Mientras tanto en el vientre de doña Juana había ido creciendo el nuevo retoño, el que, como no podía ser de otra manera, se asomó al mundo en condicione dramáticas y peligrosas.
Las primeras contracciones sobrevinieron cuando los esposos se encontraban en el pueblo de Pitantora, oficiando honras fúnebres al caudillo partidario Gregorio Núñez, cuya cabeza cercenada y empicada en la punta de un largo palo habían hallado al costado de su camino, en un macabro gesto de desafío por parte de los realistas.
En el mismo momento en que la mujer comenzó a sentir los dolores del parto, una partida enemiga atacó a los patriotas librándose una breve y encarnizada escaramuza.
Juana, acompañada de las experimentadas indias qué iban a ayudarla, se dirigió hacia las orillas de un río, donde, temiendo la posible aparición de tablacasacas guiados por los cantos religiosos y medicinales que según las costumbres indígenas aseguraban éxito en el parto y buenaventura para el recién nacido, dio a luz.
Mientras el cuerpecito era lavado de exudaciones sanguinolentas en las turbias aguas del río, el flamante padre acudía presuroso para estrechar a su esposa en un largo y tierno abrazo e inclinarse sobre la niñita, con el típico pudor de los varones de dañar alguien que parecía tan frágil, impresionado también por ese hecho tan inexplicable y maravilloso.
Llegaron los realistas comandados por el capitán Boza, militar acreditado de valiente, y a pesar de que eran más de doscientos, todos armados de fusil, fueron contenidos con redoblada audacia hasta que la noche separó a los contendientes. Entre tanto, doña Juana y su corte parturienta pudieron alejarse más de doce leguas del lugar del combate, llevando consigo las cajas de monedas y objetos valiosos capturados al enemigo y requisados a quienes colaboraban con los partidarios del rey.
Al día siguiente los guerrilleros, sopesando la superioridad numérica de sus enemigos, se dispersaron como en estas ocasiones acostumbraban hacer. Pero Padilla, temiendo que su esposa y su hija recién nacida no se hubiesen alejado bastante a causa de su estado, con pocos guerrilleros armados de fusil y otros de hondas, sostuvo un encarnizado combate digno de toda admiración por la desigualdad de fuerzas. Los realistas tuvieron numerosas bajas y se alejaron con el objeto de rehacerse, y entonces pudo Padilla retirarse ordenadamente del campo de batalla, reuniéndose a poca distancia con el resto de su gente que lo esperaba y continuando su marcha ya sin ser molestados.
Mientras Padilla y los suyos combatían con tanto valor en Pitantora, doña Juana avanzaba penosamente con su bebita y los recursos con que los esposos se aprovisionaban de armas, bestias y víveres, acompañada del sargento Romualdo Loayza y cuatro soldados más de su escolta. Estos, considerando la circunstancial debilidad de su jefa y tentados por el cargamento que conducían, resolvieron apoderarse de él sacrificando a doña Juana, absorta en la recién nacida que llevaba en brazos, su carita sumergida en el pecho ubérrimo.
La futura teniente coronela comprendió que estaba en peligro y, rugiendo, decidió vender cara su vida, no tanto por ella sino por ese otro fruto de su vientre, decidida a evitarle lo que no había podido ahorrarles a Manuel, Mariano, Mercedes y Juliana.
De un sablazo en el cuello derribó a Loayza de su mula y arengó a los otros en quechua, paralizándolos, impresionados por la ferocidad que irradiaban esos ojos que volvían a parecerse a los de la Pachamama. Sobrecogidos, sin poder reaccionar a pesar de los gritos de Loayza revolcándose sobre el suelo, observaron como la mujer apretó el bulto de vida contra su pecho y espoleando salvajemente su cabalgadura la obligó a zambullirse desde gran altura en las aguas revueltas del río. Luego de una bravía lucha contra la corriente, el noble animal consiguió llegar a la otra orilla, poniendo a salvo a su jinete y a su preciosa carga.
Los esposos Padilla resolvieron entonces, de común acuerdo, que la pequeña a quien bautizaron con el nombre de Luisa no podía acoplarse a una vida que ya se había cobrado nada menos que cuatro hijos, y decidieron ponerla bajo la custodia de una india, doña Anastasia Mamani, en quien confiaban ciegamente y que llevó a cabo su tarea con dedicación y lealtad.
Esta temprana separación, que se prolongó más tiempo de lo que Juana hubiese imaginado y deseado, fue seguramente una de las causas por las que la relación entre ella y su hija no fuera todo lo buena que ambas hubiesen deseado. Quizás había nacido con el sino de una empresa imposible de lograr, sustituir a sus hermanos muertos idealizados por el sentimiento de culpa de su madre, y para colmo de males, mujer, cuando muchas veces repitió en su vejez doña Juana que hubiese deseado un hijo varón, alguien tan maravilloso como su padre, como Manuel Ascencio o como quien conociere más tarde: Martín Güemes.