La entrevista del señor Parr con Harvey Froyant fue breve. Ante el detective, aquel hombre flaco palideció. Lo conocía de vista, pues tuvo que entrevistarse con él por la tragedia Beardmore.
—Bien, bien —dijo, temblando—. ¿Qué sucede? ¿Ha iniciado una nueva campaña esa gente infernal?
—No es nada tan malo como eso, señor —dijo Parr—. He venido para hacerle unas cuantas preguntas. ¿Cuánto tiempo ha tenido a Thalia Drummond en su casa?
—Es mi secretaria desde hace tres meses —dijo Froyant con desconfianza—. ¿Por qué?
—¿Cuánto le paga? —inquirió Parr.
El señor Froyant dijo una suma tan escandalosamente inadecuada que hasta él mismo trató de buscar disculpas, incluso, por aquel salario tan minúsculo.
—Le doy la comida, ya sabe, y tiene las tardes libres —dijo, sintiendo que debía justificar aquel exiguo sueldo.
—¿Ha estado ella escasa de dinero últimamente?
El señor Froyant lo miró fijamente.
—Bueno…, sí. Ayer me preguntó si podía anticiparle cinco libras —dijo—. Aseguró que las necesitaba para cubrir unos gastos. Naturalmente, no le presté el dinero. No soy partidario de adelantar dinero por un trabajo no realizado —dijo Froyant, con aspecto honrado—. Eso tiende a debilitar…
—Usted posee un buen número de antigüedades. Tengo entendido que algunas son muy valiosas. ¿Ha echado de menos alguna últimamente?
Froyant se levantó de un salto. La mera sospecha de que pudieran haberle robado era suficiente para hacerlo caer presa del pánico. Abandonó la estancia sin decir una sola palabra. Estuvo fuera tres minutos y, cuando regresó, parecía que los ojos se salían de sus órbitas.
—¡Mi Buda! —dijo jadeante—. Vale cien libras. Estaba en su sitio esta mañana…
—Llamen a la señorita Drummond —dijo el detective, lacónicamente.
Thalia entró, fría y dueña de sí. Permaneció junto al escritorio de su jefe con las manos en la espalda evitando mirar al detective.
El encuentro fue breve y, para el señor Froyant, doloroso. La muchacha no parecía muy afectada, aun cuando el acerado brillo en los ojos de Froyant denotaba que el hurto había sido descubierto. Por un instante el hombre encontró serias dificultades para enunciar una frase coherente.
—Usted…, usted ha robado algo que me pertenece —bramó Froyant. Su voz se reducía a chillidos y la mano acusadora temblaba a causa de la intensidad de sus emociones—. Usted…, ¡usted es una ladrona!
—Le pedí un anticipo —dijo la muchacha fríamente—. Si usted no fuera un malvado viejo avaro, me lo habría concedido.
—Usted…, usted… —farfulló Foryant. Después jadeó—: La acuso, inspector. La acuso de robo. Irá a la cárcel por esto. Grábese mis palabras, joven. Espere…, espere —dijo, alzando la mano—, iré a ver si falta algo más.
—Puede ahorrarse la molestia —dijo la muchacha, mientras abandonaba la habitación—. El Buda fue la única cosa que cogí y, de todos modos, era una bestia fea y grotesca.
—Deme sus llaves —bramó el hombre, encolerizado—. ¡Y pensar que le he permitido a usted abrir mis cartas de negocios!
—He abierto una que no le resultará muy grata, señor Froyant —dijo ella con calma, y entonces él vio lo que la joven sostenía en su mano.
Le tendió el sobre y él, con los ojos desorbitados, vio el Círculo Carmesí, pero las palabras escritas dentro del mismo le resultaban borrosas e irreconocibles. Soltó la tarjeta y se desplomó en una silla.