22

Estaba vivo.

Se encontraba en el apartamento de Minnie y Roman.

Lo tenían allí, alimentándolo con su leche y, gracias a Dios, cuidándolo porque, tal como ella recordaba del libro de Hutch, el día primero de agosto era uno de sus días especiales, Lammas o Leamas, o algo así, con sus ritos maníacos especiales. O puede que lo estuvieran guardando hasta que Minnie y Roman volvieran de Europa. Para que ellos participaran también.

Pero seguía vivo.

Dejó de tomar las pastillas que le daban. Se las escondía en el pliegue entre su dedo pulgar y la palma de la mano y fingía que se las tragaba, y luego metía las pastillas todo lo hondo que podía entre el colchón y el somier.

Se sentía mucho más fuerte y despabilada.

¡Resiste, Andy! ¡Ya voy!

Había aprendido bien la lección con el doctor Hill. Esta vez no pediría ayuda a nadie, ni esperaría que nadie la creyera y fuera su salvador. Ni la policía, ni siquiera Joan o los Dunstans, o Grace Cardiff; ni siquiera Brian. Guy era demasiado buen actor y el doctor Sapirstein un médico demasiado afamado; entre ambos harían que incluso Brian pensara que sufría una especie de locura por la pérdida del bebé. Esta vez lo haría sola, entraría allí, llevando su cuchillo más largo y afilado para mantener a raya a aquellos maníacos, y tomaría en brazos a su hijo.

Y ahora les llevaba una ventaja. Porque ella sabía (y ellos no sabían que ella sabía) que había un camino secreto de un apartamento al otro. La puerta había estado con la cadena bien echada aquella noche; lo sabía, como sabía que su mano era una mano y no un pájaro o un buque de guerra; y, sin embargo, todos ellos entraron. Así que tenía que haber otro camino.

El cual sólo podía ser el armario empotrado de la ropa blanca, que había taponado la fallecida señora Gardenia, la que sin duda falleció víctima de la misma brujería que había paralizado y matado al pobre Hutch. El armario había sido puesto allí para partir el apartamento grande en dos apartamentos más pequeños, y si la señora Gardenia había pertenecido al aquelarre (ella había dado a Minnie sus hierbas ¿no había dicho eso Terry?), entonces lo más lógico era abrir el fondo del armario, de alguna manera, e ir de aquí para allá ahorrando pasos y sin que los Bruhn y los De Vore pudieran nunca sospechar nada.

Era el armario de la ropa blanca.

En un sueño que ella había tenido hacía ya mucho tiempo, vio cómo la llevaban a través de él. No había sido un sueño; había sido una señal del cielo, un mensaje divino que había que guardar y recordar ahora, para más seguridad, en esos momentos de prueba.

¡Oh, Padre que estás en los cielos, perdóname por dudar! ¡Perdóname por alejarme de ti, Padre Misericordioso, y ayúdame, ayúdame en esta hora de necesidad! ¡Oh, Jesús, ayúdame a salvar a mi bebé inocente!

* * *

Las pastillas, por supuesto, eran la respuesta. Metió el brazo por debajo del colchón y las fue cogiendo una a una. Eran ocho, todas iguales; pequeñas tabletas blancas con una incisión en medio para poder partirlas por la mitad. Fueran de lo que fuesen, tres al día la habían mantenido inmóvil y dócil; ocho de golpe, seguro que sumergirían a Laura-Louise o Helen Wees en un profundo sueño. Frotó las píldoras para limpiarlas, las metió dentro de un pedazo de cubierta de revista que plegó, y las escondió en su caja de pañuelos de papel.

Pretendió seguir estando inmóvil y seguir siendo dócil; tomaba sus comidas y leía revistas y bombeaba su leche.

La ocasión se presentó un día que vino Leah Fountain. Ésta llegó después de que Helen Wees se hubiera llevado su leche y dijo:

—¡Hola, Rosemary! Hasta ahora he dejado a las otras chicas el placer de venir a visitarla; pero ahora me toca a mí el turno. ¡Aquí está como en un cine! ¿Hay algo bueno esta noche?

