Pensó en desenvolver el libro allí mismo, en el taxi; pero era un taxi que había sido provisto por su conductor con ceniceros y espejos extra, y con letreros escritos a mano rogando limpieza y respeto por el vehículo, y la cuerda y el papel habrían sido demasiado fastidio. Así que fue primero a casa y se quitó los zapatos, vestido y cinturón, metió los pies en las zapatillas y se puso un gran camisón de rayas color menta.
Sonó el timbre de la puerta y ella fue a contestar, llevando en la mano el paquete aún no abierto; era Minnie con la bebida y el pequeño pastel blanco.
—La oí entrar —dijo—. No ha tardado mucho.
—Fue muy emotivo —dijo Rosemary, tomando el vaso—. Su yerno y otro hombre hablaron un poco acerca de cómo era y por qué lo echaremos de menos, y eso fue todo.
Bebió algo de aquella bebida verde pálido.
—Me parece un modo muy razonable de hacer las cosas —comentó Minnie—. ¿Ya ha recibido el correo?
—No, esto me lo ha dado alguien —explicó Rosemary.
Volvió a beber, decidiendo no dar explicaciones de quién y por qué y toda la historia de la recuperación del conocimiento por Hutch.
—Déme, ya se lo sostendré yo —dijo Minnie, tomando el paquete.
—¡Oh, gracias! —exclamó Rosemary, quien así pudo tomar el pastel blanco.
—¿Un libro? —preguntó Minnie, sopesando el paquete.
—Sí, me lo iban a enviar por correo; pero luego pensaron que me verían allí.
Minnie leyó el remite:
—¡Ah! Conozco esa casa —dijo—. Los Gilmore vivían allí, antes de que se mudaran a donde viven ahora.
—¿Sí?
—He estado allí muchas veces. Grace. Es uno de mis nombres favoritos. ¿Es una de sus amigas?
—Sí —contestó Rosemary (era más fácil que explicar y, al fin y al cabo daba lo mismo).
Acabó con el pastel y la bebida, tomó el paquete de manos de Minnie y le devolvió su vaso.
—Gracias —le dijo, sonriendo.
—¡Ah! Roman va a ir a la lavandería dentro de un momento, ¿tiene algo que llevar o recoger?
—No, nada, gracias. ¿Nos veremos luego?
—Seguro. ¿Por qué no descabeza un sueñecito?
—Eso haré. Adiós.
Cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Con un cuchillo cortó la cuerda del paquete y quitó el envoltorio de papel marrón. Dentro había un libro. Se titulaba Todos ellos brujos, por J. R. Hanslet. Era un libro negro, de segunda mano, con sus letras doradas semiborradas. En la sobrecubierta había la firma de Hutch, con la inscripción Torquay, 1934. En la cubierta, debajo había pegada una etiqueta con letras azules: J. Waghorn e hijo, libreros.
Rosemary se llevó el libro a la sala, hojeando sus páginas mientras andaba. Había algunas fotografías de personas del siglo pasado, de aspecto respetable, y, en el texto, varios de los subrayados de Hutch y notas al margen que ella reconoció de libros que él le había prestado durante el período Higgins-Eliza de su amistad. Una frase subrayada era el hongo que ellos llaman «Pimienta del Diablo».
Se sentó en una de las ventanas saledizas y miró el índice. El nombre de Adrián Marcato le saltó a la vista; era el título del capítulo cuarto. Otros capítulos trataban de otras personas, todos ellos, era de suponer por el título del libro, eran brujos: Gilles de Rais, Jane Wenham, Aleister Crowley, Thomas Weir. Los capítulos finales eran Prácticas de brujería y Brujería y Satanismo.
Volviendo al capítulo cuarto, Rosemary echó un vistazo a sus veintitantas páginas; Marcato había nacido en Glasgow en 1846, y fue traído poco después a Nueva York (subrayado), y murió en la isla de Corfú en 1922. Había relatos del tumulto de 1896, cuando él pretendió haber conjurado a Satanás y fue atacado por la muchedumbre frente a la Bramford (no en el portal, como había dicho Hutch), y de sucesos similares en Estocolmo en 1898 y París en 1899. Era un hombre de mirada hipnótica y barba negra quien, en un retrato de pie, pareció vagamente familiar a Rosemary. A la vuelta había una foto menos seria de él, sentado ante la mesa de un café de París con su esposa Hessia y su hijo Steven (subrayado).
