Capítulo VI

Ya en las conversaciones que precedieron a la decisión de incorporarse a la rebelión de Chuquisaca, los Padilla se comprometieron a que sus amados cuatro hijos no sufrieran las consecuencias de una toma de partido tan riesgosa. Quizás entonces, ingenuamente, no podían imaginar que la persecución de los godos iba a ser tan encarnizada, y que Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes iban a sufrir estoicamente la vida de guerrilleros, siempre huyendo, refugiándose en las sombras, acosados por el frío y por el hambre, expuestos a las enfermedades de las alturas y de los pantanos. Dícese que nunca se escuchó una queja ni un reproche de esos labios infantiles.

El almacenado rencor de los realistas contra los esposos Padilla estalla cuando el 14 de septiembre de 1810 Cochabamba se levanta contra el opresor hispánico y proclama su adhesión a la junta Revolucionaria de Buenos Aires, y Manuel Ascencio corre a ponerse a las órdenes de Esteban Arce, el caudillo rebelde.

Este le da el grado de comandante de sus fuerzas, adjudicándole las regiones de Poopo, Moromoro, Pitantora, Huaycoma, Quilaquila y su zonas de influencia. Padilla, a quien todavía no se ha unido doña Juana, encargada de la custodia de sus hijos, cumple con su misión apasionadamente, teniendo éxito en sublevar todos los pueblos y cantones de la comarca. Con 2000 indios llega a ocupar Lagunillas para evitar que Chuquisaca reciba aprovisionamiento para los realistas.

Cuando la rebelión patriota finalmente es sofocada, la persecución contra Manuel Ascencio y el acoso sobre Juana y sus hijos aumenta.

Ello no los arredra. En cambio dan todo su sostén al primer ejército argentino que se interna en el altiplano al mando de Juan José Castelli y Antonio González Balcarce, quienes se proponen avanzar hasta Lima para así terminar con el foco de resistencia al servicio del rey.

Doña Juana les da alojamiento en Saphiri y Churubamba, mientras Manuel Ascencio une sus fuerzas al ejército auxiliar porteño.

Fue entonces, quizás viendo desaparecer las siluetas en el horizonte, apagándose los ruidos de sables y jaeces, cuando Juana Azurduy decidió que el papel que ella quería jugar en la rebelión contra los odiados españoles no podía ni debía limitarse al apoyo de una mujer que, apegada a lo tradicional, ofrecía cama y comida. Ella iba a ser una luchadora más y pondría, se habrá juramentado en su interior, también todos sus desvelos en que sus cuatro hijitos sufrieran lo menos posible en la epopeya que se avecinaba. Pero no iban a ser esas criaturas quienes la condenaran a aquello contra lo que siempre se había rebelado.

Uno de los poderosos motivos de la decisión de doña Juana era sin duda el inmenso amor que sentía por su esposo; seguramente le resultaba más dolorosa la separación que las contingencias de una vida guerrera. No era doña Juana persona de esperar, de someterse a las circunstancias.

La revolución ha estallado en Chuquisaca, La Paz, Cochabamba, propagada desde Buenos Aires, y se extiende como pólvora encendida. Juana abriga esperanzas de que la situación podrá ser distinta en el futuro para sus amadísimos hijos, y de que a pesar de ser criollos podrán ocupar en adelante los cargos que hasta ahora han estado reservados únicamente para los peninsulares. La madre se los imagina dirigentes en Chuquisaca y quizás otras plazas altopenuanas, por lo que incorporarse en la lucha, aunque los niños deban pasar horas difíciles será —quiere convencerse doña Juana— también un acto de conveniencia para Manuel, Mariano; Juliana y Mercedes.

En la soledad de la finca de Río Chico, todavía amamantando a la pequeña Mercedes, Juana Azurduy rumia las últimas dudas. Su decisión cobra forma y vigor incontenible. Finalmente algo termina con las cavilaciones: el ejército de Castelli es vencido en Huaqui y emprende luego una desesperada fuga con las fuerzas realistas pisándole los talones.

Al desastre patriota sigue, inevitablemente, otra vez, la revancha. Esta vez aún más cruel. Las propiedades de los Padilla son confiscadas, como así también todos sus animales y el grano cosechado. Doña Juana, que nada sabe aún de su esposo, se refugia en un primer momento en la ciudad, pero prontamente es delatada, apresada y confinada con sus hijos en una hacienda de extramuros, permanentemente vigilada por los godos, quienes así confían en apresar a Manuel Ascencio, conocedores de su amor por esposa e hijos.