No había nadie más en el apartamento. Guy había salido para verse con Alian, quien le tenía que explicar algunos contratos.

Vieron una película de Fred Astaire y Ginger Rogers, y, durante un descanso, Leah fue a la cocina y trajo dos tazas de café.

—También tengo hambre —dijo Rosemary cuando Leah dejó las tazas de café sobre la mesita de noche—. ¿Le importaría hacerme un bocadillo de queso?

—Claro que no me importa, querida —contestó Leah—. ¿Cómo lo quiere? ¿Con lechuga y mayonesa?

Salió de nuevo y Rosemary sacó el pedacito de papel de revista doblado de su caja de pañuelos. Ahora había dentro de él once pastillas. Las echó todas a la taza de Leah y agitó el café con su propia cucharilla, que luego secó con un paño. Tomó su taza de café, pero le temblaba tanto, que tuvo que soltarla de nuevo.

Sin embargo, se hallaba incorporada y sorbiendo calmosamente cuando Leah volvió con el bocadillo.

—Gracias, Leah —le dijo—. Parece muy bueno. El café está un poco amargo; me parece que ha hervido demasiado.

—¿Quiere que haga otro? —preguntó Leah.

—No, no está mal del todo —repuso Rosemary.

Leah se sentó junto a la cama, tomó su taza, meneó su contenido y lo probó.

—¡Hum! —exclamó y arrugó la nariz; asintió, conviniendo con Rosemary—. Pero está potable.

Vieron la película y, al cabo de dos descansos más, Leah dio una cabezada, pero se incorporó inmediatamente. Soltó su taza y platillo, después de haberse tomado dos tercios del líquido. Rosemary se comió el último pedazo de su bocadillo y contempló a Fred Astaire y otras dos personas bailando sobre mesas giratorias, en un escenario maravilloso y divertido.

En la parte siguiente de la película, Leah se quedó dormida.

—¿Leah? —preguntó Rosemary.

La anciana estaba sentada roncando, con su barbilla contra su pecho y sus manos palmas arriba sobre su regazo. Su cabello color lavanda, una peluca, se le había corrido hacia adelante; algunas canas le salían por detrás del cuello.

Rosemary salió de la cama, se puso las zapatillas y la bata acolchada, azul y blanca, que se había comprado para el hospital. Saliendo sin hacer ruido del dormitorio, cerró la puerta y fue hacia la puerta del apartamento, corriendo el cerrojo y la cadena sin hacer el menor ruido.

Luego fue a la cocina, y del colgadero de los cuchillos tomó el cuchillo más largo y afilado, un cuchillo para trinchar, casi nuevo, con una hoja de acero curvada y puntiaguda y un pesado mango de hueso con un extremo de bronce. Sosteniéndolo con la punta hacia abajo, salió de la cocina y siguió el pasillo hasta el armario de la ropa blanca.

Tan pronto como lo abrió supo que tenía razón. Los estantes estaban bastante limpios y ordenados; pero el contenido de dos de ellos había sido cambiado; las toallas de baño y las toallas de mano estaban donde las sábanas de invierno debían de estar y viceversa.

Dejó el cuchillo en el umbral del cuarto de baño y sacó todo del armario, excepto lo que estaba en el estante fijo superior. Dejó las toallas y las sábanas en el suelo, así como cajas grandes y pequeñas, y entonces alzó los cuatro estantes cubiertos de tela de algodón que ella había decorado y puesto allí hacía miles de años.

La parte trasera del armario, por debajo del estante superior, era un simple panel grande pintado de blanco con estrechas molduras blancas. Acercándose y apartándose a un lado para tener mejor luz, Rosemary vio que donde el panel y la moldura se unían, la pintura estaba rota en una línea continua. Apretó a un lado del panel y luego al otro; apretó más, y éste giró hacia dentro sobre unos goznes que chirriaron. Dentro había oscuridad; otro armario, con un colgador de alambre que se reflejaba en el suelo y un punto brillante de luz: un ojo de cerradura. Abriendo el panel de par en par, Rosemary entró en el segundo armario y se agachó. A través del ojo de la cerradura vio, a una distancia de unos seis metros, un pequeño armario-vitrina que había en medio del pasillo del apartamento de Minnie y Roman.

