Fue andando Park Avenue arriba y luego por la calle Ochenta y Cinco, donde halló una cabina telefónica de paredes de cristal. Llamó al doctor Hill. Hacía mucho calor en la cabina.
Contestó una telefonista de servicio. Rosemary le dio su nombre y el número del teléfono.
—Por favor, dígale que me llame ahora mismo —dijo ella—. Es un caso urgente y estoy en una cabina telefónica.
—Muy bien —contestó la mujer, y cortó.
Rosemary colgó también, pero luego alzó el auricular, apoyando un dedo en el soporte. Mantuvo el auricular en su oído, como si estuviera escuchando, así que si venía alguien no le pidiera que le dejara el teléfono. El bebé dio un puntapié y se retorció dentro de ella. Estaba sudando. «Rápido, por favor, doctor Hill. Llámeme. Sálveme».
Todos ellos. Todos ellos. Todos estaban metidos en esto. Guy, el doctor Sapirstein, Minnie y Roman. Todos ellos brujos. Todos ellos brujos. Utilizándola para que trajera al mundo un bebé para ellos, un bebé del que pudieran apoderarse y… «No te preocupes Andy-o-Jenny, ¡te mataré antes de que ellos te toquen!».
Sonó el teléfono. Ella levantó el teléfono inmediatamente del soporte.
—¿Sí?
—¿Es la señora Woodhouse? —era la telefonista de nuevo.
—¿Dónde está el doctor Hill? —preguntó ella.
—¿He tomado bien su nombre? —preguntó la mujer—. ¿Es usted Rosemary Woodhouse?
—¡Sí!
—¿Es usted paciente del doctor Hill?
Ella explicó lo de la visita que le había hecho en otoño.
—¡Por favor! —le dijo—. ¡Tengo que hablar con él! ¡Es importante! Es… Por favor, dígale que me llame.
—Muy bien —contestó la mujer.
Sujetando de nuevo el soporte, Rosemary se secó la frente con el dorso de su mano. «Por favor, doctor Hill». Abrió la puerta para que entrara un poco de aire y luego la volvió a cerrar de nuevo cuando una mujer se acercó y esperó.
—¡Oh! No sabía eso —dijo Rosemary al auricular, siguiendo con el dedo en el soporte—. ¿De veras? ¿Y qué más te dijo?
El sudor le corría por la espalda y los brazos. El bebé se volvió y se encogió.
Había sido un error utilizar un teléfono tan cerca del consultorio del doctor Sapirstein. Debía haber ido a las avenidas Madison o Lexington.
—Es magnífico —dijo—. ¿Y no te contó nada más?
En ese mismo instante podía haber salido y estar buscándola, y ¿no sería en el teléfono más próximo donde él miraría primero? Debió de haberse metido inmediatamente en un taxi y alejarse. Y se volvió de espaldas lo más que pudo en la dirección por la que él vendría. La mujer que estaba fuera se había ido, gracias a Dios.
Y ahora, también, Guy habría ido a casa. Habría visto que no estaba la maleta y telefoneado al doctor Sapirstein, pensando que ella estaba en el hospital. Y pronto ambos estarían buscándola. Y los otros, los Wee, los…
—¿Sí? —dijo a mitad del timbrazo.
—¿Señora Woodhouse?
Era el doctor Hill, el doctor Salvador-Rescatador-Kildare-Maravilloso-Hill.
—Gracias —le dijo—. Gracias por llamarme.
—Pensé que estaba usted en California —contestó él.
—No —dijo ella—. Fui a otro médico, a uno al que me mandaron otros amigos y no es bueno, doctor Hill. Me ha estado mintiendo y dándome unas bebidas y cápsulas muy raras. El bebé ha de nacer el martes, recuerde, usted me lo dijo, «el veintiocho de junio». Y quiero que sea usted quien me asista en el parto. Le pagaré lo que me pida, igual que si hubiera estado tratándome todo este tiempo.
—Señora Woodhouse…
—Por favor, déjeme que le hable —le dijo, adivinando la negativa—. Déjeme que vaya y le explique lo que ha pasado. No puedo estar más rato en el sitio en que estoy. Mi esposo y ese doctor, y las personas que me enviaron a él, todos han estado mezclados en… bueno una conjura; ya sé que eso suena como si estuviera chiflada doctor y usted estará probablemente pensando: «¡Dios mío, esta pobre chica ha perdido completamente el seso!»; pero no estoy loca, doctor. Se lo juro por todos los santos que no lo estoy. De vez en cuando hay conjuras contra las personas, ¿verdad?
