VI
Thalia Drummond es una ladrona

El comisario pasó los ojos sobre el recorte de periódico que había ante él, mientras se atusaba el bigote cano. El inspector Parr, conocedor de los síntomas, lo observaba con desinterés aparente.

Parr era un hombre menudo y grueso, tan corto de estatura que resultaba sorprendente que hubiera satisfecho las rigurosas exigencias de las autoridades policiales. Estaba en el umbral de los cincuenta, aunque su rostro grande y sonrosado no tenía una sola arruga, pero tampoco había en él señal alguna de inteligencia o refinamiento. Los ojos, redondos y saltones, similares a los de los bóvidos por su falta de expresión, la enorme y carnosa nariz, las mofletudas mejillas, abolsadas bajo las mandíbulas, y su la cabeza medio calva eran otros rasgos que conformaban su inexpresividad.

El comisario recogió el recorte.

—Escuche esto —dijo con severidad, y comenzó a leer.

Era un editorial del Morning Monitor[22], sincero hasta un grado ofensivo.

«Por segunda vez en lo que va de año el país se ha visto sorprendido y agraviado por el asesinato de un eminente ciudadano. No será necesario explicar aquí los detalles de este crimen del Círculo Carmesí, ya que éstos aparecen en otra página. Pero sí es necesario afirmar en términos claros y tajantes que contemplamos con consternación la aparente impotencia de la policía a la hora de dar su merecido a esta banda criminal. El inspector Parr, que desde el año pasado se ha dedicado a seguir la pista a estos asesinos chantajistas, sólo puede ofrecernos vagas promesas de revelaciones que nunca se cumplen. Obviamente, el cuerpo de policía necesita una pormenorizada revisión de sus métodos y la introducción de sangre nueva. Confiamos en que los responsables del gobierno no dudarán en hacer cambios drásticos, que se han convertido en imprescindibles»[23].

—Bueno —gruño el coronel Morton—, ¿qué piensa de esto, Parr?

El señor Parr se frotó la amplia barbilla y no dijo nada.

—James Beardmore fue asesinado después de que la policía fuera debidamente alertada —dijo el comisario intencionadamente—. Le dispararon desde donde se veía su casa y el asesino anda suelto. Éste es el segundo caso fracasado, Parr, y le diré, con franqueza, que estoy dispuesto a actuar en consonancia con el consejo que da este periódico.

Y a continuación, golpeó el recorte de modo significativo.

—En la ocasión anterior permitió que el señor Yale se llevara todo el prestigio por la captura del asesino. Supongo que habrá visto al señor Yale, ¿no es así?

El detective afirmó con la cabeza.

—¿Y qué le dijo?

Parr, incómodo, cambió la posición de sus pies.

—Me contó un montón de tonterías sobre un hombre moreno con dolor de muelas.

—¿Cómo consiguió esa información? —preguntó rápidamente el comisario.

—Por el casquillo de bala que encontró en el suelo —dijo el detective—. No hago caso de esas cosas de tipo psicométrico.

El comisario se echó hacia atrás en su silla y suspiró.

—No creo que usted haga caso de ninguna cosa que sea útil, Parr —dijo—, y no debería despreciar a Yale. Ese hombre tiene habilidades poco comunes, excepcionales. Que usted no lo comprenda no significa que sean menos peculiares.

—¿Quiere usted decir —protestó Parr con excitación—, que un hombre puede coger un casquillo con la mano y averiguar el aspecto de la persona que lo manipuló por última vez y lo que estaba pensando? ¡Es absurdo!

—Nada es absurdo —dijo el comisario con tranquilidad—. La ciencia de la psicometría se ha practicado durante años. Determinadas personas, especialmente sensibles en sus impresiones, son capaces de averiguar las cosas más extraordinarias, y Yale es una de ellas.

—Él estaba allí cuando se cometió el asesinato —replicó Parr—. Estaba con el hijo de Beardmore, a menos de cien yardas de distancia, y, aún así, no capturó al asesino.

El comisario asintió.

—Tampoco usted —dijo—. Hace doce meses me expuso su proyecto para acabar con el Círculo Carmesí y yo le di mi consentimiento. Opino que ambos hemos depositado en ello más confianza de la debida. Tendrá que cambiar de plan. Odio tener que decirlo, pero así es.

Parr no contestó durante un tiempo y después, para sorpresa del comisario, arrimó una silla al escritorio y se sentó sin haber sido invitado a ello.

—Coronel —dijo—, voy a contarle algo.

Estaba tan serio que el comisario, acostumbrado a la forma de ser de Parr, sólo pudo mirarlo con asombro.

—La banda del Círculo Carmesí no es difícil de atrapar. Puedo encontrarlos a todos y lo haré si me da un poco más de tiempo. Lo que necesito es el eje de la rueda. Si logro dar con el eje, los radios no cuentan.

Pero tiene que concederme algo más de autoridad de la que he tenido hasta la fecha.

—¿Algo más de autoridad? —preguntó el asombrado comisario—. ¿Qué diablos quiere decir?

—Me explico —dijo el bovino señor Parr. Y se explicó con tal determinación, que dejó al comisario silencioso y absorto.

Tras abandonar el edificio de la policía, el primer inmueble visitado por Parr fue una oficina situada en el centro de la ciudad. En la tercera planta, en un diminuto apartamento que sólo se distinguía del resto por el nombre de su ocupante, lo esperaba el señor Derrick Yale[24]. No cabía imaginar un contraste mayor entre los dos hombres: Yale, un soñador sensible, nervioso e irritable; Parr, sólido, fornido y aparentemente incapaz de pensar por sí mismo.

