21

Luz.

El techo.

Y dolor entre sus piernas.

Y Guy. Sentado junto a la cama, observándola con mirada ansiosa y una sonrisa incierta.

—Hola —le dijo él.

—Hola —contestó ella.

Y entonces recordó. Todo había terminado. Todo había terminado. El bebé había nacido.

—¿Todo fue bien? —preguntó ella.

—Sí, bien —contestó él.

—¿Qué ha sido?

—Un niño.

—¿De veras? ¿Un niño?

Él asintió.

—Y ¿se encuentra bien?

—Sí.

Cerró los ojos y luego logró abrirlos de nuevo.

—¿Llamaste a «Tiffany’s»? —preguntó.

—Sí —contestó él.

Ella cerró los ojos y se quedó dormida.

* * *

Después recordó más. Laura-Louise estaba sentada a su lado, leyendo el Reader’s Digest con una lente de aumento.

—¿Dónde está? —preguntó.

Laura-Louise dio un salto.

—¡Vaya por Dios, querida! —exclamó, la lente de aumento en su seno mostrando cuerdas rojas entretejidas—. ¡Qué susto me ha dado al despertarse tan de repente! ¡Vaya por Dios!

Cerró los ojos y respiró profundamente.

—El bebé, ¿dónde está? —preguntó.

—Espere un momento —dijo Laura-Louise, levantándose y metiendo un dedo entre las páginas cerradas del Reader’s Digest—. Voy en busca de Guy y del doctor Abe. Están ahora en la cocina.

—¿Dónde está el bebé? —preguntó de nuevo.

Pero Laura-Louise se marchó sin contestarle.

Trató de levantarse, pero se dejó caer, como si no tuviera huesos en los brazos. El dolor en la entrepierna era como el de un puñado de puntas de cuchillo. Se quedó tendida y aguardó, recordando, recordando…

Era de noche. Las nueve y cinco, según indicaba el reloj.

Guy y el doctor Sapirstein entraron, con gesto grave y resuelto.

—¿Dónde está el bebé? —les preguntó.

Guy se acercó por un lado de la cama, se puso en cuclillas y le tomó una mano.

—Cariño —le dijo.

—¿Dónde está?

—Cariño… —trató de decir más y no pudo. Miró hacia el otro lado de la cama como pidiendo ayuda.

El doctor Sapirstein la estaba mirando. En su bigote quedaba un poco de cacao.

—Hubo complicaciones, Rosemary —le explicó—; pero nada que afecte a futuros nacimientos.

—Está…

—Muerto —le dijo.

Ella lo miró fijamente.

Él asintió.

Ella se volvió hacia Guy.

Éste asintió con la cabeza también.

—Estaba en mala posición —explicó el doctor Sapirstein—. En el hospital podría haber hecho algo; pero no tuvimos tiempo de llevarla allí. Intentar otra cosa habría sido… demasiado peligroso para usted.

Guy dijo:

—Podemos tener otros, cariño, y los tendremos, en cuanto te encuentres mejor. Te lo prometo.

El doctor Sapirstein agregó:

—Pues claro. Puede tener otro dentro de pocos meses, y las probabilidades son de miles contra uno de que una cosa así no volverá a suceder. Fue un desgraciado contratiempo. El bebé era normal y estaba perfectamente sano.

Guy acarició su mano y sonrió tratando de animarla.

—En cuanto estés mejor —le dijo.

Ella se quedó mirándolos, a Guy, al doctor Sapirstein con las gotas de cacao en su bigote.

—Están mintiendo —dijo—. No les creo. Los dos están mintiendo.

—Cariño… —protestó Guy.

—No murió —prosiguió ella—. Os lo llevasteis. Estáis mintiendo. Sois brujos. Estáis mintiendo. ¡Estáis mintiendo! ¡Estáis mintiendo! ¡ESTÁIS MINTIENDO! ¡ESTÁIS MINTIENDO! ¡ESTÁIS MINTIENDO!

