De allí en más la acción de los partidarios altoperuanos fue aún más heroica, ya que al retirarse las tropas porteñas volvieron a quedar, y esta vez para siempre, a merced de la represión de los realistas. Esta fue tan brutal que recordemos que Bartolomé Mitre enumeró 105 caudillos, de los que cuando el Alto Perú logró su independencia en 1825 sólo quedaban vivos 9.
Lo tardío de la ruptura de sus cadenas con España, la más tardía de todas las naciones sudamericanas, indica también a las claras hasta qué punto fue vigoroso el dominio de los godos, quienes tuvieron en sus jefes y oficiales del Alto Perú algunos de sus más experimentados, hábiles y despiadados militares de la guerra americana.
Luego de Sipe-Sipe apenas quedaron el cura Muñecas e Larecaja, Betanzos entre Cotagaita y Potosí, Uriondo y Méndez en Tarija, Camargo en Cinti, Lanza en Ayopaya, el argentino Warnes en Santa Cruz de la Sierra y los esposos Padilla cubriendo la región entre Chuquisaca y La Laguna.
La mayoría de los nombrados pagaron caro su patriotismo y tuvieron finales trágicos. Así, por ejemplo, el presbítero Ildefonso Escolástico de las Muñecas, nacido en San Miguel de Tucumán, quien llegó a ser cura rector de la catedral del Cuzco. Ya en 1809, en el levantamiento de La Paz, se había decidido por la Revolución Americana y luego en 1814 tuvo activa participación en el alzamiento del cacique Pumacahua, cuyo infortunado desenlace lo obligó a buscar refugio en la inhóspita región montañosa de Larecaja.
Allí desarrolló una vigorosa acción guerrillera, sublevando en masa a las multitudes de esa región de probada tradición revolucionaria, a la que conducía en su doble condición de caudillo y sacerdote.
Cuando en 1815 el tercer ejército auxiliar argentino al mando de Rondeau se internó en el altiplano, el cura Muñecas fue uno de los muchos jefes locales que le prestaron apoyo. Junto con los caudillos Monroy, Carriere y Carrión, dirigiendo una tropa numerosa de indios y criollos, impidió que los realistas traspasaran el río Desaguadero. Finalmente, la superioridad numérica, estratégica y en armamento de su enemigos los deshicieron en los altos de Paucarkolla; Monroy al verse perdido se suicidó de un pistoletazo, en tanto que Carrión, Carrieri y otros cinco jefes revolucionarios fueron hechos prisioneros, fusilados y sus cabezas expuestas en picas a la vera del camino hacia La Paz, como escarmiento.
El cura Muñecas logró escapar y en muy poco tiempo había rehecho sus fuerzas, con las que luego de sucesivos encontronazos con las tropas realistas quedó dueño de una vasta región al norte y al este del Lago Titicaca.
Para el virrey Pezuela se transformó en una exigencia de primer orden el destruir a este caudillo, uno más de los que le impedía avanzar sobre las provincias rioplatenses, para no dejar al descubierto su retaguardia. Para ello fue destacado un poderosísimo ejército al mando del coronel Agustín Gamarra, que logró cercar al cura Muñecas al pie del nevado de Sorata y lo aplastó en Colocolo, procediendo luego a pasar por las armas a todos los prisioneros.
Nuevamente logró escapar Muñecas aprovechando su conocimiento de la tortuosa geografía de la zona, pero fue prontamente denunciado por un indio compadre, cayendo en manos de las fuerzas españolas junto con los 30 fieles que aún lo acompañaban, los que fueron fusilados de inmediato.
El cura fue conservado con vida y el capitán limeño Pedro Salar recibió orden de trasladarlo ante la presencia de Pezuela en Cuzco, donde iba a ser degradado y ahorcado. Pero en el camino, cerca de Tihuanacu, fue asesinado por la espalda por indicación de Salar, seguramente cumpliendo órdenes superiores.
El cadáver del sacerdote fue rescatado por algunos indios que lo veneraban y enterrado en la capilla de Huaqui.
Otro mártir de nuestra independencia fue el gran caudillo José Vicente Camargo, con quien nuestra historia, igual que con los demás jefes de partidarios que combatieron en el Alto Perú, ha sido inmensamente injusta, debido a que sus lugares de nacimiento, como así también las regiones donde guerrearon, pertenecían entonces a las Provincias Unidas del Río de la a Plata, pero pasaron, a partir de 1825, a pertenecer a un nuevo país, Bolivia. Por lo que también dejó de reconocérseles su argentinidad y su ciclópea contribución a algunas de las mejores páginas de nuestra historia, sumergiéndolos en un olvido afrentoso.
