Todo lo mal que habían ido antes las cosas, iban ahora bien. Con el cese del dolor vino el sueño, y se pasaba durmiendo hasta diez horas sin tener pesadillas; y con el sueño vino el hambre, con ganas de comer carne guisada, no cruda, y huevos, verduras, queso, frutas y leche. Al cabo de unos días el rostro cadavérico de Rosemary había perdido sus perfiles y estaba de nuevo redondeado por la carne; al cabo de unas semanas tenía el aspecto que se supone han de tener las mujeres embarazadas: lustroso, saludable, orgulloso; más lindo que nunca.
Bebía la bebida de Minnie tan pronto como se la daban, y la bebía hasta la última y fría gota, apartando de sí como si fuera un rito los recuerdos de culpabilidad del Yo-maté-al-niño. Con la bebida le traían ahora un trozo de pastel blancuzco y amazacotado que recordaba al mazapán, y que también se comía inmediatamente, tanto como para dar gusto a su paladar que ahora apetecía cosas dulces, como por haber resuelto ser la mujer en estado más consciente de todo el mundo.
El doctor Sapirstein podía haberse jactado de que el dolor había cesado, como él había predicho; pero no se jactó; sólo dijo:
—Ya era hora.
Puso su estetoscopio sobre la barriga ahora realmente abultada de Rosemary. Escuchando al bebé que se agitaba, traicionó una excitación impropia de un hombre que había guiado centenares y centenares de embarazos. Rosemary pensó que quizá esta clara excitación era lo que diferenciaba al gran tocólogo del tocólogo simplemente bueno.
Se compró prendas adecuadas para la maternidad: un vestido negro de dos piezas, un traje sastre color beige, y un vestido rojo con puntos blancos. Dos semanas después de la fiesta dada por ella, fue con Guy a una que daban Lou y Claudia Comfort.
—¡No dejo de admirarme del cambio que has experimentado! —le dijo Claudia, tomando ambas manos de Rosemary—. Estás un ciento por cien mejor. ¿Qué digo? ¡Un mil por cien!
Y la señora Gould a la que encontró en el pasillo del piso le dijo:
—¿Sabe que nos sentíamos muy preocupados por usted hace unas semanas? Tenía la cara tan chupada y parecía encontrarse tan mal. Pero ahora parece una persona enteramente diferente, de veras. Arthur comentó el cambio precisamente ayer noche…
—Ahora me encuentro mucho mejor —dijo Rosemary—. Algunos embarazos empiezan mal y acaban bien, y a otros les pasa al revés. Estoy contenta de que para mí lo malo haya sido lo primero y todo acabe de este modo.
Sentía pequeños dolores que antes no había notado, dominados por el dolor principal: dolores en los músculos de la espalda y en sus senos hinchados; pero esas molestias eran mencionadas en el libro en rústica que el doctor Sapirstein le hizo que tirara; pero aumentaban más que disminuían su sensación de bienestar. Seguía aborreciendo la sal, pero ¿qué era la sal al fin y al cabo?
El espectáculo de Guy, tras haber cambiado de director dos veces y de título tres veces, se estrenaba en Filadelfia a mediados de febrero. El doctor Sapirstein no permitió a Rosemary que le acompañara en la pesada gira; pero en la tarde del estreno ella fue con Minnie y Roman, y con Jimmy y Tiger, en el antiguo «Packard» de Jimmy. Durante el camino no fueron muy contentos. Rosemary, Jimmy y Tiger habían visto el ensayo final de la obra antes de que la compañía dejara Nueva York y dudaban de que tuviera mucho éxito. Lo más que esperaban era que uno o dos críticos elogiaran la actuación de Guy, destacándola del conjunto; esperanza que Roman fomentó citando casos de grandes actores que empezaron a hacerse notar en obras de poca o ninguna importancia.
A pesar de los decorados, trajes y luces, la obra no era más que tedio y verborrea; la fiesta que se celebró después se dividió en grupos separados, enclaves de desánimo y silencio. La madre de Guy, que había venido en avión desde Montreal, insistió en decir a los de su grupo que Guy había estado soberbio y que la obra era soberbia. Bajita, rubia y vivaracha, parloteó su confianza a Rosemary y Alian Stone, a Jimmy y Tiger, a Guy y a Minnie y Roman. Estos dos sonrieron serenamente; los otros se sentaron, preocupados. Rosemary pensó que Guy había estado mejor que soberbio; pero lo mismo pensó de él en Lutero y Nadie quiere un albatros, y en ninguna de las dos atrajo la atención de la crítica.