Guy la sujetó por los hombros contra la cama y el doctor Sapirstein le puso una inyección.

* * *

Tomó un poco de sopa y comió triángulos de pan blanco untados con mantequilla. Guy estaba sentado al lado de la cama, mordisqueando un triángulo.

—Estabas loca —le dijo—. De veras que estabas completamente chiflada. Eso ocurre a veces en las dos últimas semanas. Es lo que dice Abe. Y lo llama Prepartum no se qué. Una especie de histeria. Tú la padeciste y ya has visto el resultado.

Ella no contestó nada. Tomó una cucharada de sopa.

—Escucha —prosiguió él—. Sé de dónde te vino la idea de que Minnie y Roman eran brujos; pero ¿qué te hizo pensar que Abe y yo formábamos parte del grupo?

Ella se quedó callada.

—Sé que es estúpido de mi parte —siguió él—. Imagino que el prepartum como se llame no necesita razones.

Tomó otro de los triángulos y mordió primero una punta y luego otra.

Ella le preguntó:

—¿Por qué cambiaste de corbatas con Donald Baumgart?

—¿Por qué cambié…? Bueno, ¿y qué tiene eso que ver con nada?

—Necesitabas uno de sus objetos personales —repuso ella—; para que pudieran hechizarlo y dejarlo ciego.

Él se le quedó mirando fijamente.

—Cariño —le dijo—, ¡por amor de Dios! ¿De qué estás hablando?

—Ya lo sabes.

—¡Cielo santo! —exclamó—. Cambiamos de corbatas porque a mí me gustaba la suya y a él le gustaba la mía. No te lo conté porque luego me pareció haber hecho una tontería y me sentía un poco azorado por ello.

—¿Dónde conseguiste las entradas para The Fantasticks? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Me dijiste que te las había dado Dominick, y eso es mentira.

—¡Muchacha! —exclamó él—. ¿Y por eso soy un brujo? Me las dio una chica llamada Norma no sé qué a la que conocí en una audición y con la que me bebí un par de copas. ¿Y qué hizo Abe? ¿Atarse de revés los cordones de los zapatos?

—Él usa la raíz —replicó ella—. Es cosa de brujos. Su recepcionista me dijo que había percibido ese olor en él.

—Puede que Minnie le regalara un amuleto de la suerte como te lo regaló a ti. ¿Quieres decir que sólo lo usan los brujos? Eso no suena lógico.

Rosemary se quedó callada.

—Enfrentémonos con los hechos, cariño —dijo Guy—. Has sufrido la locura del preparto. Y ahora vas a descansar y a olvidarla —se inclinó hacia ella y le tomó su mano—. Sé que ésta es la cosa peor que te ha ocurrido —le dijo—; pero a partir de ahora todo serán rosas. La Warner está a punto de concedernos lo que queremos y, de repente, la Universal se ha interesado también. Voy a obtener algunas buenas revistas más y luego dejaremos esta ciudad y nos iremos a vivir a las hermosas colinas de Beverly, con una piscina y un huerto con plantas medicinales y todo lo demás. Y niños también, Ro. Palabra de explorador. Ya oíste lo que dijo Abe —besó su mano—. Y ahora a correr a hacerme famoso.

Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

—Déjame que te vea tu hombro —le pidió ella.

Él se detuvo y se volvió.

—Déjame ver tu hombro —repitió ella.

—¿Bromeas?

—No —contestó ella—. Déjamelo ver. Tu hombro izquierdo.

Él se quedó mirándola y contestó:

—Está bien; lo que quieras, cariño.

Se desabrochó el cuello de su camisa, azul y de mangas cortas, se subió el faldón de la misma y se la sacó por la cabeza. Tenía debajo una camiseta en forma de T.

