Capítulo X

Los Padilla han decidido instalar su refugio en la Laguna y doña Juana envía a Hualparrimachi para que traiga a sus hijos. El joven cholo cumple una vez más, impecablemente, con la instrucción recibida a pesar de los riesgos que debe sortear en el trayecto hasta el lugar elegido, que de allí en más sería escondrijo y hogar. Era una posición de difícil acceso ubicada en las serranías entre Chuquisaca y Potosí que además permitía tener base de comunicación con la estación del cacique Cumbay, cuyos dominios estaban en San Juan de Piraí.

A veces cuando huidas, luchas o reclutamiento les dejaban algún día de paz, los Padilla observaban como iban creciendo sus niños.

Manuel siempre encaramado a algún árbol, demostrándose a sí mismo y demostrando a los demás que nada le era imposible; y si alguna rama se partía y lo arrojaba sobre el duro suelo de pedregullo nunca permitía que su rostro expresase el más mínimo dolor. A pesa de sus pocos años en su cuerpo ya se adivinan músculos y tendones vigorosos, y cuando se enfadaba su mirada era fuerte y altiva.

A Mariano le gustaba jugar con amazonas y soldados, y todos lo hallaban dueño de un encanto muy seductor. Cuando se proponía algo, lo lograba a través de un hábil manejo de las situaciones, y era capaz de imponer su voluntad sin que el otro se diese cuenta.

Juliana, a diferencia de Mariano que era el más blanco, mostraba la tez cobriza coloreada por su ascendencia indígena. Imitaba en todo a su madre, y a pesar de sus tres años de edad ya conseguía mantenerse sobre la grupa de un caballo lanzado al galope.

En cuanto a Mercedes, todos sus sentidos estaban todavía puestos en mantener el equilibro yendo de los brazos de Hualparrimachi a los de alguna chola sonriente, en incesantes y alborozadas idas y vueltas que no retaceaban revolcones. A su padre le gustaba arrojarla al aire con sus fuertes brazos y recogerla entre las risas de su hija menor, confiada, en que ese ser amado jamás permitiría que nada malo le sucediese.

Los Padilla continúan la lucha, aunque cada vez más convencidos de que, a la espera de algún milagro proveniente del Río de la Plata, sus aliados deberán hallarlos en la región.

Su buena relación con los indígenas y el conocimiento de su idioma, de los que Hualparrimachi era sólo un notorio ejemplo, les rindió grandes beneficios en su lucha.

Fue así como el cacique Cumbay, el poderoso jefe indio guaranítico que dominaba las selvas de Santa Cruz y gran parte del este de Chuquisaca, a favor del gran ascendiente que por su heroísmo y rectitud tenía sobre sus súbditos, como así también por su preocupación en la buena formación militar de sus flecheros, se presentó un día en el campamento de los esposos guerrilleros.

Lo hacía a instancias del general Belgrano, a quien Cumbay había querido conocer y rendir honores. El jefe argentino le había hecho grandes elogios de los Padilla.

Cumbay parece interesado fundamentalmente en conocer a doña Juana, tanto es así que desciende de su caballo blanco que le obsequiara Belgrano e inclina, en un gesto inusitado para un jefe tan poderoso, su cabeza en señal de pleitesía, mientras sus hombres disparan sus flechas hacia el cielo lanzando ese alarido colectivo que tanto terror siembra en sus enemigos.

Doña Juana, emocionada y vacilante, como queriendo de alguna manera corresponder el gesto de Cumbay, atina a quitarse el vistoso y multicolor poncho que manos fervorosas y laboriosas han tejido para la Pachamama y se lo entrega a su nuevo amigo. También su esposo busca el mejor trofeo de guerra, un arcabuz de chispa, y se lo obsequia a Cumbay. Luego, sentados sobre el polvo del suelo, conversan durante largas horas, al cabo de las cuales el cacique guaraní hace señales para que algunos de sus mejores soldados permanezcan a las órdenes de los Padilla.

Este pacto de amistad y de apoyo recíproco durará mucho tiempo y Manuel Ascencio podrá contar con los guerreros guaraníticos de Cumbay aun en los momentos más difíciles.

Como cuando, luego de la derrota de Ayohúma, el desánimo cunde por las regiones bajo su dominio y le resulta extraordinariamente difícil reclutar partidarios de refresco, a los que antaño convencía más con la promesa de lo que la victoria repartiría que por convicciones patrióticas de rebelión contra el opresor.