—Sí, supongo que sí —contestó él.
—Pues hay una contra mí y mi bebé —dijo ella—. Y si usted me deja que le hable se lo contaré. Y no voy a pedirle que haga nada fuera de lo normal o malo, ni nada de eso. Lo único que quiero es que me lleve a un hospital y me asista en el parto.
Él dijo:
—Venga a mi despacho mañana, después de…
—No —contestó ella—. Ahora mismo. Están buscándome.
—Señora Woodhouse —repuso él—. Ahora no estoy en mi despacho, estoy en mi casa. Llevo levantado desde ayer por la mañana y…
—Se lo suplico —dijo ella—. Se lo suplico.
Hubo un silencio.
Ella prosiguió:
—Iré y se lo explicaré. No puedo estar aquí.
—En mi despacho a las ocho —dijo él—. ¿Le parece bien?
—Sí —contestó ella—. Sí. Gracias. ¿Doctor Hill?
—¿Qué?
—Si mi esposo le llama y le pregunta si he telefoneado…
—No hablaré con nadie —contestó el doctor—; voy a descabezar un sueño.
—¿Quiere comunicárselo a su servicio? ¿Que no digan a nadie que he llamado? ¿Doctor?
—Muy bien, se lo diré.
—Gracias —dijo ella.
—A las ocho.
—Sí. Gracias.
Un hombre que estaba de espaldas a la cabina se volvió cuando ella salió; pero no era el doctor Sapirstein.
* * *
Fue andando hasta la avenida Lexington y luego subió por la calle Ochenta y Seis, donde entró en un cine. Fue al lavabo de señoras y, luego, entumecida, buscó una butaca en la segura y fresca oscuridad de la sala, mirando una película en colores. Al cabo de un rato se levantó y fue con su maleta a una cabina telefónica, desde donde pidió una conferencia con su hermano Rian. No obtuvo respuesta. Volvió con su maleta y se sentó en un asiento diferente. El bebé estaba quieto, durmiendo. Ahora proyectaban una película protagonizada por Keenan Wynn.
A las ocho menos veinte salió del cine y tomó un taxi hasta el consultorio del doctor Hill, en la calle Setenta y dos Oeste. Pensó que estaría más segura si entraba; estarían vigilando los domicilios de Joan, Hugh y Elise; pero no el consultorio del doctor Hill a las ocho de la tarde, si su servicio había dicho que ella no había llamado. Sin embargo, para estar más segura, pidió al taxista que esperara a que ella entrara. Nadie la detuvo. El propio doctor Hill abrió la puerta, más amablemente de lo que ella había esperado tras la desgana que había mostrado por teléfono. Se había dejado crecer un bigote, rubio y apenas visible; pero seguía pareciéndose al doctor Kildare. Llevaba una camisa deportiva azul y amarilla.
Entraron en su sala de consulta, que era cuatro veces más pequeña que la del doctor Sapirstein, y, una vez allí, Rosemary le contó su historia. Se sentó con sus manos sobre los brazos del sillón y los tobillos cruzados y habló despacio y con calma, sabiendo que el menor detalle de histeria haría que él no la creyese y que pensase que estaba loca. Ella le contó lo de Adrián Marcato y lo de Minnie y Roman; lo de los meses de dolor que había sufrido y las infusiones de hierbas y los pastelillos blancos; lo de Hutch y Todos ellos brujos, y las entradas para The Fantasticks, las velas negras y la corbata de Donald Baumgart. Trató de que todo pareciera coherente, pero no pudo. Contó todo ello sin ponerse histérica; habló del magnetófono del doctor Shand y contó que Guy le tiró el libro, y que la señorita Lark le había hecho inconscientemente la revelación final.
—Puede que el coma y la ceguera fueran sólo coincidencias —dijo ella—, o puede que ellos tengan de veras un medio para hacer daño a la gente. Pero eso es lo menos importante. Lo importante es que quieren el bebé. Estoy segura de que lo quieren.
—Eso parece —convino el doctor Hill—. Sobre todo en vista del interés que se han tomado desde el principio.
Rosemary cerró los ojos y estuvo a punto de llorar. Él la creía. No pensaba que estaba loca. Abrió los ojos y se quedó mirándole, manteniendo su calma y compostura. Él estaba escribiendo algo. ¿Lo amarían todas sus pacientes? Las palmas de sus manos se las notaba húmedas, las apartó de los brazos de la silla y las apoyó sobre su vestido.
—Dice usted que ese doctor se llama Shand, ¿verdad? —preguntó el doctor Hill.
