El juez era un hombre bondadoso y parecía estar un tanto incómodo. Pasó su mirada del impasible señor Parr, que estaba de pie en el estrado de los testigos, a la muchacha del banquillo de los acusados, que se mostraba casi tan fría y dueña de sí como el testigo policial. Su rostro era uno de esos que hubiera atraído la atención en cualquier circunstancia, pero en el gris escenario del tribunal, su belleza cobraba más relieve y esplendor.
Echó una ojeada al texto de la acusación que tenía ante sí. Su edad, según atestiguaba el texto, era de veintiún años; su ocupación, secretaria. El jurista, que había experimentado muchas sorpresas a lo largo de su carrera y cuyo carácter se había visto endurecido por los sucesos más inusuales e improbables, no pudo hacer otra cosa que sacudir la cabeza, desanimado.
—¿Tiene algún antecedente esta mujer? —preguntó, percibiendo lo absurdo de referirse a la esbelta y aniñada prisionera como a una «mujer».
—Ha estado bajo vigilancia durante algún tiempo, Señoría —fue la respuesta—, pero no ha estado bajo custodia policial con anterioridad.
El magistrado miró a la muchacha por encima de sus lentes.
—No puedo entender cómo se ha dejado conducir a una situación tan terrible como ésta —dijo—. Una joven que, evidentemente, ha recibido la educación de una señorita, se ve acusada del robo de unas pocas libras, ya que eso fue lo único que su deshonestidad consiguió, aunque el artículo que sustrajo valía una gran suma. Su acción se debió probablemente a una gran tentación. Supongo que su necesidad de dinero era muy urgente; no obstante, ello no excusa su actuación. La obligaré legalmente a comparecer a juicio, cuando éste se celebre, tratándola como a una delincuente primaria[28], y la exhorto con firmeza a vivir honradamente y a evitar que vuelva a repetirse una situación tan desagradable como ésta.
La joven hizo una ligera inclinación de cabeza y abandonó el banquillo de los acusados para dirigirse a la oficina de la policía; entonces continuaron con el siguiente caso.
Harvey Froyant se levantó al mismo tiempo y se encaminó hacia la salida del juzgado. Para un hombre tan acaudalado como él, el dinero representaba el objetivo y la meta de su vida. Era de esa clase de hombres que cuenta cada noche el contenido de sus bolsillos antes de irse a dormir, y habría ordenado arrestar a su madre en circunstancias similares. A sus ojos, el delito de Thalia Drummond resultaba aún mucho más infame debido a que su último acto de servicio había sido la entrega de la amenaza del Círculo Carmesí, tribulación de la que aún no se había recuperado.
Froyant era alto y delgado, permanentemente encorvado. Su actitud hacia el mundo era de aguda sospecha, que se había convertido en resentimiento, pues sostenía los principios más firmes sobre el sagrado carácter de la propiedad.
Expresó a Parr, que lo seguía al salir de la sala, su descontento por el hecho de que la chica no hubiera sido enviada a la cárcel.
—Semejante mujer es un peligro para la sociedad —se lamentó, con voz aguda y quejosa—. ¿Cómo sé que no está aliada con esos canallas que me amenazan? ¡Cuarenta mil es lo que me piden! ¡Cuarenta mil! —gimoteó al decir las últimas palabras—. ¡Es su deber evitar que puedan hacerme daño! Entiéndalo…, ¡es su obligación!
—¡Ya lo he oído! —contestó el señor Parr con cansancio—. Y con respecto a la chica, no creo que tenga nada que ver con el Círculo Carmesí. Es demasiado joven.
—¡Joven! —gruñó el hombre flaco—. Es el momento de castigarlos, ¿verdad? ¡Atrápelos jóvenes y castíguelos jóvenes, y puede que se conviertan en ciudadanos respetables!
—Quizás tenga usted razón —admitió el recio señor Parr, suspirando. Después añadió sin mucha coherencia—: Los hijos son una gran responsabilidad.
Froyant murmuró algo entre dientes y, sin un solo gesto de despedida, salió rápidamente del edificio y subió a un automóvil que le esperaba en la puerta del juzgado.
El inspector contempló su partida con una suave sonrisa y, mirando a su alrededor, reparó en un joven que esperaba a la entrada de la oficina.
—Buenos días, señor Beardmore —dijo él—. ¿Está esperando para ver a la chica?
—Sí. ¿Cuánto tiempo la retendrán? —preguntó Jack, nervioso.
El señor Parr lo miró fijamente con ojos inexpresivos y resopló.