Empujó la puerta. Se abrió.

La cerró y retrocedió a través de su propio armario y cogió el cuchillo; luego entró y atravesó de nuevo, miró otra vez a través del ojo de la cerradura, y abrió un poquito la puerta.

Luego la abrió más, sosteniendo el cuchillo a la altura de su hombro, con la punta hacia adelante.

El pasillo estaba vacío, pero se oían voces que venían de la sala. El cuarto de baño estaba a su derecha, con su puerta abierta, oscura. El dormitorio de Minnie y Roman estaba a su izquierda, con una lámpara de noche encendida. No había camita de niño ni bebé.

Siguió con precaución por el pasillo. Una puerta a la derecha estaba cerrada; otra, a la izquierda, era un armario empotrado.

Sobre el armario vitrina colgaba una pintura vieja, pero bastante vivida, de una iglesia en llamas. Antes había habido sólo un espacio libre y un gancho; ahora había esa horrible pintura. Parecía que era San Patricio, con llamas amarillas y anaranjadas saliendo de sus ventanales y elevándose de su techumbre hundida.

¿Dónde había visto eso? ¿Una iglesia ardiendo?…

En la pesadilla. La pesadilla que tuvo cuando la llevaron a través del armario de la ropa blanca. Guy y alguien más. «La ha puesto muy alta». A un salón de baile donde estaba ardiendo una iglesia. Donde ardía esa iglesia.

Pero ¿cómo podía ser?

Si la hubieran llevado a través del armario ¿habría visto ella la pintura al pasar?

Encontrar a Andy. Encontrar a Andy. Encontrar a Andy.

Con el cuchillo en alto siguió por el pasillo. Había otras puertas cerradas. Había otro cuadro: hombres y mujeres desnudos bailando en círculo. Enfrente estaba el recibidor y la puerta principal, la arcada a la derecha de la sala. Las voces eran más altas.

—¡No si él sigue esperando un avión! —dijo la señora Fountain, y hubo risas y luego siseos.

En el salón de baile del sueño, Jackie Kennedy le había hablado con amabilidad, luego se fue, y después todos ellos habían estado allí, el aquelarre completo, desnudos y cantando en círculo en torno de ella. ¿Había sido algo verdadero, que sucedió realmente? Roman con vestiduras negras había trazado dibujos sobre ella. El doctor Sapirstein le había sostenido una copa de pintura roja. ¿Pintura roja? ¿Sangre?

—¡Demonios, Hayato! —exclamó Minnie—. ¡Se está burlando de mí! ¡Me está tirando de la pierna, como decimos acá!

¿Minnie? ¿Había vuelto de Europa? ¿Y Roman también? ¡Pero si sólo ayer se había recibido una tarjeta postal de Dubrovnik enviada por ellos en la que decían que pensaban quedarse!

¿Habrían estado realmente fuera?

Ahora había llegado a la arcada, y podía ver los estantes y los archivadores y las mesitas de bridge cargadas con diarios y sobres amontonados. El aquelarre se celebraba en el otro extremo, riéndose todos, hablando bajito. Los cubos para hielo tintineaban.

Ella agarró mejor el cuchillo y dio un paso hacia adelante. Se detuvo, mirando fijamente.

Al otro lado de la habitación, en la gran ventana salediza, había una cuna negra. Era negra y sólo negra; tenía unos faldones de tafetán negro y una capucha y un guarnecido de volantes de torzal negro. Un adorno de plata acababa en una cinta negra prendida a su negra capucha.

¿Muerto? Pues no. Aunque ella lo hubiera temido, el rígido torzal, tembló, y el adorno de plata se movió.

Estaba allí. En aquella monstruosa cuna de aquellos monstruos pervertidos.

El adorno de plata era un crucifijo puesto boca abajo, y la cinta negra estaba ligada y atada alrededor de los tobillos de Jesús.

