La noche siguiente, cuando faltaban tres minutos para las diez, un coche blindado hizo su entrada lentamente en la plaza Steyne y se detuvo en la esquina con la calle Clarges. Minutos más tarde, Thalia Drummond entraba en la plaza por el extremo opuesto. Llevaba una larga capa negra y el sombrerito con el que se cubría la cabeza estaba sujeto por un grueso velo anudado bajo su barbilla.
Sin vacilar un instante, abrió la puerta del coche y se introdujo en su interior. Allí reinaba la más absoluta oscuridad, pero se podía distinguir confusamente la figura del conductor. Éste no volvió la cabeza ni hizo ademán de arrancar el coche, aunque ella podía sentir la vibración del motor bajo sus pies.
—Ayer por la mañana fue usted acusada de robo en el juzgado de Marylebone —dijo el conductor sin preámbulos—. Y por la tarde puso un anuncio en el que se describía como una joven recién llegada de las colonias, con intención de conseguir otra oportunidad para poder seguir con su carrera de ladronzuela.
—Eso es muy interesante —contesto Thalia sin inmutarse—, pero no creo que me haya obligado a venir hasta aquí para contarme la historia de mi pasado. Cuando leí su carta supuse que usted había pensado que yo podría ser una ayudante muy útil. Pero hay algo que me gustaría preguntarle.
—Le contestaré si lo creo oportuno —fue la inflexible respuesta.
—Soy consciente de ello —respondió Thalia, esbozando una leve sonrisa en la oscuridad—. Suponga que me hubiera puesto en contacto con la policía y hubiera venido acompañada con el señor Parr y el sagaz señor Derrick Yale…
—En este momento yacería muerta sobre el pavimento —fue la tranquila declaración—. Señorita Drummond, voy a poner en sus manos dinero fácil y a proporcionarle un excelente trabajo. No me importará en absoluto que dedique su tiempo libre a excentricidades, pero su tarea principal será servirme. ¿Lo ha entendido?
Thalia asintió, pero, al darse cuenta de que él no podía verla[35], dijo:
—Sí.
—Se le pagará bien por todo lo que haga; yo siempre estaré a su lado para ayudarla…, o para castigarla, si intenta traicionarme. ¿Entendido?
—Perfectamente —replicó ella.
—Su trabajo será muy simple —continuó el desconocido conductor—. Mañana se presentará en el banco Brabazon. Brabazon necesita una secretaria.
—Pero ¿me dará trabajo? —interrumpió ella—. ¿Tengo que presentarme bajo otro nombre?
—Preséntese bajo su propio nombre —dijo el hombre con impaciencia—. No me interrumpa. Le pagaré doscientas libras por sus servicios. Aquí está el dinero.
Le tendió dos billetes por encima del hombro y ella los cogió.
La mano de la joven tocó accidentalmente el hombro de él y notó algo duro bajo su abrigo de lana.
«Un chaleco antibalas», se dijo a sí misma. Después, dijo en voz alta:
—¿Qué debería decir al señor Brabazon sobre mi anterior experiencia?
—No será necesario decir o hacer nada. Recibirá instrucciones de cuando en cuando. Eso es todo —concluyó secamente.
Minutos más tarde, Thalia se sentaba en un taxi que la llevaba de vuelta a Lexington Street. Tras el suyo iba otro taxi, que aminoraba la marcha cuando el de ella lo hacía, sin adelantarlo, ni siquiera cuando ella se apeó en la esquina de la calle donde se encontraba su alojamiento. Cuando daba la vuelta a la llave del portal de la casa, el inspector Parr estaba a sólo una docena de pasos de ella. Si era consciente de que la estaban vigilando, no translució ningún gesto.
Parr sólo esperó unos minutos, contemplando la casa desde el otro lado de la calle. Cuando se encendió la luz en la ventana superior, se dio la vuelta y regresó pensativo al taxi que lo había traído a una zona tan oriental de la ciudad.
Ya había abierto la puerta del taxi y estaba subiendo cuando alguien pasó a su lado por la acera; alguien que caminaba a paso ligero con el cuello del abrigo vuelto hacia arriba, pero el inspector Parr lo reconoció.
—¡Flush! —lo llamó, con brusquedad, y el hombre giró sobre sus talones.