¿Era para esto por lo que Hutch había querido que ella tuviera el libro? ¿Para que pudiera enterarse con detalle de cosas relativas a la vida de Adrián Marcato? Pero ¿por qué? ¿No les había advertido ya hacía tiempo, y reconoció luego que sus temores eran injustificados? Hojeó el resto del libro, deteniéndose cerca del final para leer otras frases subrayadas: «El hecho sigue siendo cierto —decía una—, creámoslo o no, de que ellos hacen esas cosas». Y unas páginas más adelante: «La creencia universalmente mantenida en el poder de la sangre fresca». Y «rodeados por velas, que, innecesario es decirlo, son negras».
Las velas negras que Minnie había traído la noche del apagón. A Hutch le habían causado gran impresión y empezó a hacer preguntas acerca de Minnie y Roman. ¿Era eso lo que significaba el libro? ¿Que eran brujos? Minnie con sus hierbas y sus amuletos, Roman con sus ojos penetrantes. Pero los brujos no existían. ¿Verdad que no? Claro que no.
Entonces recordó la otra parte del mensaje de Hutch, que el nombre del libro era un anagrama. Todos ellos brujos. Trató de hacer combinaciones con las letras en su imaginación, de trasponerlas para formar con ellas algo significativo y revelador. No pudo; eran demasiadas y resultaba difícil combinarlas en la mente. Necesitaba un papel y un lápiz. O mejor aún, el juego del abecedario.
Fue en busca de él al dormitorio y, sentándose de nuevo en la ventana salediza, puso el tablero sobre sus rodillas y sacó de la caja las letras necesarias para formar Todos ellos brujos. El bebé, que se había estado quieto toda la mañana, comenzó a moverse dentro de ella. «Vas a ser un jugador de letras nato», pensó ella sonriendo. Le dio un puntapié. «¡Eh, cuidado!», dijo ella.
Con Todos ellos brujos sobre el tablero, revolvió las letras y luego miró qué podría hacer con ellas. Sacó Sud los ojos trébol, y al cabo de un rato de reordenar las letras Los otros Beuldjos y Sojod ellos brutos. Ninguna de ellas parecía significar nada, ni revelaban nada, ni eran verdaderos anagramas, puesto que eran frases incompletas y sin sentido. Era una tontería. ¿Cómo podía ser el título de un libro el anagrama de un mensaje y mucho menos para ella sola? Hutch había estado delirando; ¿no había dicho eso Grace Cardiff? Esto era perder el tiempo. Butojeos rodssoll. Llosdor jeosbutos.
Pero quizá el anagrama lo constituyera el nombre del autor, no el del libro. Tal vez J. R. Hanslet fuera un pseudónimo; pues no parecía un nombre verdadero, si se paraba uno a pensar en ello.
Tomó nuevas letras.
El bebé dio puntapiés.
J. R. Hanslet era Jan Shrelt, o J. H. Snartle.
Tampoco eso tenía sentido.
Pobre Hutch.
Alzó el tablero y lo inclinó, volcando las letras y metiéndolas de nuevo en la caja.
El libro, que ahora estaba abierto sobre el asiento de ventana más allá de la caja, había vuelto sus páginas y ahora aparecía el retrato de Adrián Marcato, su esposa y su hijo. Quizá Hutch había estado abriendo el libro por esa página, manteniéndolo abierto mientras subrayaba «Steven».
El bebé estaba ahora quieto, sin moverse.
Puso el tablero de nuevo sobre sus rodillas y tomó de la caja las letras de Steven Marcato. Cuando el nombre estuvo formado ante ella, se quedó mirándolo por un momento y entonces comenzó a trasponer las letras. Sin ningún falso movimiento ni perder tiempo las ordenó de modo que formaran Roman Castevet.
Y entonces de nuevo Steven Marcato.
Y luego otra vez Roman Castevet.
El bebé se agitó en su interior ligeramente.
* * *
Leyó el capítulo de Adrián Marcato y el titulado Prácticas de Brujería y fue a la cocina y comió ensalada de atún con lechuga y tomate, pensando en lo que había leído.
Estaba justamente empezando el capítulo titulado Brujería y Satanismo cuando la puerta del piso se abrió, pero tropezó contra la cadena. Sonó el timbre y ella fue a ver quién era. Era Guy.
—¿Por qué has echado la cadena? —le preguntó cuando ella le dejó entrar.
Ella no contestó y volvió a cerrar la puerta y a echar la cadena.
—¿Qué pasa? —le traía un ramo de margaritas y una caja con la etiqueta de Bronzini.
—Te lo diré dentro —contestó ella mientras él le daba las margaritas y un beso.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Sí —repuso ella, dirigiéndose a la cocina.