Sólo de pensar que su bebé estaba allí indefenso, en medio de aquel sacrilegio y horror, le entraron ganas de llorar a Rosemary. De repente sintió deseos de no hacer más que desmayarse y llorar, de rendirse completamente ante tan complicada e inaudita maldad. Pero resistió el pensamiento; cerró con fuerza los ojos para detener las lágrimas, dijo rápidamente «¡Ave María Purísima!» e hizo acopio de toda su resolución, y también de su odio; odio a Minnie, Roman, Guy, el doctor Sapirstein. A todos los que habían conspirado para robarle su Andy y hacer de él usos aborrecibles. Se secó las manos en su bata, se echó hacia atrás el cabello, agarró mejor el grueso mango del cuchillo, y se adelantó hacia donde todos ellos pudieran verla y saber que había venido.

Pero no, aquellos chiflados siguieron hablando, escuchando, sorbiendo, pasándolo bien, como si ella fuera un fantasma, o hubiese vuelto a su lecho y estuviera durmiendo. Minnie, Roman, Guy (¡contratos!), el señor Fountain, los Wees, Laura-Louise y un joven japonés con cara de estudioso que llevaba gafas, todos estaban reunidos bajo un gran retrato de Adrián Marcato, que estaba encima de la chimenea. Éste fue el único que la vio. La miró fijamente, inmóvil, poderoso, pero impotente; un retrato.

Entonces Roman la vio también; soltó su vaso y tocó el brazo de Minnie. Inmediatamente se hizo el silencio, y los que estaban sentados dándole la espalda se volvieron interrogativamente. Guy hizo gesto de levantarse, pero se volvió a sentar. Laura-Louise se llevó las manos a la boca y gimió. Helen Wees le dijo:

—Vuelva a la cama, Rosemary; ya sabe que no debe levantarse.

O estaba loca o trataba de asustarla.

—¿Es la madre? —preguntó el japonés, y cuando Roman asintió, dijo «¡Ah!» y se quedó mirando a Rosemary con interés.

—Ha matado a Leah —dijo el señor Fountain levantándose—. Ha matado a mi Leah, ¿verdad? ¿Dónde está? ¿Ha matado usted a mi Leah?

Rosemary se quedó mirando fijamente a Guy. Éste bajó la mirada, ruborizado.

Ella agarró el cuchillo con más fuerza.

—Sí —dijo—. La he matado. La apuñalé hasta dejarla muerta. Y he limpiado mi cuchillo y mataré al que se me acerque. ¡Diles lo afilado que es, Guy!

Él no dijo nada. El señor Fountain se sentó, llevándose una mano a su corazón. Laura-Louise gimió.

Sin dejar de observarlos, comenzó a cruzar la habitación en dirección a la cuna.

—Rosemary —dijo Roman.

—Cállese —le contestó ella.

—Antes de que mire a…

—Cállese —dijo ella—. Ustedes están en Dubrovnik. No le oigo.

—Déjala —dijo Minnie.

Ella los miró hasta llegar a la cuna, que estaba vuelta en dirección a ellos. Con su mano libre cogió la manija cubierta de negro e hizo girar la cuna, lenta y suavemente, hasta que estuvo cara a ella. El tafetán crujió, las ruedas negras chirriaron.

Dormidito y dulce, pequeño y rosado de cara, Andy yacía envuelto en una ajustada sabanita negra, con guantecitos negros en sus manitas atados con cintas del mismo color. Tenía un cabello de color anaranjado, mucho cabello, sedoso y cepillado. ¡Andy! ¡Oh, Andy! Alargó su mano hacia él, apartando el cuchillo; sus labios hicieron pucheritos y abrió los ojos y se quedó mirándola. Sus ojos eran amarillo-dorados, todo amarillo-dorados, sin blanco ni iris; todo amarillo-dorados, con pupilas en forma de rayitas verticales negras.

No pudo separar la vista de él.

Los ojos del bebé, se fijaron en ella, dorado-amarillentos, y, después, en el crucifijo boca abajo que se balanceaba.