—¿Cómo le fue en su entrevista, Parr?

—No muy bien —dijo Parr con pesar—. Creo que el comisario la ha tomado conmigo. ¿Ha descubierto algo?

—He descubierto a su hombre del dolor de muelas —fue su asombrosa respuesta—. Su nombre es Sibly, un marinero que fue visto en las cercanías de la casa al día siguiente. Ayer —cogió un telegrama—, fue arrestado por embriaguez y alteración del orden público, y le hallaron encima una pistola automática. En mi opinión se trata del arma del crimen, ya que, como recordará, la bala que le fue extraída al pobre Beardmore fue disparada con una pistola automática, sin duda alguna.

Parr lo miraba boquiabierto.

—¿Cómo ha averiguado todo eso? Derrick Yale rió suavemente.

—Usted no tiene demasiada fe en mis deducciones —dijo, con un chispazo de humor en sus ojos—, pero cuando palpé aquel casquillo estaba tan seguro de poder ver a aquel hombre como lo estoy de verlo a usted ahora mismo. Envié a uno de mis subordinados a hacer pesquisas, con estos resultados —y acto seguido le mostró el telegrama.

El señor Parr permaneció en pie, con el ceño tan fruncido, que descartaba cualquier aspiración a la belleza que pudiera tener.

—De modo que lo han cogido —dijo suavemente—. Me pregunto entonces si fue él quien escribió esto.

Sacó una cartera del bolsillo y Derrick Yale vio cómo sacaba de ella un pedazo de papel al que evidentemente habían intentado prender fuego, pues sus bordes estaban quemados. Yale lo tomó entre sus manos.

—¿Dónde encontró esto? —preguntó.

—Lo saqué ayer con un rastrillo de un montón de cenizas en la casa de los Beardmore —contestó Parr.

La nota estaba escrita en grandes caracteres y en ella podía leerse:

«Usted solo

Yo solo

Pabellón B

Soborno»

—¿Usted solo…, yo solo… —leyó Yale—, Pabellón B…, soborno…?

Movió la cabeza a un lado y a otro.

—No entiendo una palabra.

Sostuvo el trozo de papel en la palma de su mano y volvió a sacudir la cabeza.

—Tampoco recibo impresión alguna —dijo—. El fuego destruye el aura.

Parr volvió a guardar cuidadosamente el trozo de papel en su cartera y se la guardó en el bolsillo.

—Hay otra cosa que me gustaría contarle —dijo—. Alguien que calzaba botas puntiagudas y fumaba puros estuvo en el bosque. Encontré cenizas de puro en un pequeño hueco y su pisada en uno de los arriates.

—¿Cerca de la casa? —preguntó Yale, sobresaltado. El fornido hombre afirmó con la cabeza.

—Mi teoría es —prosiguió— que alguien que quería advertir a Beardmore escribió esta nota y la llevó a la casa tras la caída de la noche. El viejo debió recibirla, ya que la quemó. Encontré las cenizas en el lugar donde los criados vierten la basura.

Se escuchó una leve llamada en la puerta.

—Jack Beardmore —musitó Yale.

Jack Beardmore mostraba los efectos del angustioso período que había tenido que soportar. Hizo un gesto de saludo a Parr y se dirigió a Yale con la mano extendida.

—Supongo que no hay novedades… —dijo, en tono interrogativo, y, volviéndose hacia el otro, prosiguió—:

Ayer estuvo usted en casa, señor Parr. ¿Encontró algo?

—Nada que merezca la pena —contestó Parr.

—Acabo de ver al señor Froyant, que está en la ciudad[25] —dijo Jack—, pero no fue una visita muy acertada, dado su penoso estado de nervios.

No explicó que la parte insatisfactoria de su visita era que no había visto a Thalia Drummond, pero solo uno de los dos hombres adivinó el motivo de su decepción.

Derrick Yale le habló del arresto que había hecho.

—No quiero que se haga ilusiones con eso —dijo él—, aunque finalmente resulte ser el hombre que efectuó el disparo, no me cabe duda de que sólo será el brazo ejecutor. Seguidamente escucharemos una historia similar a las anteriores: estaba con el agua al cuello y el jefe del Círculo Carmesí lo indujo a cometer crimen. Seguimos tan lejos de la verdadera solución como antes.

Abandonaron juntos la oficina y pasearon bajo el limpio sol de otoño. Jack estaba citado con el abogado que llevaba el testamento de su padre y acompañó a los dos hombres, que se dirigían a tomar un tren hacia la localidad donde el supuesto asesino estaba detenido. Cuando caminaban por una de las calles más transitadas de la ciudad, Jack no pudo evitar una exclamación. Al otro lado de la calle se situaba una importante casa de empeños y una muchacha salía por la entrada lateral, la destinada a aquellas personas que necesitaban préstamos temporales.

—¡Vaya! ¡Dichosos los ojos! —dijo Parr con su inalterable voz—. No la veo desde hace dos años.

Jack se volvió hacia él con los ojos muy abiertos.

—¿Desde hace dos años no la ve? —dijo, con parsimonia—. ¿Se refiere a esa señorita?

Parr asintió.

—Me refiero a Thalia Drummond —dijo, con voz serena—. Una ladrona y cómplice de ladrones.