—No, el doctor Shand es uno de los del grupo —explicó Rosemary—. Uno del aquelarre. El doctor se llama Sapirstein.
—¿Abraham Sapirstein?
—Sí —contestó Rosemary, inquieta—. ¿Lo conoce usted?
—Lo he visto un par de veces —dijo el doctor Hill, mientras hacía otras anotaciones.
—Al verlo, o hablando con él, nadie diría…
—Nunca en la vida —corroboró el doctor Hill, soltando su pluma—. Por eso se nos dice que no juzguemos nunca por las apariencias. ¿Le gustaría ir ahora, esta misma tarde, al Hospital Mount Sinaí?
Rosemary sonrió:
—Me encantaría —dijo—. ¿Es posible?
—Habrá que hacer algunas gestiones —repuso el doctor Hill.
Se levantó y fue hacia la puerta abierta de su sala de exámenes.
—Quiero que se eche y descanse un poco —dijo, dejando la habitación en penumbra; parpadeó ante la luz fluorescente azulada—. Veré lo que puedo hacer y luego se lo diré.
Rosemary se levantó y fue con su bolso de mano a la sala de exámenes.
—Ellos tienen de todo —dijo ella—. Hasta una alacena para guardar las escobas.
—Estoy seguro de que nosotros conseguiremos algo mejor —dijo el doctor Hill.
Entró tras ella y puso en marcha el acondicionador de aire que había en la ventana de cortinas azules. Era muy ruidoso.
—¿He de desvestirme? —preguntó Rosemary.
—No, aún no —dijo el doctor Hill—. Esto va a requerir media hora de enérgicas llamadas telefónicas. Quédese echada y descanse.
Salió y cerró la puerta.
Rosemary se dirigió hacia el sofá-cama situado en un extremo de la habitación y se sentó pesadamente en su blandura recubierta de azul. Puso su bolso de mano sobre una silla.
«¡Dios bendiga al doctor Hill!».
Se quitó las sandalias y se recostó, agradecida. El acondicionador de aire le envió una pequeña corriente de frescor; el bebé se volvió lenta y perezosamente, como si la sintiera.
«Todo va bien ahora, Andy-o-Jenny. Estaremos en una bonita y limpia cama en el Mount Sinaí, sin visitantes y…».
Dinero. Se incorporó, abrió su bolso de mano y encontró el dinero que le había quitado a Guy. Había ciento ochenta dólares. Más dieciséis y algo de cambio que eran suyos. Serían suficientes, sin embargo, porque sólo tendría que pagar los adelantos, y si necesitaba más, Brian se lo podía enviar por giro telegráfico, o Hugh y Elise se lo prestarían. O Joan. O Grace Cardiff. Tenía muchas personas a quienes dirigirse.
Sacó las cápsulas, volvió a meter el dinero, y cerró el bolso de mano; y se echó de nuevo en el sofá cama, con el bolso de mano y el frasco de cápsulas en la silla al lado de ella. Daría las cápsulas al doctor Hill: éste las analizaría y se aseguraría de que no tenían nada dañino. No podía ser. Ellos querrían que el bebé fuera sano, ¿verdad?, para sus insanos rituales.
Se estremeció.
Los… monstruos.
Y Guy.
Increíble, increíble.
Su vientre se endureció en la tirantez de una contracción, la más fuerte que había sentido hasta ahora. Y respiró superficialmente hasta que terminó.
Era la tercera de aquel día.
Se lo diría al doctor Hill.
* * *
Estaba viviendo con Brian y Dodie en una gran casa moderna en Los Ángeles, y Andy había empezado justamente a hablar (aunque sólo tenía cuatro meses)… cuando entró el doctor Hill y ella se encontró de nuevo en su sala de exámenes, tumbada en el sofá-cama, entre el frescor de un acondicionador de aire. Ella se protegió los ojos con la mano y le sonrió.
—He estado durmiendo —dijo.
Él abrió la puerta de par en par y entraron el doctor Sapirstein y Guy.
Rosemary se incorporó, bajando la mano de sus ojos.
Se le acercaron y se quedaron al lado de ella. El rostro de Guy estaba como petrificado y descolorido. Miró a las paredes, sólo a las paredes, no a ella. El doctor Sapirstein dijo:
—Véngase con nosotros por las buenas, Rosemary. No discuta ni arme un escándalo, porque si dice algo más de brujos o brujería nos veremos obligados a llevarla a un manicomio. Y allí estará en mucho peores condiciones para dar a luz. Y usted no querrá eso, ¿verdad? Cálcese.