Ella alzó la vista y vio que todos la estaban observando, y, cuchillo en mano, les gritó:

—¿Qué le han hecho a sus ojos?

Se estremecieron y miraron a Roman.

—Tiene los ojos de Su Padre —contestó Roman.

Ella le miró, miró a Guy (que se había tapado los ojos con una mano), volvió a mirar a Roman.

—¿De qué habla usted? —preguntó—. ¡Guy tiene los ojos color marrón! ¡Son normales! ¿Qué le han hecho, maníacos?

Se apartó de la cuna, dispuesta a matarlos.

—Mire a sus manos —le dijo Minnie—. Y a sus pies.

—Y a su rabo —añadió Laura-Louise.

—Y a los brotes de sus cuernos —agregó Minnie.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Rosemary.

Se volvió hacia la cuna, dejó caer el cuchillo, y dio la espalda al aquelarre que la observaba.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó tapándose la cara—. ¡Oh, Dios mío! —y alzó sus puños y gritó al techo—: ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios!

—¡Éste es el año Uno! —atronó Roman—. ¡El primer año de nuestro Amo! ¡Es el año Uno! ¡Es el año Uno, el comienzo de Adrián!

—¡Salve Adrián! —gritaron—. ¡Salve Adrián!

Ella retrocedió.

—¡No, no! —retrocedió más y más, hasta que se halló entre dos mesitas de bridge; se sentó y se quedó mirándolos fijamente—. No.

* * *

El señor Fountain echó a correr y se fue por el pasillo. Guy y el señor Wees fueron tras él.

Minnie se acercó refunfuñando, y, al detenerse, se agachó y recogió el cuchillo. Y se lo llevó a la cocina.

Laura-Louise se acercó a la cuna y la balanceó posesivamente, haciéndole carantoñas al bebé. El tafetán negro crujió, las ruedas chirriaron.

Ella siguió sentada y mirando fijamente:

—No —dijo.

La pesadilla, la pesadilla. Había sido verdad. Los ojos amarillos que ella había visto.

—¡Oh, Dios mío! —dijo.

Roman se acercó a ella.

—Clare exagera —dijo—, llevándose la mano al corazón por Leah. Él no lo siente tanto. En realidad nadie la quería; era un estorbo, tanto desde el punto de vista emocional como del financiero. ¿Por qué no nos ayuda, Rosemary, y es una verdadera madre para Adrián? Nosotros arreglaremos que no sea castigada por haberla matado. Que nadie lo descubra. No tiene que unirse a nosotros si no quiere; sólo ser una madre para nuestro bebé —se inclinó y susurró—; Minnie y Laura-Louise son demasiado viejas. No estaría bien.

Ella se quedó mirándolo.

Él se incorporó de nuevo.

—Piénselo, Rosemary —le dijo.

—Yo no la he matado —afirmó.

—¿Oh?

—Sólo le di las pastillas —dijo—. Está dormida.

—¿Oh? —repitió él.

Sonó el timbre de la puerta.

—Excúseme —dijo, y fue a contestar—. Piénselo de todos modos —dijo por encima del hombro.

—¡Oh, Dios! —exclamó ella.

—Cállese con tanto «¡oh, Dios!», o la mataremos —amenazó Laura-Louise, balanceando la cuna—. Con leche o sin leche.

—Cállese —le dijo Helen Wees, acercándose a Rosemary y poniendo un pañuelo humedecido en su mano—. Rosemary es Su madre, no importa como se comporte —dijo—. Recuerde eso, y téngale respeto.

Laura-Louise dijo algo entre dientes.

Rosemary se frotó su frente y mejillas con el pañuelo frío. El japonés, sentado al otro lado de la habitación sobre un cojín, cruzó miradas con ella, hizo una mueca e inclinó la cabeza. Alzó y abrió una máquina fotográfica en la que estaba metiendo un carrete, y la enfocó en dirección a la cuna, haciendo muecas y asintiendo con la cabeza. Ella bajó la mirada y empezó a llorar. Se secó los ojos.