Era un poco moreno, de rostro enjuto, de cuerpo ágil. Al ver al inspector quedó boquiabierto.
—¡Vaya…, vaya! ¡Si es el inspector Parr! —exclamó, con cordialidad malintencionada—. ¡Quién iba a pensar que lo vería en este rincón del mundo!
—Quisiera hablar contigo un rato. ¿Me acompañas? Era un ofrecimiento amenazador, que el señor Flush[36] ya había oído antes.
—No tiene nada contra mí, señor Parr… —protestó, alzando la voz.
—Nada —admitió Parr—. Además, ahora vas por el buen camino. Creo recordar que fue eso lo que me dijiste que deseabas cuando saliste de la cárcel.
—Así es —dijo Flush Barnet, exhalando un suspiro de alivio—. Voy por el buen camino, trabajo para ganarme la vida y estoy comprometido para casarme.
—¿Lo dices de verdad? —dijo el robusto señor Parr, con un asombro bien disimulado—. ¿Y se trata de Bella o de Milly?
—Milly —contestó Flush, maldiciendo en sus adentros la excelente memoria del inspector—. También va por el buen camino. Ha conseguido trabajo en una tienda.
—En el banco Brabazon, para ser exactos —dijo el inspector, y entonces se volvió, como agitado por un pensamiento repentino—. Me pregunto… —murmuró—, me pregunto si será eso…
—Milly es una señorita intachable —se apresuró a explicar Flush—. Honrada como la luz del día, sería incapaz de robar un reloj, aunque le fuera la vida en ello. No quiero que piense que es mala, señor Parr, porque no lo es. Ambos llevamos lo que podríamos llamar una vida decente.
El plácido rostro de Parr esbozó una sonrisa.
—Me estás contando excelentes noticias, Flush. ¿Dónde se puede encontrar a Milly en estos días?
—Vive en un hostal al otro lado del río —dijo Flush de mala gana—. No estará pensando en sacar a relucir viejos trapos sucios, ¿verdad, señor Parr?
—Dios me libre —replicó el inspector Parr, bondadosamente—. No, simplemente quisiera hablar con ella. Tal vez… —vaciló—, puedo esperar, de todos modos. Nuestro encuentro ha sido providencial, Flush.
Pero Flush no compartía su punto de vista, aun cuando hizo un vago asentimiento.
«De modo que es eso…», se dijo el inspector Parr, aunque no expresó el género de sus sospechas, ni siquiera cuando se encontró con Derrick Yale en su club, media hora después. Lo más curioso del caso fue que, aunque trataron todos los aspectos del misterio del Círculo Carmesí en la larga conversación subsiguiente, el señor Parr no mencionó ni una sola vez la entrevista de Thalia Drummond, que se había imaginado a pesar de no haber podido presenciarla.
A primera hora de la mañana siguiente, los dos hombres partieron hacia la pequeña localidad donde un tal Ambrose Sibly, descrito como marinero experto, se hallaba detenido bajo acusación de asesinato. Jack Beardmore fue autorizado a acompañarlos, tras la apremiante solicitud del joven, aunque no estuvo presente en la entrevista que los dos detectives mantuvieron con el sombrío sujeto que había asesinado a su padre.
Sibly resultó ser un individuo musculoso, sin afeitar, mitad escocés y mitad sueco. No sabía leer ni escribir, y ya había sido detenido anteriormente. Esto último ya lo había descubierto Parr gracias al registro de sus huellas dactilares.
Inicialmente no se mostró dispuesto a soltar prenda, y la confesión se produjo más por el diestro interrogatorio de Derrick Yale que por los esfuerzos del inspector Parr.
—Sí, yo lo hice —admitió finalmente.
Estaban sentados en la celda, acompañados por un oficial taquígrafo que tomaba nota de su declaración.
—Así es, ustedes me han cogido, pero no lo habrían hecho de no haber estado yo bebido. Y ya que estoy confesando explicaré también que fui yo quien mató a Harry Hobbs. Era mi compañero a bordo del Oritianga en 1912… Sólo pueden colgarme una vez. Lo maté y lancé su cuerpo por la borda, sí; lo hice por culpa de una mujer que conocimos en Newport News[37], que está en América. Perdí mi barco hará cosa de un mes y me quedé tirado en el Hogar del Marinero en Wapping. Me expulsaron de allí por borracho, y encima me tuvieron encerrado siete días en la cárcel. Si aquel viejo estúpido me hubiera condenado sólo a un mes, no me encontraría aquí. La noche siguiente a mi salida de la prisión caminaba por la zona este, maldiciendo mi mala fortuna, loco por echar un trago y sintiéndome un despojo miserable. Para colmo de males, tenía dolor de muelas…
Parr intercambió una mirada con Derrick Yale, y éste sonrió ligeramente.
