II
El hombre que no pagó

Philipp Bassard pagó y continuó con vida, ya que aparentemente el Círculo Carmesí cumplía su palabra; Jacques Rizzi, banquero, también pagó, pero presa del pánico. Murió por causas naturales un mes más tarde, pues su corazón estaba debilitado. Benson, abogado de ferrocarriles, desoyó la amenaza y fue encontrado muerto cerca de su saloon[6] privado.

Monsieur Derrick Yale, con su asombroso talento, atrapó al hombre de color que se había deslizado en el vagón privado de Benson para matarlo antes de arrojar el cuerpo por la ventana. El hombre de color fue ahorcado sin que, no obstante, confesara la identidad de quien lo había empleado. La policía podía mofarse de los poderes psicométricos[7] de Yale —como de hecho hacía—, pero lo cierto es que él había llevado a los agentes a la casa del rizoso en Yareside, y el asesino, desconcertado, había confesado.

Tras esta tragedia, muchos tuvieron que pagar sin denunciar el asunto a la policía, ya que hubo un largo período de tiempo durante el cual no se encontró en los periódicos referencia alguna al Círculo Carmesí. Y ocurrió que, una mañana, llegó hasta la mesa de desayuno de James Beardmore un sobre cuadrado que contenía una tarjeta, en la que había estampado un Círculo Carmesí.

—Jack, tú que estás interesado en el melodrama de la vida, lee esto.

James Stamford Beardmore deslizó a su hijo el mensaje a través de la mesa el mensaje y procedió a abrir la siguiente carta de la pila que se levantaba junto a su plato.

Jack recogió el mensaje del suelo, donde había caído, y lo examinó con el ceño ligeramente fruncido. Era una tarjeta muy corriente, salvo que no tenía remite. Un gran círculo de color escarlata tocaba sus cuatro bordes y parecía haber sido estampado con un sello de goma, debido a la distribución irregular de la tinta. En el centro del círculo, con caracteres de imprenta, había el siguiente mensaje:

«Cien mil representan sólo una pequeña porción de sus posesiones. Pagará usted esta cantidad en billetes a un mensajero que le enviaré, en respuesta a un anuncio en el Tribune[8], dentro de las próximas cuarenta y ocho horas, señalando la hora exacta que mejor le convenga. Éste es el último aviso».

No había firma alguna.

—¿Y bien?

El viejo Jim Beardmore alzó la vista por encima de sus anteojos. Sus ojos sonreían.

—¡El Círculo Carmesí! —dijo su hijo, con la voz entrecortada.

Jim Beardmore se rió en voz alta del tono de preocupación en la voz del muchacho.

—Sí, el Círculo Carmesí, ¡y ésta ya es la cuarta!

El joven lo miró fijamente.

—¿Cuatro? —repitió él—. ¡Santo Cielo! ¿Y por eso Yale se hospeda con nosotros?

Jim Beardmore sonrió.

—Es una de las razones —dijo.

—Naturalmente, yo sabía que era un buen detective, pero no tenía la más mínima idea…

—No te preocupes por ese círculo infernal —lo interrumpió su padre, con cierta impaciencia—. No le tengo miedo. Froyant está aterrorizado ante la perspectiva de ser identificado. Y no me extraña. Él y yo nos creamos unos cuantos enemigos en nuestros tiempos.

James Beardmore, con su rostro duro y arrugado y su barba gris de varios días, podría pasar por el abuelo del apuesto joven que se sentaba frente a él. Los Beardmore habían ganado su fortuna con mucho esfuerzo.

Ésta se había materializado a partir de sueños frustrados y se había fraguado a base de las privaciones, los peligros y las calamidades de la vida del explorador.

Este hombre, a quien la muerte había acechado en las áridas llanuras del Kalahari[9], que había removido el cieno del río Vale[10] en busca de diamantes ilusorios, que había visto esfumarse sus reclamaciones sobre sus propiedades en Klondike[11], había hecho frente a demasiados peligros reales como para sentirse gravemente asustado por la amenaza del Círculo Carmesí. Por el momento, el motivo de su inquietud estaba basado en un peligro más tangible, no para él mismo, sino para su hijo.

—Tengo plena confianza en tu buen juicio, Jack —dijo—, de modo que no te sientas ofendido por nada de lo que voy a decirte. Nunca me he metido en tus diversiones ni he cuestionado tu sensatez…, pero… ¿crees estar actuando acertadamente ahora?

El joven comprendió.

—¿Te refieres a la señorita Drummond, padre?

El anciano hizo un gesto afirmativo.