—Si no le importa que se lo diga, señor Beardmore —dijo lentamente—, probablemente esté usted interesándose por la señorita Drummond más de lo que le conviene.
—¿Qué quiere decir? —contestó Jack rápidamente—. Todo esto es una conspiración. Esa bestia de Froyant…
El inspector sacudió la cabeza.
—La señorita Drummond admitió que cogió la estatuilla —contestó— y, además, la vimos salir de Casa Isaac.
No hay dudas al respecto.
—Admitió su culpabilidad por alguna razón que solo ella conoce —replicó Jack violentamente—. ¿De verdad piensa que una chica semejante es capaz de robar? ¿Por qué iba a hacerlo? Yo le habría dado cualquier cosa que necesitara —repentinamente se contuvo—. Hay algo detrás de todo esto —y continuó con más calma—, algo que no logro entender, y que probablemente usted tampoco entienda, inspector.
La puerta se abrió en aquel momento y la muchacha salió. Se detuvo en cuanto vio a Jack y un leve rubor apareció en sus pálidas mejillas.
—¿Estuvo en la Audiencia? —preguntó al instante.
Él asintió y ella movió la cabeza de un lado a otro con desaprobación.
—No debería haber venido —dijo ella, casi con vehemencia—. ¿Cómo se enteró? ¿Quién se lo contó? —parecía ajena a la presencia del inspector, pero por primera vez desde su arresto, mostraba algún signo de emoción contenida. Un color se le iba y otro se le venía y su voz comenzó a temblar cuando continuó—: Siento que se haya enterado de este asunto, señor Beardmore, y también lamento profundamente que haya venido —dijo.
—Pero no es verdad —la interrumpió él—. ¿Pretende que me crea eso, Thalia? Es una conspiración, ¿verdad? Una conspiración que trata de arruinarla… —su voz prácticamente se había convertido en una súplica, pero ella negó con la cabeza.
—No hubo ninguna conspiración —replicó ella tranquilamente—. Yo robé al señor Froyant.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué? —preguntó él, con desesperación—. ¿Por qué usted…?
—Siento no poder darle un porqué —contestó ella con el esbozo de una sonrisa en sus labios—, salvo que necesitaba el dinero y eso es razón suficiente. ¿Acaso no lo es?
—Nunca lo creeré —el rostro de Jack estaba rígido y sus ojos grises la contemplaban con firmeza—. Usted no es la clase de persona que se rebajaría a cometer un robo.
Ella le lanzó una larga mirada y desvió los ojos hacia el inspector.
—Quizás usted pueda desengañar al señor Beardmore —dijo—. Yo no soy capaz.
—¿Adónde se dirige? —preguntó el joven cuando ella, tras inclinar levemente la cabeza, continuó su marcha.
—Me marcho a casa —replicó ella—. Y, por favor, no me acompañe, señor Beardmore.
—Pero usted no tiene casa.
—Tengo un alojamiento —contestó ella, con un deje de impaciencia.
—Entonces voy con usted —dijo él tenazmente.
Ella no hizo protesta alguna y se alejaron juntos desde el juzgado hacia una calle muy concurrida. No cruzaron ninguna palabra hasta que llegaron a la entrada de una estación de metro[29].
—Ahora tengo que irme a casa —dijo ella, esta vez más suavemente.
—Pero ¿qué va a hacer ahora? —inquirió él—. ¿Cómo va a ganarse la vida con esta terrible acusación en su contra?
—¿Tan terrible es? —preguntó ella con frialdad.
Comenzaba a internarse en la estación cuando él la cogió del brazo y la hizo girar sobre sus talones, casi con violencia salvaje.
—Ahora escúcheme, Thalia —dijo entre dientes—. La amo y quiero casarme con usted. No se lo había dicho antes, pero usted ya lo había supuesto. No voy a permitir que salga de mi vida, ¿lo entiende? No creo que sea usted ninguna ladrona y…
Ella se desasió de su brazo suavemente.
—Señor Beardmore —dijo ella en voz baja—, se está usted poniendo quijotesco[30] y estúpido. Me acaba de decir lo que no me permitirá y yo no voy a permitirle que arruine su vida por haberse encaprichado de una ladrona convicta. Usted no sabe nada de mí, excepto que soy una chica aparentemente atractiva a quien usted conoció por accidente en el campo, y es mi deber ser su madre y su tía solterona —apareció un atisbo de burla en sus ojos, cuando cogió la mano que él le ofrecía—. Algún día quizás volvamos a encontrarnos, y para entonces el encanto de su amor se habrá desvanecido. Adiós.
Ella desapareció en el pasillo donde se vendían los billetes antes de que él pudiera recuperar la voz.