Desde Cinti las montoneras de Camargo amenazaban constantemente la fortaleza de Cotagaita y mantenían así las puertas abiertas para el ingreso de los ejércitos patriotas desde la Argentina. Sus acciones audaces y sorpresivas causaron honda preocupación a los jefes realistas, y decidieron a Pezuela a ordenar en enero de 1816 al brigadier Antonio María Álvarez marchar con 500 hombres sobre Cinti. Al caer la noche penetraron en el valle, sorprendiéndose al divisar los cerros tachonados por numerosas fogatas. Eran los hombres de Vicente Camargo, que, advertidos por sus vigías, los esperaban armados de hondas, piedras y cuchillos. En la planicie, la caballería del mayor argentino Gregorio Aráoz de Lamadrid dio comienzo a sus maniobras, distrayendo al enemigo y permitiendo así que los descalzos y bronceados montoneros cayeran sobre los chapetones y los derrotaran.
Pezuela, sin salir de la sorpresa, ordenó al coronel Olañeta que alcanzara a Lamadrid y vengara la derrota de Álvarez. Tal orden se cumplió el 12 de febrero en las márgenes del río San Juan.
Pero seguían las guerrillas de Camargo obstruyendo el avance realista hacia el sur. Era necesario despejar de rebeldes toda la zona y para ello organizó una nueva y poderosa expedición al mando del coronel Buenaventura Centeno. En el mes de marzo arrollaron: a las avanzadas patriotas para apoderarse de Cinti, pero entonces chocaron con las milicias de Camargo, las cuales hicieron proezas de valor y causaron considerables bajas a las fuerzas de Centeno. Los refuerzos oportunos y las informaciones proporcionadas por dos traidores ayudaron a los del rey a salvar la situación.
«La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de mayo al 3 de abril —escribe Heriberto Trigo—. Al amanecer de este último día los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo, y en el acto es pasado a degüello. No es el único a inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate».
Esta etapa marca la aparición de jefes realistas de mayor ferocidad que los hasta entonces conocidos; también de mayor eficacia en el cumplimiento de sus misiones. Entre ellos cabe destacar al coronel Francisco Javier Aguilera, quien se dirigió hacia el oriente para acabar con Padilla y con Warnes, y el mariscal de campo don Miguel Tacón, quien fue destinado a Potosí.
Inauditamente, es éste también un período de triunfos y de victorias de las fuerzas irregulares de los Padilla sobre los cada vez mejor organizados y bien pertrechados ejércitos del rey.
Entre las más importantes se encuentra la de El Villar, en la que, por su valor y por haber conquistado una bandera, doña Juana es premiada, a instancias de Belgrano, con el grado de teniente coronel del Ejército Argentino, lo que la colmará de orgullo.
Cabe señalar que la relación de los Padilla con Buenos Aires siempre fue muy estrecha, a pesar de las decepciones y malos tratos que sufrieran por parte de los porteños. A pesar de ello su insignia siguió siendo la bandera azul y blanca y por ello el color celeste fue la contraseña entre los patriotas, tanto que el cruel Tacón imponía graves castigos y penas para las mujeres que, en Potosí, llevasen algo celeste en su vestimenta.
La buena relación de Manuel Ascencio y Juana fue, esencialmente, con el general Belgrano, a quien apreciaban y respetaban, sentimientos que éste les correspondía en grado superlativo. Para él era clarísima la gran importancia que los jefes de partidarios como los esposos Padilla tenían para el buen éxito de la revolución desatada el 25 de mayo de 1810, ya que las fuerzas realistas no podían desguarnecer su espalda ante esa amenaza y por lo tanto se veían impedidos de avanzar victoriosamente sobre Buenos Aires, aunque los ejércitos abajeños hubiesen sido destrozados, como había sucedido luego de Huaqui, de Vilcapugio y de Sipe-Sipe.
Esta fue la razón por la que no sólo distinguió a doña Juana sino también a Manuel Ascencio:
«Señor Coronel de Milicias Nacionales, don Manuel Ascencio Padilla.
»Incluyo a Ud. el despacho de Coronel de Milicias Nacionales a que le considero acreedor por los loables servicios que se me ha instituido está ejerciendo en esos destinos de libertarlos del yugo español lo que ya ha jurado nuestro Soberano Congreso, resuelto a sostenerlo con cuantos arbitrios quepan en los altos alcances de su elevada austeridad (…).
»En el entretanto, poniéndose Ud. y toda su gente bajo la augusta protección de mi generala que lo será también de Ud., Nuestra Señora de Mercedes, no tema Ud. riesgos en los lances acordados con la prudencia, pues ella siempre es declarada por el éxito feliz de las causas justas como la nuestra (…).
»No deje Ud. de comunicarme siempre que pueda sin inminente riesgo los resultados de sus empresas, sean favorables o adversas, para mi conocimiento y poder y o tomar las medidas que considere oportunas.
»Dios guarde a Ud. muchos años.
»Tucumán a 23 de octubre de 1816. Manuel Belgrano».
Esta designación llegó cuando hacía ya varias semanas que la cabeza de Padilla, sus ojos vaciados por hormigas, gusanos y caranchos, lucía empicada en el extremo de un palo al lado de otra, de mujer, que sus asesinos supusieron de doña Juana.