—Sólo vamos a llevarte a casa —dijo Guy, mirándola finalmente—. Nadie va a hacerte daño.
—Ni al bebé —añadió el doctor Sapirstein—. Póngase los zapatos —recogió el frasco de cápsulas, se quedó mirándolo y se lo guardó en un bolsillo.
Ella se puso las sandalias y él le entregó el bolso de mano.
Salieron, el doctor Sapirstein sujetándola por un brazo, Guy tocándole un codo.
El doctor Hill tenía su maleta, y se la dio a Guy.
—Ahora se encuentra bien —dijo el doctor Sapirstein—. Vamos a casa y a descansar.
El doctor Hill le sonrió.
—Eso es lo que hace falta casi siempre —dijo.
Ella se quedó mirándolo y no le contestó nada.
—Gracias por las molestias que se ha tomado, doctor —le dijo el doctor Sapirstein.
Y Guy añadió:
—Es una vergüenza que hayas venido aquí y…
—Me alegro de haberle sido útil, señor —dijo el doctor Hill al doctor Sapirstein, abriendo la puerta.
* * *
Les aguardaba un automóvil. El señor Gilmore estaba al volante. Rosemary se sentó entre Guy y el doctor Sapirstein en el asiento trasero.
Nadie habló.
Se dirigieron a la Bramford.
* * *
El ascensorista le sonrió mientras cruzaban el portal en dirección a él. Diego. Le sonrió porque ella le era simpática y la prefería a algunos de los otros inquilinos.
La sonrisa, al recordarle su individualidad, despertó algo en ella, reavivó algo.
Abrió su bolso de mano, metió un dedo en su llavero, y, al acercarse a la puerta del ascensor puso boca abajo el bolso de mano, derramando todo su contenido excepto las llaves. Por el suelo rodaron los lápices de labios y las monedas, todo, y los billetes de diez y de veinte de Guy revolotearon. Ella se quedó mirando aquello estúpidamente.
Guy y el doctor Sapirstein empezaron a recoger las cosas, mientras ella se quedaba muda, impotente por su preñez. Diego salió del ascensor, chasqueando la lengua. Se inclinó y empezó a ayudarles. Ella se apartó para dejarle pasar, y, mientras los observaba, apretó el gran botón redondo. La puerta se corrió automáticamente y ella cerró la puerta interior.
Diego intentó agarrar la puerta, y por poco no se pilló los dedos.
—¡Hey! ¡Señora Woodhouse!
«Lo siento, Diego», pensó.
Apretó la palanca y el ascensor se lanzó hacia arriba.
Telefonearía a Brian. O a Joan, o Elise, o a Grace Cardiff. A alguien.
¡Aún no se han salido con la suya, Andy!
Detuvo el ascensor en el noveno piso, luego en el sexto, luego entre el sexto y el séptimo, y, finalmente, lo bastante cerca del séptimo como para abrir las dos puertas y bajar hasta el suelo del piso.
Fue por las vueltas de los corredores lo más rápidamente que pudo. Sintió una contracción, pero siguió andando, sin reparar en ello.
El indicador del ascensor de servicio parpadeó del cuarto al quinto y ella comprendió que eran Guy y el doctor Sapirstein que venían a interceptarla.
Luego la llave no entraba en la cerradura.
Pero finalmente entró y ella se vio en el apartamento, cerrando de un portazo mientras se abría la puerta del ascensor, corriendo la cadena en el mismo momento en que Guy metía la llave en la cerradura. Ella descorrió el cerrojo con rabia y la llave giró de nuevo hacia atrás. La puerta se abrió y chocó contra la cadena.
—¡Abre, Ro! —ordenó Guy.
—¡Vete al infierno! —le contestó ella.
—No voy a hacerte daño, cariño.
—Les has prometido el bebé. Vete.
—No les he prometido nada —contestó él—. ¿De qué estás hablando? ¿Prometí a quién?
—Rosemary —dijo el doctor Sapirstein.
—Usted también. Váyase.
—Parece que ha imaginado alguna conspiración contra usted.
—Váyase —dijo.
Empujó la puerta y echó el cerrojo.
Retrocedió, mirándolo, y entonces fue al dormitorio.
Eran las nueve y media.
No recordaba el teléfono de Brian y su libreta de direcciones estaba en el pasillo o la tenía Guy, así que la operadora tuvo que llamar a Información, de Omaha. Cuando finalmente le dieron la llamada tampoco hubo respuesta.