—¿Qué tal estuvo el funeral?
—Muy emotivo. Fue muy breve.
—Me compré la camisa que anunciaban en The New Yorker —dijo él dirigiéndose hacia el dormitorio—. ¡Hey! Están ya en las últimas representaciones de En un claro día y Rascacielos.
Ella puso las margaritas en un jarro azul y las llevó a la sala. Guy entró y le enseñó la camisa y ella la admiró.
De pronto le dijo:
—¿Sabes quién es realmente Roman?
Guy se quedó mirándola, parpadeó y frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir, cariño? Pues es… Roman.
—Es el hijo de Adrián Marcato —contestó ella—. El hombre que afirmó que había conjurado a Satanás y fue atacado en el portal por el populacho. Roman es su hijo Steven. «Roman Castevet» es «Steven Marcato» con las letras cambiadas, un anagrama.
Guy le preguntó:
—¿Quién te lo ha dicho?
—Hutch —repuso Rosemary. Y contó a Guy lo de Todos ellos brujos y lo del mensaje de Hutch. Le enseñó el libro, y él dejó a un lado la camisa, lo tomó y empezó a mirarlo; leyó el título y el índice y luego hojeó las páginas, lentamente, pasándolas con el pulgar, mirando a todas ellas.
—Aquí está cuando tenía trece años —explicó Rosemary—. ¿Ves sus ojos?
—Puede que sea sólo una coincidencia —dijo Guy.
—¿Y también es otra coincidencia que viva aquí? ¿En la misma casa donde Steven Marcato se crió? —Rosemary negó con la cabeza—. Las fechas coinciden también —dijo—. Steven Marcato nació en agosto de 1886, lo cual hace que ahora tenga setenta y nueve años. Es la edad de Roman. No es coincidencia.
—No, creo que no —convino Guy, pasando más páginas—. Supongo que es Steven Marcato, de acuerdo ¡Pobre viejo! No me extraña que se haya puesto de revés las letras de su nombre, con un padre chiflado como ése.
Rosemary se quedó mirando a Guy, insegura, y dijo:
—¿No crees que él será… igual que su padre?
—¿Qué quieres decir? —preguntó Guy, sonriéndole—. ¿Un brujo? ¿Un devoto del diablo?
Ella asintió.
—Ro —dijo él—. ¿Bromeas? De veras tú… —se echó a reír y le devolvió el libro—. ¡Ah, Ro, cariño!
—Es como una religión —insistió ella—. Como una religión primitiva que quedó arrinconada.
—Muy bien —dijo él—, pero ¿en nuestra época?
—Su padre fue un mártir de ella —replicó Rosemary—. Así es como debía considerarse. ¿Sabes dónde murió Adrián Marcato? En un establo. En la isla de Corfú, que no sé por dónde cae. Porque no quisieron admitirlo en ningún hotel. De veras. Nadie lo quería admitir. Y murió en el establo. Y Roman, su hijo, estaba con él. ¿Crees que él habrá abandonado sus creencias después de eso?
—Cariño, estamos en 1966 —dijo Guy.
—Este libro fue publicado en 1933 —prosiguió Rosemary—. Se celebraban aquelarres en Europa; así es cómo se llamaban los grupos o reuniones; aquelarres en Europa, en Norte y Sudamérica, en Australia; ¿crees que todos ellos han muerto en estos treinta y tres años? Y aquí tenemos un aquelarre: Minnie y Roman, con Laura-Louise, y los Fountain, los Gilmore y los Wees; esas reuniones con la flauta y los cánticos, son sabbats o esbats, ¡o como demonios se llamen!
—Cariño —le contestó Guy—. No te excites.
—Lee lo que hacen, Guy —dijo ella alargándole el libro abierto y señalando una página con su dedo índice—. Utilizan sangre en sus rituales, porque la sangre tiene poder, y la sangre que tiene más poder es la sangre de un niño, un niño que no haya sido bautizado; y usan más que la sangre, ¡utilizan también la carne!
—¡Por amor de Dios, Rosemary!
—¿Por qué crees que se han mostrado tan amistosos con nosotros? —preguntó ella.
—¡Pues porque son gente amistosa! ¿Qué crees que son? ¿Maníacos?
—¡Sí! Sí. Maníacos que creen que tienen poderes mágicos, que creen que es verdad lo que cuentan los libros de brujería, que realizan toda clase de ritos de chiflados y hacen prácticas perversas ¡sólo porque están enfermos y son maniáticos!
