I
La iniciación

Era la hora en que la mayoría de los ciudadanos respetables se retiraban a dormir y las ventanas superiores de las grandes y antiguas casas de la plaza mostraban cuadrados de luz contra los que se perfilaban los contornos de los árboles deshojados, inclinados y oscilantes bajo el ímpetu del vendaval. Río arriba soplaba un viento helado y sus ráfagas entraban, gélidas, en los lugares más recónditos y resguardados.

El hombre que paseaba lentamente junto a la alta verja de hierro tiritaba, a pesar de estar bien abrigado, ya que el desconocido había elegido un lugar de reunión que parecía expuesto a un completo embate[3] de la tormenta.

Los restos del otoño agonizante se arremolinaban en fantásticos círculos sobre sus pies, las hojas y las briznas caían rápidamente desde los árboles que sacudían sus largas y ásperas ramas sobre él y contempló con envidia el agradable resplandor en las ventanas donde, con sólo llamar a la puerta, se le habría recibido como a un huésped bienvenido.

Dieron las once en un reloj cercano. Aún resonaba la última campanada, cuando un coche hizo su aparición rápida y silenciosamente, para detenerse a su altura. Los faros delanteros brillaban débilmente, pero dentro del vehículo no había iluminación alguna. Tras un instante de indecisión, el hombre que esperaba avanzó hacia el automóvil, abrió la puerta y se introdujo en su interior. Sólo podía distinguir el contorno de alguien que estaba en el asiento del conductor y, cuando se dio cuenta de la terrible importancia del paso que acaba de dar, comenzó a sentir un extraño golpeteo del corazón. El coche no se movió y el hombre que ocupaba el asiento del conductor siguió sin dar señales de vida. Por un instante hubo un silencio mortal que el pasajero rompió:

—¿Y bien? —preguntó nervioso, casi irritado.

—¿Ya está decidido? —preguntó el conductor.

—¿Estaría aquí si no lo estuviera? —replicó el pasajero—. ¿Piensa que he venido por curiosidad? ¿Qué quiere de mí? Dígamelo y yo le diré lo que quiero de usted.

—Sé lo que quiere de mí —dijo el conductor. Su voz sonaba apagada e impersonal, como si hablara tras un velo.

Cuando los ojos del recién llegado se acostumbraron a la oscuridad, detectó el vago contorno de la capucha de seda negra que cubría la cabeza del conductor.

—Está usted al borde de la bancarrota —continuó el conductor—. Se ha aprovechado de un dinero que no le pertenecía y está contemplando la posibilidad del suicidio. Y, desde luego, si usted ha emprendido ese camino, no es por insolvencia[4]. Tiene un enemigo que ha descubierto algo que puede desacreditarlo, algo que lo conduciría a las manos de la policía. Hace tres días que obtuvo de una firma farmacéutica, uno de cuyos miembros es amigo suyo, una droga particularmente mortífera que no puede obtenerse al por menor[5]. Lleva una semana estudiando los venenos y sus efectos y es su intención, a menos que suceda algo que lo salve de la ruina, terminar con su vida el sábado o el domingo. Yo creo que será el domingo.

Escuchó cómo el hombre sentado detrás de él jadeaba y rió suavemente.

—Ahora, caballero —dijo el conductor—, ¿está preparado para tomar en consideración su actuación a mi servicio?

—¿Qué quiere que haga? —preguntó el hombre del asiento trasero, con voz temblorosa.

—Sólo le pido que siga mis instrucciones. Me ocuparé de que no corra riesgos y de que esté bien pagado. Estoy dispuesto a poner en sus manos una suma de dinero muy elevada, que le permitirá cumplir con sus obligaciones más acuciantes. A cambio, le exigiré que ponga en circulación todo el dinero que yo le envíe, que lleve a efecto los cambios pertinentes, que oculte la pista de las letras y billetes cuyos números sean conocidos por la policía, que disponga de los bonos que yo no puedo vender y, en líneas generales, que actúe como agente mío… —hizo una pausa y añadió—: Y que satisfaga mis peticiones puntualmente.

El hombre no contestó durante unos instantes; después preguntó con un dejo de insolencia:

—¿Qué es el Círculo Carmesí?

—Usted —fue la inesperada respuesta.

—¿Yo?

—Usted pertenece al Círculo Carmesí —dijo el otro, con cuidado—. Tiene un centenar de colaboradores, a ninguno de los cuales llegará a conocer, ninguno de los cuales lo conocerá a usted jamás.

—¿Y usted?

—Yo los conozco a todos —dijo el conductor—. ¿Está de acuerdo?

—Lo estoy —dijo el otro, tras una pausa.

—Tome esto —dijo.

«Esto» era un sobre grande y abultado que el recién iniciado miembro del Círculo Carmesí introdujo en su bolsillo.

—Ahora, váyase —dijo el conductor secamente, y el hombre obedeció sin réplica alguna.

Cerró de golpe la portezuela y avanzó hasta situarse a la altura del conductor. Aún sentía curiosidad por descubrir su identidad y consideró imprescindible, por su propia seguridad, saber quién era el hombre que conducía.

—No encienda su cigarro aquí —dijo el conductor—, o pensaré que fumar es una excusa para prender una cerilla. Y recuerde, amigo mío, que todo el que descubre mi identidad se lleva el secreto a la tumba.

Antes de que el otro pudiera responder, el coche se puso en marcha y el hombre, con el sobre en la mano, permaneció contemplando los destellos rojos de las luces traseras hasta que desapareció de su vista.

Estaba temblando de pies a cabeza y, cuando encendió el cigarro sujeto por los dientes que le castañeteaban, la llama de la cerilla tembló de modo vacilante.

—Ya no hay nada más que hacer —dijo con voz ronca, y cruzó la calzada para desaparecer en una de las bocacalles.

Apenas acababa de desaparecer cuando una figura se movió sigilosamente desde el portal de una casa a oscuras y lo siguió. Era la figura de un hombre alto y corpulento que caminaba con dificultad porque estaba sin aliento. Había recorrido cien pasos en su persecución sin darse cuenta de que aún tenía en la mano los prismáticos con los que había estado observando.

Cuando alcanzó la calle principal, su presa ya se había desvanecido. Él lo esperaba así y no se inquietó. Sabía dónde encontrarlo. Pero ¿quién estaba en el coche? Había leído la matrícula y podría localizar a su dueño por la mañana. Monsieur Felix Marl sonrió con satisfacción. Si hubiera sospechado el carácter de la entrevista que había estado vigilando, no se habría sentido tan satisfecho. Hombres más fuertes que él habrían quedado petrificados de terror ante la amenaza del Círculo Carmesí.