—Vagabundeaba por el borde la acera, buscando colillas y sin otro pensamiento que el de encontrar dónde conseguir un poco de comida y un lugar donde pasar la noche. Además, comenzaba a llover y parecía que iba a pasar otra madrugada en la calle, cuando escuché una voz casi pegada a mi oído que me decía: «Suba». Miré a mi alrededor. Un automóvil se había detenido junto a la acera. No podía dar crédito a lo que estaba escuchando. El hombre del coche volvió a decir al rato: «Suba, ¡le digo a usted!», y pronunció mi nombre. Recorrimos en el coche cierta distancia durante un tiempo, sin que él dijera nada, y noté que trataba de evitar las calles más iluminadas.
»Poco después detuvo el vehículo y comenzó a contarme quién era yo. Puedo asegurarles que me sorprendió. Lo sabía todo sobre mí. Incluso sabía lo de Harry Hobbs (que fui juzgado por su asesinato y absuelto) y después me preguntó si quería ganar cien libras. Yo le contesté que sí y él me dijo que había un viejo caballero en el campo que le había hecho mucho daño y al que quería despachar. En un principio no quise aceptar el trabajo, pero me calentó tanto la cabeza, repitiendo cómo podía hacer que me ahorcaran por el asesinato de Hobbs y que sería seguro porque me proporcionaría una bicicleta con la que escapar, que finalmente acepté.
»Según lo acordado, me recogió una semana después en la plaza Steyne. Y entonces me dio todos los detalles. Me dirigí a la finca de Beardmore antes de que oscureciera y me escondí en el bosque. Él me había dicho que el señor Beardmore solía dar un paseo por el bosque cada mañana y que me acomodara allí para pasar la noche. Llevaba menos de una hora en el bosque cuando me llevé un buen susto. Oí a alguien moviéndose. Creo que podría haber sido un guarda. Era un tipo corpulento y sólo pude verlo de refilón.
»Creo que eso es todo, más o menos, caballeros, excepto que a la mañana siguiente el viejo entró en el bosque y le disparé. No recuerdo mucho del asunto, ya que en ese momento iba bebido, pues me había llevado al bosque una botella de whisky. Pero estaba lo suficientemente sobrio como para llegar hasta la bicicleta y largarme. Y a buen seguro hubiera escapado de no haber empinado el codo.
—¿Y eso es todo? —preguntó Parr, cuando se volvió a leer la confesión y el hombre la hubo firmado con una tosca cruz.
—Eso es todo, jefe —contestó el marinero.
—¿Y no sabe usted quién era la persona que lo empleó?
—No tengo ni idea —respondió el otro alegremente—. Pero hay algo acerca de él que les puedo contar —dijo, tras una pausa—. Usaba con frecuencia una palabra que no había oído antes. Yo no he recibido una educación selecta, pero me he dado cuenta de que algunas personas tienen palabras favoritas. Una vez tuvimos un viejo capitán que siempre usaba la palabra «mórbido[38]».
—¿De qué palabra se trata? —inquirió Parr.
El hombre se rascó la cabeza.
—Espere que la recuerde y se la diré —dijo.
Acto seguido lo dejaron con sus meditaciones, que eran pocas y probablemente no muy placenteras.
Cuatro horas después, el carcelero le llevó a Ambrose Sibly algo de comer. Estaba tendido en la cama y el carcelero lo sacudió por los hombros.
—Despierta —dijo.
Pero Ambrose Sibly ya no se volvería a despertar. Estaba muerto como una piedra.
En la taza de hojalata medio llena de agua que estaba junto a la cama, con la que había aplacado su sed, encontraron ácido cianhídrico[39] suficiente para matar a cincuenta hombres.
Pero el veneno no le interesó tanto al inspector Parr como el pequeño círculo de papel carmesí que fue hallado flotando en la superficie del agua.