Las sucesivas derrotas de los ejércitos argentinos terminado por demostrar a los lugareños que las razas realistas son poderosas y que están mejor comandadas que las fuerzas regulares abajeñas, de las que poco pueden ya esperar. Por el contrario, la experiencia les enseña que las fuerzas de Castelli y Balcarce, Belgrano, y más adelante de Rondeau y de Aráoz de Lamadrid, comandantes de los cuatro ejércitos que Buenos Aires enviará para tratar de conquistar Lima atravesando el altiplano, producen consecuencias similares: al principio el entusiasmo y la adhesión de los caudillos de la guerra de recursos, luego una progresiva desilusión por los desplantes y errores de los porteños, y más adelante, al caer éstos derrotados ante los realistas más como consecuencia de sus propios defectos que por virtudes de sus enemigos, quedan al descubierto y expuestos a la feroz represión quienes los han apoyado, ya sea con las armas o con víveres, ya sea integrando sus fuerzas o dándoles refugio en los momentos difíciles.

A pesar de las dificultades y de los negros momentos, Manuel Ascencio y Juana no vacilan en continuar la lucha. Y no se trata de que hayan llegado a un punto de imposible retorno, ya que los jefes realistas son suficientemente inteligentes como para alternar una feroz represión con los intentos de soborno a las principales figuras rebeldes.

Es así como Goyeneche hace llegar a Manuel Ascencio una propuesta a través de su lugarteniente, el coronel Díaz de Letona, quien le ofrece todo tipo de garantías y de honores, un cargo bien remunerado y también una importante suma de dinero para que abandone la lucha.

—Qué chapetones éstos, me ofrecen mejor empleo ahora que me porto mal que antes cuando me portaba bien. —Doña Juana no vacila un segundo. Y su esposo tampoco. Ambos redactan una ejemplar nota de respuesta:

«Con mis armas haré que dejen el intento, convirtiéndolos en cenizas, y que sobre la propuesta de dinero y otros intereses, sólo deben hacerse a los infames que pelean por su esclavitud no a los que defienden su dulce libertad como yo lo hago a sangre y fuego».

No fueron los esposos los únicos en rechazar sobornos. A fines de 1816 el general De la Serna invita al caudillo Francisco Uriondo a cambiar de bando, «seguro —le decía— de que disfrutará de las gracias en mi proclama prometo, de que olvidaré lo pasado, y de que se le acogerá sin faltar a nada de lo que ofrezco».

Uriondo contestó con un largo documento en el que afirmaba que su espada «será para emplearla en la más tirana garganta de los gobernadores de esta infeliz provincia, que atropellando todas las leyes justas han provocado a los cielos, han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del Rey que dicen defender, han hollado con crueldad los sagrados derechos de la humanidad. Con que vea Vuestra Excelencia si podré yo, sin entrar en público atentado, pasar a la compañía de esos criminosos cuyo exterminio impera de mi mano esta ofendida provincia».

Lamentablemente, no todas estas propuestas corruptoras fueron rechazadas, sobre todo a medida a situación que la situación rebelde fue empeorando con el correr del tiempo.

La extremada debilidad política y militar en que los Padilla habían quedado en el Alto Perú luego de las derrotas de Belgrano hacía que los cuatro niños Padilla tuvieran que seguir a sus padres en una interminable marcha de escape y escondite, sufriendo privaciones y dificultades que sus padres y Hualparrimachi trataban de disimular prestándoles toda la atención que les era posible, jugando y enseñándoles.

Dicha debilidad obligaba a los esposos a dar muestras de que la lucha continuaba. Y que esta lucha era contra la opresión y la injusticia y nunca con objetivos de beneficio propio, pues ello hubiese terminado por aislarlos completamente. Esto hacía que cuando algún indio o algún cholo era sometido a maltrato por parte de un funcionario del gobierno, subiese hasta el refugio de los Padilla para contárselo o les enviase el mensaje a través de algún chasqui, y entonces los esposos organizaban operaciones de escarmiento.

Por ejemplo, si algún alcalde se había excedido en el cobro de los impuestos, lo emboscaban en algún punto de las sendas que ellos conocían bien, le quitaban la bolsa del dinero recaudado y la enviaban al pueblo para que se repartiera entre los que habían sido víctimas de la codicia, no sin antes haber separado algo para poder dar de comer a sus hijos. También para sostener su lucha comprando vituallas, mulas y armas.

Las necesidades logísticas de sus tropa eran generadoras de indisciplinadas incursiones de algún lugarteniente levantisco y aprovechado que, con pretexto de que los Padilla lo necesitaban, se apoderaban por la fuerza del grano almacenado, las cabras y las gallinas que constituían las únicas pertenencias y garantías de subsistencia de los habitantes de la región.

No faltaban las oportunidades en que dichas fechorías eran cometidas por supuestos lugartenientes de Manuel Ascencio y Juana, sin que jamás hubiesen integrado sus fuerzas.

Lo que aliviaba el disgusto de los lugareños con los jefes guerrilleros era que la prepotencia y crueldad de los realistas era, de todas maneras, más terrible.

Cierta vez, para impedir que se cometieran atrocidades en su nombre, Padilla hizo arcabucear a un impostor en la plaza de Yamparáez. Había sido Hualparrimachi quien lo capturó.