Roman entró, llevando del brazo a un hombre robusto, guapo y moreno, con un traje y zapatos blancos. Llevaba una gran caja envuelta en papel azul claro con dibujos de ositos y caramelos alargados. De la caja salían sonidos musicales. Todo el mundo fue a saludarle y estrecharle la mano. «Preocupados», decían, y «placer», y «aeropuerto», y «Stavropoulos» y «ocasión». Laura-Louise llevó la caja a la cuna. La sostuvo para que el bebé la viera, la meneó para que la oyera y la puso sobre el asiento de ventana con muchas otras cajas igualmente envueltas y unas pocas envueltas en negro con cintas negras.

—Justamente después de medianoche del veinticinco de junio —dijo Roman—. Exactamente medio año después de lo que usted sabe. ¿No es perfecto?

—Pero ¿por qué está tan asombrado? —preguntó el recién llegado alargando ambas manos—. ¿No predijo Edmond Lautréamont hace trescientos años un veinticinco de junio?

—Claro que lo predijo —contestó Roman, sonriendo—; pero ¡es tal novedad que una de sus predicciones se haya cumplido exactamente! —todos se echaron a reír—. Venga, amigo mío —dijo Roman, haciendo avanzar al recién llegado—. Venga a verle. Venga a ver al Niño.

Fueron a la cuna, donde Laura-Louise esperaba con sonrisa de tendera, y la rodearon, mirándola en silencio. Al cabo de un rato, el recién llegado se puso de rodillas.

Entraron Guy y la señora Wees.

Aguardaron en la entrada hasta que el recién llegado se levantó, y entonces Guy se acercó a Rosemary.

—Leah se pondrá bien —le dijo—. Abe está allí con ella —siguió mirándole, frotándose las manos en sus lados—. Me prometieron que no te harían daño. Y no te han hecho daño. Supón que hubieras tenido un bebé y lo hubieses perdido, ¿no habría sido igual? ¡Y vamos a recibir tanto a cambio, Ro!

Ella soltó el pañuelo sobre la mesa y le miró. Con toda la fuerza que pudo, le escupió.

Él se sonrojó y se volvió, secándose la parte delantera de su chaqueta. Roman lo tomó por un brazo y lo presentó al recién llegado, Argyron Stavropoulos.

—¡Qué orgulloso debe estar usted! —exclamó Stavropoulos, tomando la mano de Guy con las dos suyas—. Pero… ¿es ésa la madre? ¡En nombre de…!

Roman lo apartó y le dijo algo al oído.

—Tome —dijo Minnie, y ofreció a Rosemary una taza de humeante té—. Bébaselo y se sentirá mejor.

Rosemary se quedó mirándole y luego alzó la vista hacia Minnie.

—¿Qué es esto? ¿Raíz de tanis?

—No tiene nada —repuso Minnie—. Sólo azúcar y limón. Es té Lipton normal. Bébaselo.

Y lo dejó junto al pañuelo.

* * *

Lo que tenía que hacer era matarlo. Evidentemente. Esperar a que todos estuvieran sentados en el otro extremo, entonces echar a correr, apartar de un empujón a Laura-Louise, y coger al bebé y tirarlo por la ventana. Y saltar tras él. UNA MADRE MATA A SU BEBÉ Y SE SUICIDA EN LA BRAMFORD.

Salvar al mundo de Dios sabía qué. De Satanás sabía qué.

¡Un rabo! ¡Los brotes de sus cuernos!

Quería gritar, morir.

Lo haría, lo arrojaría y luego saltaría.

La reunión estaba recuperando su atmósfera normal. Un cóctel muy agradable. El japonés estaba sacando fotos; de Guy, de Stavropoulos, de Laura-Louise sosteniendo al bebé.

Ella se volvió, no queriendo ver.

¡Esos ojos! ¡Como los de un animal, como un tigre, no como los de un ser humano!

Claro que no era un ser humano. Era… una especie de mestizo.

¡Y qué querido y dulce había parecido antes de que abriera aquellos ojos amarillos! La diminuta barbilla, parecida un poco a la de Brian; la dulce boquita. Aquel encantador pelo anaranjado… Le gustaría volverlo a ver, con tal de que no abriera aquellos ojos amarillos de animal.