—Generalmente prefiero hacer esto con acompañamiento de música —dijo, quitándose también la camiseta. Se acercó al lecho e, inclinándose, mostró a Rosemary su hombro izquierdo. No había ninguna marca. Sólo había la débil huella de un divieso o grano. Le mostró su otro hombro, y su pecho y su espalda.

—Esto es lo más que hago sin una luz azul —dijo él.

—Muy bien —contestó ella.

Él hizo una mueca.

—Ahora la cuestión es si me vuelvo a poner la camisa o subo a darle a Laura-Louise la mejor ocasión de su vida.

* * *

Como sus pechos estaban llenos de leche era necesario aliviárselos; así que el doctor Sapirstein le enseñó cómo usar una bomba de goma en forma de bulbo, adaptable al pecho, como una bocina antigua de automóviles. Varias veces al día Laura-Louise o Helen Wees o quienquiera que fuera, se la traía con una taza medidora Pyrex. Ella se sacaba de cada pecho una onza o dos de un líquido ligero, débilmente verduzco, que olía un poquito a raíz de tanis, un proceso que era una demostración final irrefutable de la ausencia del bebé.

Cuando se llevaban la taza y la bomba de la habitación se echaba de nuevo sobre su almohadón, destrozada y solitaria, hartándose de llorar.

Joan, Elise y Tiger vinieron a verla, y ella habló con Brian por teléfono durante veinte minutos. Le trajeron flores (rosas, claveles y azaleas amarillas) de parte de Alian, Mike y Pedro, y Lou y Claudia. Guy le compró un nuevo televisor de transistores y se lo puso al pie de la cama. Ella lo veía y comía, y se tomaba las pastillas que le daban.

Se recibió una carta de simpatía de Minnie y Roman. Cada uno de ellos escribió una página. Estaban en Dubrovnik.

Los puntos dejaron gradualmente de dolerle.

* * *

Una mañana, al cabo de dos o tres semanas, le pareció oír llorar a un bebé. Apagó el televisor y escuchó. Era un lejano y débil lloriqueo. ¿Era de veras un lloriqueo? Salió de la cama y cortó el acondicionador de aire.

Florence Gilmore entró con la bomba y la taza.

—¿Ha oído llorar a un bebé? —le preguntó Rosemary.

Ambas escucharon.

Sí, era eso. Un bebé llorando.

—No, querida, no —dijo Florence—. Vuelva ahora a la cama; ya sabe que no debe andar por ahí. ¿Ha cortado usted el acondicionador de aire? No debió hacerlo; es un día terrible. La gente se muere de calor.

Lo volvió a oír aquella tarde, y, misteriosamente, sus pechos comenzaron a manar…

—Tenemos nuevos vecinos en el piso octavo —dijo Guy aquella noche, sin venir a qué.

—Y tienen un bebé.

—Sí ¿cómo lo sabes?

Ella se le quedó mirando por un momento.

—Lo oí llorar —dijo.

Lo oyó al día siguiente. Y al otro.

Dejó de ver la televisión y sostuvo un libro frente a ella, fingiendo leer, pero en realidad escuchando, escuchando…

No era en el octavo piso; era ahí mismo, en el séptimo.

Y, casi siempre, le traían la bomba y la taza unos minutos después de que comenzara el llanto; y el llanto cesaba unos minutos después de que se hubieran llevado su leche.

—¿Qué hace usted con ella? —preguntó a Laura-Louise una mañana, devolviéndole la bomba y la taza con seis onzas de leche.

—¿Qué voy a hacer? La tiro, por supuesto —contestó Laura-Louise, y se fue.

Aquella tarde, al ir a dar la taza a Laura-Louise, le dijo:

—Un momento —y quiso meter dentro una cucharilla sucia de café.

Laura-Louise apartó bruscamente la taza.

—No haga eso —le dijo, y cogió la cucharilla con un dedo de la mano que sostenía la bomba.

—Y ¿qué más da? —preguntó Rosemary.

—Es que ensucia —contestó Laura-Louise.