—¿Quiere que vuelva a probar dentro de veinte minutos? —preguntó la operadora.
—Por favor —dijo Rosemary a la telefonista—. Pruebe dentro de cinco minutos.
—Volveré a probar dentro de cinco minutos —contestó la operadora—; pero también probaré a los veinte minutos si quiere.
Llamó a Joan, y Joan tampoco estaba en casa.
El número de Elise y Hugh era… ahora no recordaba. Información tardaba en contestar; pero en cuanto respondió, se lo dieron rápidamente. Telefoneó y le contestaron desde un servicio de encargos. Habían salido fuera aquel fin de semana.
—¿No están en algún sitio a donde pueda llamarlos? Es un caso urgente.
—¿Es usted la secretaria del señor Dunstan?
—No, soy una amiga de ellos. Es muy importante que les hable.
—Están en Fire Island —contestó la voz de mujer—. Puedo darle un número.
—Por favor.
Lo memorizó, colgó y ya iba a marcarlo cuando oyó murmullos fuera del pasillo y pasos en el suelo de vinilo. Se levantó.
Guy y el señor Fountain entraron en la habitación.
—Cariño, no vamos a hacerte daño —dijo Guy.
Tras ellos apareció el doctor Sapirstein con una aguja hipodérmica llena, alzada y goteante; con su dedo pulgar en el émbolo. Y el doctor Shand y la señora Gilmore.
—Somos sus amigos —dijo la señora Gilmore.
La señora Fountain añadió:
—No tiene nada que temer, Rosemary; de veras, no tiene nada que temer.
—Esto es sólo un sedante suave —explicó el doctor Sapirstein—. Para calmarla, a fin de que pueda pasar una buena noche.
Ella estaba entre la cama y la pared, y demasiado gruesa para saltar sobre la cama y escapar de ellos.
Se acercaron a ella.
—Ya sabes que no voy a permitir a nadie que te haga daño.
Cogió el teléfono y golpeó a Guy en la cabeza con el auricular. Él la agarró por la muñeca, el señor Fountain la agarró por el otro brazo y el teléfono cayó mientras ella tiraba de él con asombrosa fuerza.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Soco…
Le metieron un pañuelo o algo en su boca y una mano fuerte se lo sujetó allí.
La apartaron a rastras de la cama, de modo que el doctor Sapirstein pudiera acercarse a ella con la aguja hipodérmica y un mechoncito de algodón. Una contracción mucho más agotadora que cualquiera de las otras atenazó su vientre y ella tuvo que cerrar los ojos con fuerza. Contuvo el aliento, luego aspiró aire poquito a poco por la nariz. Una mano palpó su vientre; unos dedos muy hábiles en sus golpecitos.
—¡Un momento! ¡Un momento! —exclamó el doctor Sapirstein—. ¡Está dando a luz aquí!
Silencio, y alguien fuera de la habitación susurró la noticia:
—¡Está dando a luz!
Ella abrió los ojos y miró fijamente al doctor Sapirstein, respirando penosamente por la nariz, mientras sentía relajarse su bajo vientre. Él asintió con la cabeza, y, de pronto, tomó el brazo que el señor Fountain le estaba sujetando, lo tocó con el algodón, y le clavó la aguja.
Ella recibió la inyección sin tratar de moverse, demasiado asustada y aturdida.
Él retiró la aguja y frotó el sitio, primero con su pulgar, y luego con el algodón.
Ella vio que las mujeres se volvían hacia la cama.
¿Aquí?
¡Se había supuesto que sería en el hospital! ¡En el hospital, con equipo y enfermeras y todo limpio y esterilizado!
La sujetaron mientras ella se esforzaba.
—Estarás pronto bien, cariño. ¡Te lo juro por Dios que pronto estarás bien! ¡Te lo juro por Dios! No sigas luchando así, Ro, ¡por favor, no te resistas! ¡Te doy mi palabra de honor de que todo irá bien!
Y entonces sintió otra contracción.
Y luego estuvo sobre la cama, y el doctor Sapirstein le puso otra inyección.
Y la señora Gilmore le secó la frente.
Y el teléfono sonó.
Y Guy dijo:
—No, anúlela.
Y hubo otra contracción, débil y desconectada de su flotante cabeza de cascarón.
Los ejercicios no le habían servido de nada. Todo fue energías perdidas. Esto no fue un nacimiento natural en absoluto; ni ella ayudaba, ni veía.
¡Oh, Andy, Andy-o-Jenny! ¡Lo siento, mi cariño pequeñín! ¡Perdóname!