Probó el té. Era té.

No. No podía arrojarlo por la ventana. Era su bebé, fuera quien fuese su padre. Lo que tenía que hacer era ir en busca de alguien que pudiera comprenderla. Como, por ejemplo, un sacerdote. Sí, ahí estaba la respuesta: un sacerdote. Era un problema que la Iglesia tendría que resolver. Del que tendrían que tratar el Papa y los cardenales, y no la estúpida Rosemary Reilly, de Omaha.

Matar estaba mal, fuera a quien fuese.

El bebé comenzó a lloriquear porque Laura-Louise estaba balanceando la cuna demasiado aprisa, y la muy idiota empezó a balancearla más de prisa todavía.

Soportó eso mientras pudo, y luego se levantó y se dirigió a la cuna.

—Apártese de aquí —le dijo Laura-Louise—. No se acerque a Él. ¡Roman!

—Lo está balanceando demasiado aprisa —le dijo.

—¡Siéntese! —le dijo Laura-Louise, y, dirigiéndose a Roman—. Sáquela de aquí. Llévesela a donde tiene que estar.

Rosemary insistió:

—Lo está balanceando demasiado aprisa; por eso lloriquea.

—¡No se meta en lo que no le importa! —replicó Laura-Louise.

—Deje a Rosemary que lo balancee —ordenó Roman.

Laura-Louise lo miró, estupefacta.

—Váyase —le dijo Roman, que se había situado detrás de la capucha de la cuna—. Siéntese con los otros. Deje que Rosemary lo balancee.

—Es capaz de…

—Siéntese con los otros, Laura-Louise.

Bufó y se marchó.

—Balancéelo —dijo Roman a Rosemary, sonriendo, y empujando la cuna hacia ella, sujetándola por la capucha.

Ella se estuvo quieta y lo miró.

—Está tratando de que yo sea… su madre.

—¿Es que no es usted Su madre? —preguntó Roman—. ¡Vamos! Balancéelo hasta que deje de lloriquear.

Ella dejó que la manecilla cubierta de negro se acercara a su mano, y cerró los dedos en torno a ella. Por unos instantes entre ambos balancearon la cuna situada entre los dos, y luego Roman se fue y ella la balanceó sola, suave y lentamente. Miró al bebé, vio sus ojos amarillos y miró hacia la ventana.

—Deberían engrasar sus ruedas —comentó—. Eso puede que también le moleste.

—Lo haré —respondió Roman—. ¿Ve? Ya ha cesado de llorar. Sabe quién es usted.

—No diga tonterías —contestó Rosemary, y miró al bebé de nuevo. Él la estaba contemplando. Sus ojos no eran realmente tan feos, ahora que ella ya estaba preparada para verlos. Fue la sorpresa lo que la alteró. En cierto modo eran bonitos—. ¿Cómo son sus manos? —preguntó, balanceándolo.

—Son muy bonitas —explicó Roman—. Tiene garras, pero son diminutas y perladas. Los guantes son sólo para que no se arañe a Sí mismo, no porque Sus manos no sean bonitas.

—Parece preocupado —comentó ella.

El doctor Sapirstein se acercó entonces.

—Una noche de sorpresas —declaró.

—Váyase —dijo ella—, o le escupiré en la cara.

—Váyase, Abe —dijo Roman, y el doctor Sapirstein asintió y se fue.

—No es culpa tuya —dijo Rosemary al bebé—. No estoy enfadada contigo. Estoy enfadada con ellos, porque me engañaron y mintieron. No pongas esa cara de preocupación; no voy a hacerte daño.

—Él ya sabe eso —dijo Roman.

—Entonces ¿por qué parece tan preocupado? —preguntó Rosemary—. ¡El pobrecito chiquitín! ¡Mírelo!

—Un momento —dijo Roman—. Tengo que atender a mis huéspedes. Volveré en seguida.

Se marchó, dejándola sola.

