y se sentó a ver cómo se enroscaba antes de prenderse en llamas. Después dejó el cuchillo, se lavó las manos y abrió la ventana para dejar salir el ácido olor del cuero quemado.

Habría sido mejor, pensaba, si hubiera llevado a cabo su primera resolución, y se maldijo por la cobardía que lo había inducido a sustituir su revólver por una pluma estilográfica. Pero estaba a salvo. Nadie lo había visto abandonar la finca.

En un hombre de su clase, el pánico ciego y la confianza irracional se suceden casi como una reacción natural. Cuando bajó las escaleras hacia su pequeña biblioteca, casi había olvidado la sensación de peligro.

A la mortecina luz del día había escrito una nota conciliadora, incluso servil, que había guardado, según él confiaba, en un lugar seguro. ¿La encontrarían? Tuvo otro acceso de pánico.

—¡Bah! —dijo el señor Marl, desechando una posibilidad tan peligrosa.

Un sirviente le trajo una bandeja del té y la colocó sobre una mesita junto al escritorio donde estaba sentado.

—¿Recibirá ahora a ese caballero, señor?

—¿Eh? —dijo el señor Marl, al tiempo que se volvía—. ¿Qué caballero?

—Le he dicho antes que había un caballero que deseaba verlo.

Marl recordó que la destrucción de sus botas había sido interrumpida por una llamada a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó.

—He puesto su tarjeta sobre la mesa, señor.

—¿No le dijiste que estaba ocupado?

—Sí, pero él contestó que esperaría hasta que usted bajara.

Cuando el criado le tendió la tarjeta, el señor Marl dio un respingo al leerla y su rostro adquirió un tono amarillento.

—El inspector Parr —dijo con un hilo de voz—. ¿Qué querrá de mí?

Se palpó la boca con dedos temblorosos.

—Hazlo pasar —dijo, haciendo un esfuerzo.

Parr y él nunca habían sido presentados, ni social ni profesionalmente, y la primera impresión que tuvo de aquel hombrecillo le devolvió la confianza en sí mismo. No había nada de amenazador en la apariencia de aquel detective sonrosado.

—Siéntese, inspector. Lamento haber estado ocupado cuando usted llegó —dijo el señor Marl. Cuando se alteraba, su voz era casi tan débil como el trino de un pájaro.

Parr se sentó en el borde de la silla más cercana, dejando cuidadosamente su sombrero hongo sobre la rodilla.

—Pensé que debía esperarlo hasta que bajara, señor Marl. El motivo de mi visita es el asesinato de Beardmore.

Marl no dijo nada. Con gran esfuerzo consiguió dominar el temblor de sus labios y adoptó, según creía él, un aire de complaciente interés.

—¿Conocía bien al señor Beardmore?

—No muy bien —replicó Marl—. En realidad, sólo mantuvimos relaciones comerciales.

—¿Había tratado con él anteriormente?

Marl vaciló. Pertenecía a esa clase de personas en quienes la mentira se impone irremediablemente y la costumbre natural de su ánimo era decir exactamente lo contrario a la verdad.

—No —admitió—. Lo vi hace años, pero fue antes de que se dejara barba.

—¿Dónde estaba el señor Beardmore cuando usted se aproximaba a la casa? —preguntó Parr.

—Estaba en la terraza —replicó Marl, con énfasis innecesario.

—¿Y usted lo vio?

Marl asintió.

—Me han dicho, señor Marl —continuó Parr, bajando la mirada hacia su sombrero—, que por alguna razón sufrió usted un sobresalto… El señor Jack Beardmore me dijo que le pareció usted momentáneamente paralizado por el terror. ¿Cuál fue la causa de esto?

El señor Marl se encogió de hombros y forzó una sonrisa.

—Creo haber explicado que se trataba de un pequeño ataque cardíaco. Soy propenso a ellos.

Parr le dio la vuelta a su sombrero para poder mirar su parte interior y no alzó la vista cuando hizo su siguiente pregunta:

—¿No fue la causa el ver al señor Beardmore?

—Claro que no —dijo el otro con decisión—. ¿Por qué habría de tener miedo al señor Beardmore? He mantenido abundante correspondencia con él y lo conocía casi tan bien como…

—Pero hacía años que usted no trataba con él…

—Hacía años que no lo había visto —corrigió Marl, irritado.

—¿Y la causa de su agitación fue simplemente un ataque cardíaco, señor Marl?