—Es la secretaria de Froyant… —comenzó el joven.

—Ya sé que es la secretaria de Froyant, y no hay nada de malo en ello. Pero la cuestión es, Jack, si sabes algo más de ella.

El joven enrollaba su servilleta pausadamente; su cara enrojeció y en torno a su mandíbula se marcó un extraño gesto que divirtió secretamente a Jim.

—Ella me gusta. Es mi amiga. Nunca he tratado de cortejarla, si te refieres a eso, papá, y creo que nuestra amistad llegaría a su fin si lo hiciera.

Jim asintió. Había dicho todo lo necesario y cogió un abultado sobre para mirarlo con curiosidad. Jack vio que llevaba sellos franceses y se preguntó quién sería el remitente.

Tras rasgar el cierre del sobre, el anciano extrajo un fajo de correspondencia, que a su vez incluía otro sobre fuertemente sellado. Leyó el membrete y arrugó la nariz.

—¡Uf! —dijo y dejó el sobre sin abrir.

Hojeó la correspondencia restante y luego fijó la mirada en su hijo.

—Nunca confíes en un hombre o mujer hasta que sepas lo peor de ellos. Hoy viene a verme un hombre que es un miembro respetable de la comunidad. Tiene un historial tan negro como mi sombrero y aún así voy a hacer negocios con él…, ¡estoy al tanto de lo peor que ha hecho!

Jack rió. La llegada de su huésped interrumpió la conversación.

—Buenos días, Yale, ¿ha dormido bien? —preguntó el anciano—. Llama para que os traigan más café, Jack.

La visita de Derrick Yale había resultado un verdadero placer para Jack Beardmore. Estaba en la edad en que lo romántico adquiere todo su atractivo y la compañía del más común de los detectives lo había llenado de alegría. Además, el encanto que irradiaba Yale comportaba la magia de lo sobrenatural. Este hombre poseía características insólitas y peculiares que lo hacían único. Su rostro, estético y delicado, el grave misterio de sus ojos, incluso los gestos de sus largas y sensibles manos, formaban parte de su singularidad.

—Yo nunca duermo —dijo de buen humor, mientras desenrollaba su servilleta. Sostuvo el servilletero de plata entre sus dedos durante un instante y James Beardmore lo contempló divertido. En cuanto a Jack, su entusiasta admiración era evidente.

—¿Y bien? —preguntó el anciano.

—El que sostuvo esto por última vez ha tenido muy malas noticias… Algún pariente cercano está gravemente enfermo.

Beardmore asintió.

—Jane Higgins, la sirvienta que puso la mesa —dijo él—, recibió una carta esta mañana donde la informaban de que su madre se está muriendo.

A Jack le dio un vuelco el corazón.

—¿Y lo supo usted sólo con coger el servilletero? —preguntó con asombro—. ¿Cómo le llegó esa impresión, señor Yale?

—Es difícil de explicar —dijo tranquilamente—. Lo único que sé es que cuando cogí mi servilleta tuve una profunda y conmovedora sensación de pesadumbre. Es extraño, ¿verdad?

—Pero ¿cómo supo lo de su madre?

—Lo deduje de algún modo —dijo el otro, casi bruscamente—; es una cuestión deductiva. ¿Tiene novedades, señor Beardmore?

Como respuesta, Jim le pasó la tarjeta que había recibido esa mañana.

Yale leyó el mensaje y a continuación calculó el peso de la tarjeta en la palma de su blanca mano.

—Enviado por correo por un marinero —dijo—, un hombre que ha estado en prisión y que ha perdido recientemente una gran cantidad de dinero.

Jim Beardmore se echó a reír.

—Que yo, desde luego, no voy a reembolsarle —dijo, levantándose de la mesa—. ¿Toma usted en serio estas advertencias?

—Las tomo muy en serio —dijo Yale, con su serenidad característica—. Tan en serio, que no le aconsejo salir de esta casa sin que yo lo acompañe. El Círculo Carmesí —continuó, impidiendo la indignada protesta de Beardmore con un gesto peculiar— es, lo admito, vulgarmente melodramático en sus actuaciones, pero sus herederos no hallarán consuelo al saber que usted murió de un modo tan teatral.

Jim Beardmore permaneció en silencio durante un tiempo y su hijo lo miró con inquietud.

—¿Por qué no te vas al extranjero, padre? —preguntó, y el anciano se volvió hacia él.

—¡Al diablo con el extranjero! —bramó—. ¡Huir de los matones de una Mano Negra[12] barata! ¡Los mandaré a…!

No mencionó el destino, pero todos pudieron hacerse una idea.