—Palabra de honor que no voy a hacerte daño —dijo ella al bebé. Se inclinó y desató el cuello de su vestidito—. Laura-Louise te lo apretó demasiado, ¿verdad? Te lo pondré un poco más flojo y estarás más cómodo. Tienes una barbilla muy linda, ¿lo sabes? Tienes unos ojos amarillos muy extraños; pero tu barbilla es muy bonita.

Le ató el vestidito de modo que el bebé estuviera más cómodo.

¡Pobre criaturita!

No podía ser tan malo, no podía ser. Aunque fuera a medias de Satanás, ¿no tenía otra mitad de ella? Era medio decente, vulgar, sensible y ser humano. Si ella actuaba contra ellos, y ejercía una buena influencia para contrarrestar la suya mala…

—Tienes una habitación para ti, ¿lo sabías? —le dijo ella, aflojando también la sabanita que lo envolvía, que también estaba demasiado apretada—. Está empapelada de blanco y amarillo, y hay una camita blanca con barandas amarillas, y no hay ni una gota de viejo negro brujeril en todo el sitio. Ya te lo enseñaremos cuando tengas de nuevo ganas de comer. Y por si eres curioso, que sepas que yo soy la señora que ha estado proporcionando toda la leche que te has bebido. Apostaría a que pensaste que venía en botellas; pues no, viene en madres, y yo soy la tuya. Así es, señor Cara Preocupada. Parece que no te hace mucha gracia la idea.

El silencio le hizo alzar la vista. Se habían reunido en torno suyo y la estaban observando, detenidos a respetuosa distancia.

Ella se sintió enrojecer y les dio la espalda para seguir mulliendo la sábana alrededor del bebé.

—Déjalos que miren —dijo—. No nos importa, ¿verdad? Lo único que queremos es estar cómodos y bien. Así. Ten, ¿mejor?

—¡Salve Rosemary! —exclamó Helen Wees.

Los otros la imitaron.

—¡Salve Rosemary! ¡Salve Rosemary! —exclamaron Minnie y Stavropoulos y el doctor Sapirstein—. ¡Salve Rosemary! —exclamó también Guy—. ¡Salve Rosemary!

Laura-Louise movió sus labios, pero no dijo nada.

—¡Salve Rosemary, madre de Adrián! —dijo Roman.

Ella alzó la mirada desde la cuna.

—Se llama Andrew —dijo—. Andrew John Woodhouse.

—Adrián Steven —insistió Roman.

Guy intervino:

—Mire, Roman…

Y Stavropoulos, que estaba al otro lado de Roman, le tocó el brazo y le preguntó:

—¿Es tan importante eso del nombre?

—Lo es. Sí que lo es —se obstinó Roman—. Se llama Adrián Steven.

Rosemary declaró:

—Comprendo por qué quiere llamarlo así; pero lo siento. Usted no puede darle el nombre. Se llama Andrew John. Es mi hijo, no el de usted, y ésa es una cuestión que no quiero ni siquiera discutir. Sobre esto y las ropas. No va a estar siempre de negro.

Roman abrió la boca, pero Minnie terció exclamando:

—¡Salve Andrew! —mientras miraba fijamente a su marido.

Todos los demás dijeron:

—¡Salve Andrew! ¡Salve Rosemary, madre de Andrew!

Rosemary hizo cosquillas al bebé en la barriguita.

—¿Verdad que no te gusta Adrián? —le preguntó—. Yo diría que no. ¡Adrián Steven! ¿Quieres por favor dejar de poner esa cara de preocupación? —hurgó en la punta de su naricita—. ¿Todavía no has aprendido a sonreír, Andy? ¿De veras? ¡Vamos, Andy, ojitos lindos! ¿Puedes sonreír? ¿Puedes sonreír para mami? —dio un golpecito al adorno de plata y lo hizo balancear—. ¡Vamos, Andy! —le dijo—. ¡Una sonrisa! ¡Vamos! ¡Andy-bombón!

El japonés se adelantó con su máquina fotográfica, se agachó y sacó dos, tres, cuatro fotos en rápida sucesión.

FIN