—Exacto —la voz de Marl no carecía de fuerza—. Había olvidado ese ataque insignificante hasta que usted me lo recordó.

—Hay otra cuestión que me gustaría aclarar —dijo el detective. Su atención se había vuelto a centrar en su fascinante sombrero, al que mecánicamente daba vueltas y más vueltas hasta hacerlo parecer una batidora—. Cuando acudió a la casa de Beardmore, llevaba usted unas botas de charol puntiagudas.

Marl frunció el ceño.

—¿De veras? No lo recuerdo bien…

—¿Dio usted algún paseo por la finca, aparte de la caminata que tuvo que hacer desde la estación de ferrocarril?

—No.

—¿Y no caminó alrededor de la casa para admirar…, ejem…, su arquitectura?

—No, no lo hice. Sólo estuve unos minutos en la casa y después me marché en automóvil.

El señor Parr alzó sus ojos hacia el techo.

—¿Sería mucho pedir —le pidió en tono de disculpa—, que me mostrara las botas de charol que llevaba aquel día?

—En absoluto —contestó Parr, levantándose con presteza.

Se ausentó de la estancia unos minutos y regresó con un par de botas de charol, puntiagudas y alargadas.

El detective las cogió y examinó sus suelas detenidamente.

—Sí —dijo—. Desde luego éstas no son las botas que usted llevaba, porque… —frotó las suelas suavemente con los dedos—, hay polvo en ellas y el terreno ha estado húmedo toda la semana.

El corazón de Marl casi dejó de latir.

—Claro que son las botas que llevaba —dijo el otro, desafiante—. Lo que usted llama «polvo» es barro seco.

—Tiene que haber un error, señor Marl —dijo Parr, en tono amable—. Esto es polvo de yeso —dejó las botas en el suelo y se incorporó—. Sin embargo, no tiene mucha importancia.

Estuvo tanto tiempo con la mirada fija en la alfombra que el señor Marl comenzó a impacientarse.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted, inspector?

—Sí —contestó Parr—. Necesito que me proporcione el nombre y la dirección de su sastre. ¿Le importaría escribírmelo?

—¿Mi sastre? —Marl le lanzó una mirada de odio al inspector—. ¿Qué demonios quiere de mi sastre? —Y después añadió, riendo—: Está bien, es usted un hombre curioso, señor inspector. Pero lo haré con mucho gusto.

Fue hasta su escritorio, sacó una hoja de papel y escribió en ella un nombre y una dirección y se la entregó al detective, tras echarle secante[40].

—Gracias, señor.

Parr se metió el papel en el bolsillo sin mirar las señas.

—Lamento molestarlo, pero comprenderá que todos los que estuvieron en la casa dentro de las veinticuatro horas anteriores al asesinato del señor Beardmore forzosamente tienen que ser interrogados. El Círculo Carmesí…

—¡El Círculo Carmesí! —exclamó el señor Marl con la voz entrecortada; el inspector Parr lo miró fijamente.

—¿No sabía que el Círculo Carmesí está detrás de este asesinato?

En honor a la verdad, el señor Felix Marl no sabía nada del asunto. Había leído la escueta noticia de que James Beardmore había sido hallado muerto de un disparo, pero su relación con el Círculo Carmesí sólo había sido revelada por el diario El Monitor, un periódico que Marl nunca leía.

Marl se deslomó sobre una silla, temblando.

—El Círculo Carmesí —musitó—. Dios Santo, nunca pensé… —pero se contuvo.

—¿Qué es lo que nunca pensó? —preguntó Parr amablemente.

—El Círculo Carmesí —volvió a susurrar el corpulento individuo—. Creía que simplemente era…

No llegó a concluir la frase.

Una hora después de la marcha del detective, el señor Marl seguía acurrucado en un sillón, con la cabeza entre las manos.

¡El Círculo Carmesí!

Era la primera vez que entraba en contacto, aunque remotamente, con aquella organización de chantajistas, y ahora éstos habían irrumpido en sus pensamientos de manera tan violenta que todas sus previsiones se veían trastornadas.

—Esto no me gusta —musitó, mientras se incorporaba con dificultad para encender la luz en la oscurecida habitación—. Creo que ahora ha llegado mi turno.

Pasó el resto de la tarde examinando sus registros bancarios, operación que resultó muy reconfortante. Podría sacar un poco más de jugo, y después…