A pesar de la trampa bien montada, arriesgando su vida y cobrándose las de dos o tres carceleros, Padilla logra burlar el acecho y una noche consigue rescatarlos en tres caballos. En uno de ellos monta doña Juana con Juliana, en otro Manuel y Mariano que entonces tenían cinco y cuatro años, y en el restante Manuel llevará en brazos a la pequeña Mercedes.

El sordo rumor de los cascos envueltos en arpillera marcará el principio de cinco años de lucha heroica.

El refugio donde quedaron doña Juana y sus hijos estaba en las alturas de Tarabuco, inaccesible para quienes no fueran baqueanos de la zona, y les había sido indicado a los Padilla por los indios, que a veces trepaban su ladera para ofrendar ceremonias religiosas.

Manuel Ascencio se negó, a pesar de la vigorosa insistencia de su cónyuge, a permitir que ésta le acompañara en sus correrías. Se encargó sin embargo de hacerle llegar mensajes como cuando le envió el estandarte con las armas del rey que para ella había conquistado en la batalla de Pitantora, donde había arrollado a los tablacasacas, como denominaban burlonamente a los soldados de la infantería realista por la rigidez de sus faldones y su corbatín de cuero, que les daba una apariencia de muñecos de madera.

Sabedora de que la hora de combatir le llegaría tarde o temprano, porque su deseo así lo auguraba, Juana ordenaba a sus ayudantes que le fabricaran muñecos de paja con los que luego ella se ensañaba, atacándolos con alguna espada que su esposo había abandonado por mellada e inservible. O los atravesaba con una lanza de larga vara que aprendió a sujetar con fuerza en su sobaco, taloneando su cabalgadura como su padre le había enseñado hacía; ya muchos años jamás olvidaría que había sido debajo de un olmo amarillento apretando los ijares con la punta de los pies hacia dentro, como queriendo juntarlos, para que la mula o el caballo saliesen como si el diablo los llevase.

También aprendió a lanzar las boleadoras con bastante eficacia y las cabras debieron habituarse a derrumbarse cada dos por tres con sus patas arremolinadas por tiradas cada vez más certeras.

La que hasta no hacía mucho fuese una dama chuquisaqueña se enorgullecía ahora porque su brazo se endurecía y la espada parecía pesar cada vez menos, desbaratando ejércitos de muñecos que caían abatidos desparramando briznas de quinua en el aire, bajo la mirada grave de sus, asistentas indígenas a quienes, quizás, sus dioses clandestinos prenunciaban que eran testigos de algo que de juego nada tenía.

Las noticias que mientras tanto le llegaban a Juana de Manuel Ascencio eran espaciadas y contradictorias; a veces le anunciaban formidables victorias y otras le aseguraban que había sido muerto por los godos.

Finalmente Padilla, luego de casi un año de ausencia, regresó con su familia, al refugio de las montañas, para restañar sus heridas físicas y espirituales sufridas en el Queñihual, donde había sido derrotado debido a la defección de uno de sus lugartenientes, el doctor Guzmán, quien no había sumado sus fuerzas en Pocoata como habían preestablecido.

Manuel le contaba también a Juana la heroica acción de las mujeres cochabambinas, quienes ante el avance del general Goyeneche y a pesar de la ausencia de maridos e hijos enrolados en tropas alejadas de la ciudad, decidieron tomar las armas por su cuenta y defender su honor y sus hogares sin atender a las súplicas y arengas del general godo, a quien inclusive le asesinaron su mensajero.

Todo terminó en lamentable y espantosa matanza que extendió la fama de dichas heroínas por todo el Alto Perú, arrancando de Belgrano, acampado en Jujuy, un encendido informe a Buenos Aires fechado el 4 de agosto de 1812:

«¡Gloria a las cochabambinas que se han demostrado con un entusiasmo tan digno de que pase a la memoria de las generaciones venideras!».

Como era de imaginar, esto inflamó aún más la decisión de Juana del incorporarse a la lucha y redobló su acoso a Manuel Ascencio para lograr su objetivo.

Quizás el argumento más decisivo fue que el seguro escondite de la montaña había dejado de serlo a medida que la voz había ido corriendo por la región y ya eran muchos los indios, cholos y criollos que trepaban hasta él, a veces llevando leña o alimentos y otros sólo por curiosidad, para conocer a la esposa e hijos de ese caudillo de quien tantas hazañas ya se contaban.

Pero lo que decidió a Juana finalmente a obviar las objeciones de su marido y a ahogar su sentimiento maternal abandonando a sus hijos en manos confiables fueron las noticias de que un nuevo ejército proveniente de Buenos Aires se habían internado en el altiplano para auxiliar a los patriotas que combatían contra los godos.