—Cariño…
—¡Esas velas negras que nos trajo Minnie eran las de las misas negras! Eso fue lo que hizo sospechar a Hutch. Y su sala está despejada en medio para tener sitio.
—Cariño —contestó Guy—. Son gente mayor y tienen un puñado de viejos amigos y, de entre ellos el doctor Shand, casualmente, trae un magnetófono que pone en funcionamiento. En cuanto a las velas negras, las puedes comprar en el almacén de la esquina, así como rojas, verdes y azules. Y su sala está vacía en medio porque Minnie es una birria decorando. El padre de Roman estaba chiflado, de acuerdo; pero eso no es razón para pensar que Roman lo esté también.
—No volverán a poner los pies en este apartamento —dijo Rosemary—. Ninguno de ellos. Ni Laura-Louise o los otros. Y no se acercarán a cincuenta pasos de mi bebé.
—El hecho de que Roman se cambiara el nombre prueba que no es como su padre —dijo Guy—. Si lo fuera, habría conservado el nombre y estaría orgulloso de él.
—Lo ha conservado —arguyó Rosemary—. Lo único que ha hecho es cambiar el orden de las letras. Y de ese modo puede ir a los hoteles —se apartó de Guy y se dirigió a la ventana, donde estaba el juego del abecedario—. No les permitiré más que entren —dijo—. Y tan pronto como el niño sea lo suficientemente mayor, quiero que subarrendemos el apartamento y nos mudemos. No quiero tenerlos cerca de nosotros. Hutch tenía razón; jamás debimos mudarnos a esta casa.
Miró hacia afuera, a través de la ventana, sujetando el libro con ambas manos, temblando.
Guy la observó por un momento.
—Y ¿qué me dices del doctor Sapirstein? —preguntó—. ¿También pertenece al aquelarre?
Ella se volvió y se le quedó mirando.
—Al fin y al cabo —dijo—, también hay doctores maníacos, ¿verdad? Puede que su mayor ambición sea ir a visitar a sus enfermos montado en una escoba.
Se volvió de nuevo hacia la ventana, con su rostro sereno.
—No, no creo que sea uno de ellos —dijo—. Es… demasiado inteligente.
—Y además, es judío —dijo Guy, echándose a reír—. Bueno, me alegro de que haya alguien a quien no has incluido en tu campaña de imputaciones al estilo del senador McCarthy. ¡Hablar a estas alturas de casa de brujas! ¡Vamos! ¡Y de culpabilidad por asociación!
—No estoy diciendo que ellos sean brujos de verdad —contestó Rosemary—. Ya sé que ellos no tienen poder verdadero. Pero hay gente que se lo cree, aunque nosotros no nos lo creamos; de la misma manera que mi familia cree que Dios oye sus oraciones y que la hostia es realmente el cuerpo de Jesús. Minnie y Roman creen en su religión, y, como creen en ella, la practican. Sé que lo hacen, y no voy a permitir que la seguridad de mi bebé corra ningún riesgo.
—No subarrendaremos ni nos mudaremos —dijo Guy.
—Sí que lo haremos —replicó Rosemary, volviéndose hacia él.
Él recogió su camisa nueva.
—Ya hablaremos de eso después —dijo.
—Te ha mentido —declaró ella—. Su padre no fue ningún empresario teatral. Ni siquiera tuvo nada que ver con el teatro.
—Está bien, es un embustero —reconoció Guy—; pero ¿quién demonios no lo es? —se dirigió al dormitorio.
Rosemary se sentó junto al juego del abecedario. Lo cerró, y, tras un momento, abrió el libro y siguió leyendo el capítulo final, Brujería y Satanismo.
Guy volvió sin la camisa.
—No creo que debas seguir leyendo eso —dijo.
Rosemary contestó:
—Sólo quiero terminar de leer el último capítulo.
—Hoy no, cariño —insistió Guy, acercándose a ella—. Ya te has alterado bastante. No es bueno ni para ti ni para el bebé.
Alargó su mano y esperó a que ella le diera el libro.
—No estoy alterada —dijo.
—Estás temblando —dijo él—. Hace cinco minutos que estás temblando. Vamos. Dámelo. Ya lo leerás mañana.
—Guy…
—No. Lo digo en serio. Vamos. Dámelo.
—¡Oh! —respondió ella, y se lo dio.
Él se dirigió al estante de los libros, se alzó de puntillas, y lo puso tan alto como pudo, encima de los dos tomos del Informe Kinsey.
—Ya lo leerás mañana —le dijo—. Ya has sufrido demasiadas emociones hoy, con los funerales y todo eso.