La región en que combatieron los esposos Padilla Azurduy, integrante de las Provincias Unidas del Río e la Plata hasta 1825, se extiende desde el norte de Chuquisaca hasta las selvas de Santa Cruz, o sea, la última del contrafuerte andino al oriente, comprendiendo las ramificaciones de la cordillera de Los Frayles y las serranías de Carretas, Sombreros y Mandinga, por cuyas vertientes corren los ríos de Mojotoro, Tomína, Villar, Takopaya, Tarvita, Limón, Pescado, Sopachuy y otros. Los pueblos principales son Presto, Mojotoro, Yamparáez, Tarabuco, Takopaya, Tomina, La Laguna y Pomobamba, pueblos estos últimos que ostentan hoy los nombres de nuestros protagonistas: Padilla y Azurduy.
La zona es propiamente la que comprende en la actualidad el departamento de Chuquisaca, exceptuando la provincia de Cinti, que queda al sur.
De esta guerra, que llama «Guerra de las Republiquetas», dice Mitre en su Historia de Belgrano y de la independencia argentina:
«Es ésta una de las guerras más extraordinarias por su genialidad, la más trágica por sus sangrientas represalias y la más heroica por sus sacrificios oscuros y deliberados. Lo lejano y aislado del teatro en que tuvo lugar, la multiplicidad de incidentes y situaciones que se suceden en ella fuera del círculo del horizonte histórico, la humildad de sus caudillos, de sus combatientes y de sus mártires, ha ocultado por mucho tiempo su verdadera grandeza, impidiendo apreciar con perfecto conocimiento de causa su influencia militar y su alcance político».
Como guerra popular, la de las Republiquetas precedió a la de Salta y le dio el ejemplo, aunque sin alcanzar igual éxito. Como esfuerzo persistente, que señala una causa profunda y general, duró quince años, sin que durante un solo día se dejase de pelear, de morir y de matar en algún rincón de aquella elevada región mediterránea. La caracteriza moralmente el hecho de que, sucesiva o alternativamente, figuraron en ella ciento dos caudillos más o menos oscuros, de los cuales sólo nueve sobrevivieron a la lucha, pereciendo los noventa y tres restantes en los patíbulos o en los campos de batalla, sin que casi ninguno capitulara ni diese ni pidiese cuartel en el curso de tan tremenda guerra. Su importancia militar puede medirse, más que por sus batallas y combates, por la influencia que tuvo en las grandes operaciones militares, paralizando por más de una vez la acción de ejércitos poderosos y triunfantes.
Lo más notable de este movimiento multiforme y anónimo es que, sin reconocer centro ni caudillo, parece obedecer a un plan preconcebido, cuando en realidad sólo lo impulsa la pasión y el instinto. Cada valle, cada montaña, cada desfiladero, cada aldea, es una Republiqueta, un centro local de insurrección, que tiene su jefe independiente, su bandera y sus termópilas vecinales, y cuyos esfuerzos convergen, sin embargo, hacia un resultado general, que se produce sin el acuerdo previo de las partes. Y lo que hace más singular este movimiento y lo caracteriza es que las multitudes insurreccionadas pertenecen casi en su totalidad a la raza indígena o mestiza, y que esta masa inconsistente, armada solamente de palos y de piedras, cuyo concurso poco pesó en las batallas ortodoxas, reemplaza con eficacia la acción de los precarios ejércitos abajeños, contribuyendo al triunfo final tanto con sus derrotas como con sus victorias, esporádicas y casi milagrosas.
Sus telégrafos eran tan rápidos como originales, porque sus comunicaciones las hacían con el fuego. En las cumbres de casi todas las montañas existían puestos de indígenas que con ojos de águila observaban cuanto sucedía en los pueblos, caminos o llanuras. Una hoguera visible en alguna altura, orientada en tal o cual dirección, encendida con maderas diversas, desde muy larga distancia avisaba a los guerrilleros la ruta que seguían las fuerzas realistas, su composición y hasta su número. De ahí la razón por que los peninsulares eran casi siempre sorprendidos por los patriotas y el motivo por el que éstos casi siempre lograban burlar las persecuciones de sus enemigos.
«Para ellos no había cuartel, sabían que iban a ser bárbaramente inmolados si eran hechos prisioneros, y a pesar de todo nunca el miedo ni el desaliento tuvo cabida en sus generosos pechos, hasta que después de más de dieciséis años de lucha constante, sin que ésta tuviese tregua ni un día, ni una hora, vieron brillar en el cielo de su patria el hermoso sol de la libertad»,
escribe Miguel Ramallo.
Los esposos guerrilleros quedaron vinculados por el norte con Arenales y Warnes, por el oriente con Umaña y Cumbay y por el sur con Camargo y las guerrillas de Tarija.
Varios hombres esforzados y audaces combatieron a sus órdenes, como Hualparrimachi, Zárate, Pedro Padilla, Fernández, Torres, Rabelo, Cueto, Carrillo, Callisaya, Miranda, Serna, Polanco y otros.
Hubo algo en esta guerra que doña Juana jamás pudo asimilar: que el grueso de las tropas realistas estuviese compuesta por americanos altoperuanos como ella. No sólo la soldadesca sino también muchos de sus oficiales. El mismo coronel Francisco Javier de Aguilera, el despiadado, quien años más tarde enlutaría trágicamente su vida, era nacido en Santa Cruz de la Sierra.
¿Cómo reclutaban los godos a los altoperuanos por cuya libertad, en absurda paradoja, sus hermanos ofrendaban sus vidas combatiéndolos? Muchos de ellos se unían a las tropas del rey por la fuerza y se sometían como durante siglos se habían sometido a encomenderos y mitayos. Otros lo hacían por la paga, muy superior a la que recibirían alineados en el bando patriota. No eran pocos los que combatían convencidos de hacerlo contra el «supay», convencidos de que se trataba de una «guerra religiosa», exitosa acción psicológica de los realistas a la que estúpidamente contribuyeron los radicalizados Castelli y Monteagudo con sus «misas negras», irreverencias y sermones blasfemos.
—Sueño con los rostros de aquellos compatriotas altoperuanos como yo a los que maté con mi propia lanza —se lamentaba Juana Azurduy en su vejez—. Jamás me lo perdonaré.