A partir de ese momento la guerra se transformó para Juana y Manuel Ascencio en algo despiadado, en algo brutal. Su motivación era ya no sólo el librar a su patria del opresor extranjero, sino que de entonces en más se trató también, y quizás más que nada, de vengar la muerte de sus cuatro amadísimos hijos.
Esa lucha hasta entonces, por supuesto, no había estado exenta de violencia, como que el general Belgrano, antes de Vilcapugio, había sometido a juicio a Padilla por haber pasado por las armas a algunos prisioneros que traía consigo y que, según afirmó en su defensa, habían perturbado gravemente el accionar de la partida patriota cuando fue atacada por sorpresa por otra al servicio del rey.
—No hubiéramos llegado hasta aquí con vida, ni yo ni mis hombres, ya que estos godos eran contumaces y estaban decididos a hacernos pagar por haberlos tomado prisioneros.
—Ello debería decidirlo el tribunal —había respondido el general, mirándolo de frente, con esa voz algo chillona que describieron sus contemporáneos.
Había sido Díaz Vélez quien intercediera por él y lograse convencer a Belgrano de que los méritos del jefe guerrillero eran tales que merecían que se pasase por alto esa posible falta.
Eran los tiempos en que Belgrano trataba de mostrarse ante los arribeños como una persona de conducta ejemplar, buscando de esa manera borrar el mal recuerdo que habían dejado Castelli y Balcarce y sobre todo Monteagudo, la cabeza del primer ejército auxiliar, que dejaron tras de sí una estela de violencia, de arbitrariedad y de sacrilegio que había predispuesto malamente a los habitantes del Alto Perú en contra de las expediciones libertadoras que subían desde el Río de la Plata.
Pero a partir de la muerte de Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes la situación era otra, y ya no estaba Belgrano, derrotado por los realistas, imponiendo respeto y autoridad sobre los Padilla.
De allí en más ya no sucedió como antaño, en que Juana intercedía ante Manuel Ascencio o ante Zárate para que dejasen libres a los prisioneros o para que no maltratasen a algún capturado para arrancarle información imprescindible. Ahora era ella misma quien con sus propias manos despachaba al otro mundo a quienes portando una bandera blanca se entregaban a sus huestes.
Eran estas escenas también las que sobrevolaron a la anciana que, miserable y olvidada, pasó tantos años sentada en su banco de paja dedicada a recordar, mientras la muerte, con la que según las mentas indígenas tenía sellado un pacto, parecía no llegar nunca.
Otra de las consecuencias de la muerte de sus hijos fue que doña Juana quedó rápidamente embarazada, quizás para expulsar tanta muerte de sus vidas y también para tratar de revivir imposiblemente a quienes se habían ido en quien estaba por llegar.
La situación de los Padilla se modifica también en cuanto a su ascendiente sobre las dispersas y maltrechas fuerzas rebeldes. En parte debido a que la tremenda tragedia que se ha abatido sobre ellos disminuye ante criollos e indios el prestigio que les había dado el suponerles indemnes a los ataques del enemigo y del destino, como si hubiesen formalizado un pacto con el supay, quien ahora parecía haberles dado la espalda haciéndolos objeto de su malignidad. Por otra parte, el cambio en la actitud magnánima y noble que tanta fama les había ganado hasta mucho más allá de la región les había ido juntando enemigos por la forma en que ahora conducían la guerra.
Entre ellos Vicente Umaña, la sombra negra de Manuel Ascencio, quien quizás por considerar que la resistencia patriota debía llevarse a cabo de otra manera o quizás por motivos menos loables, decidió sublevarse contra los esposos y eliminarlos.
Los Padilla, suicidamente, puesto que apenas contaban con Hualparrimachi y muy pocos de sus honderos, decidieron enfrentar a los cientos de partidarios de Umaña. Pero fue entonces cuando, como convocados por algún designio inexplicable, irrumpió en el horizonte una partida de flecheros que el cacique Cumbay les enviaba, respondiendo a su ruego y enterado de sus infortunios, lo que lo decidió más que nunca a ser solidario con sus amigos. Umaña, a la vista de esto, decidió replegarse.
Esto les permitió reorganizar sus fuerzas, a los flecheros chiriguanos agregaron cuarenta honderos y alcanzaron a formar un nuevo escuadrón de fusileros.
Con fuerzas tan exiguas pero movidos por una voluntad superior a la prudencia, los Padilla salieron a enfrentar a los tablacasacas cuando éstos se encaminaban nuevamente hacia Tarvita.
La táctica guerrillera ya no es la del sigilo y la de la sorpresa, sino que es la del enfrentamiento brutal a matar o a morir. La nueva batalla pasa a nuestra historia como una de las más sangrientas libradas en suelos altoperuanos. Los realistas sufren importantes pérdidas, arrollados por un ciclón humano que los fuerza a replegarse en pánico y desorden.
Los Padilla rematan a los heridos que quedan en el campo de combate y a los pocos prisioneros que intentaron ganar su misericordia entregándose brazos en alto, e irrumpen en casas y graneros insaciablemente deseosos de sangre enemiga. En una eficiente operación de limpieza exterminan a todos los godos que habían buscado refugio debajo de las camas, dentro de las parvas de heno o en los altillos.
Ni un solo tablacasaca queda con vida.
Durante mucho tiempo se comentará en la región el impresionante espectáculo de los soldados al servicio del rey arrojándose con sus cabalgaduras al torrente asesino del río que corre en el fondo del valle, prefiriendo morir desnucados o ahogados antes de caer en manos de esa jauría ávida, en la que los temibles guerreros chiriguanos mostraban mayor humanidad que los criollos y mestizos empujados por sus jefes.