Trajeron dos revistas poco después de la medianoche; ambas destacaban la obra y elogiaban a Guy entusiásticamente, dedicándole una hasta dos párrafos. Una tercera revista, que apareció a la mañana siguiente, llevaba el titular Asombrosa actuación centellea en nueva comedia-drama y hablaba de Guy como de «un joven actor virtualmente desconocido, de enérgica autoridad» quien seguramente podría «continuar con producciones mejores y más grandes».
El viaje de vuelta a Nueva York fue mucho más feliz que el viaje de ida.
Rosemary tuvo muchas cosas en que ocuparse mientras Guy estuvo fuera. Tenía que encargar finalmente el papel blanco y amarillo para empapelar el cuarto de los niños, y la camita de niño, y la cómoda y la bañerita. También tenía que escribir cartas largo tiempo aplazadas, contándole a la familia todas las noticias; había que comprar más ropitas de bebé y vestidos maternales para ella; una serie de decisiones que tomar, sobre tarjetas anunciando el natalicio y si se le había de dar el pecho o alimentarlo con biberón, y el nombre, el nombre. Andrew o Douglas o David; Amanda o Jenny o Hope.
Y tenía que hacer ejercicios, mañana y tarde; porque daría a luz al niño de modo natural. Estaba decidida a ello y en esto el doctor Sapirstein coincidía con ella de todo corazón. Le daría un anestésico sólo en el último momento y si ella lo pedía. Tendida en el suelo, alzaba sus piernas rectas y las mantenía así hasta contar diez; practicaba la respiración superficial y entrecortada, imaginando el sudoroso y triunfal momento en que ella sentiría a fuera-el-que-fuese-su-nombre saliendo centímetro a centímetro de su cuerpo, y al que ayudaría de modo efectivo.
Pasó tardes con Minnie y Roman, una con los Kapps, y otra con Hugh y Elise Dunstan.
—¿Aún no tienes una niñera? —le preguntó Elise—. Deberías de haber encargado una hace tiempo; todas, estarán comprometidas ahora.
Pero el doctor Sapirstein, cuando ella le telefoneó, al día siguiente para hablarle de eso, le dijo que ya le había buscado una magnífica niñera que cuidaría del bebé todo el tiempo que Rosemary quisiera. ¿No se lo había dicho antes? Era la señorita Fitzpatrick, una de las mejores.
Guy le telefoneaba cada dos o tres noches después del espectáculo. Contó a Rosemary los cambios que estaban haciendo y le habló del artículo laudatorio que le habían dedicado en Variety; ella le contó lo de la señorita Fitzpatrick, lo del papel de empapelar y las botitas de forma tan contrahecha que estaba tejiendo Laura-Louise.
La obra dejó de presentarse tras quince representaciones y Guy volvió a casa, sólo para partir dos días después a California, donde haría una prueba cinematográfica para la Warner Brothers. Y de nuevo regresó a casa, muy satisfecho, con dos grandes papeles para la próxima temporada, de entre los cuales podía escoger, y trece medias horas que hacer en Greenwich Village. La Warner Brothers hizo una oferta y Alian la rechazó.
El bebé daba puntapiés como un demonio. Rosemary le dijo que si no se estaba quieto, ella empezaría a devolvérselos.
El esposo de su hermana Margarita le telefoneó para anunciarle el nacimiento de un bebé que pesaba tres kilos y medio y que se llamaría Kevin Michael. Después recibieron por correo una participación muy mona en la que se veía a un bebé anunciando por un megáfono su nombre, fecha de nacimiento, peso y longitud.
—¿Por qué no le habrán puesto también el tipo sanguíneo? —preguntó Guy.
Rosemary se decidió por unas tarjetas de participación sencillas, en las que sólo constara el nombre del bebé, los nombres de los padres y la fecha. Se llamaría Andrew John o Jennifer Susan. Ya definitivo. Tomaría el pecho; nada de biberón.
Trasladaron el televisor a la sala y dieron el resto del mobiliario del estudio a amigos que podían utilizarlo. Se recibió el papel de empapelar. Era perfecto. Y lo pegaron a las paredes; trajeron la camita del niño, la cómoda y la bañerita y todo fue colocado, primero de una manera y luego de otra. En la cómoda, Rosemary puso pañales, pantaloncitos impermeables, y camisitas tan diminutas que, sosteniendo una, no pudo por menos de reírse.
—Andrew John Woodhouse —le dijo—. ¡Para ya! ¡Aún te quedan dos meses!
Celebraron su segundo aniversario y el trigésimo-tercer aniversario de Guy; dieron una cena, a la que invitaron a los Dunstan, los Chen, y a Jimmy y Tiger. Vieron Morgan y un preestreno de Mame.
Rosemary tenía cada vez más barriga, y sus pechos se le habían elevado mucho más sobre su vientre redondeado, tenso como parche de tambor, con su ombligo aplastado, que se ajustaba y sobresalía con los movimientos del bebé. Ella hacía sus ejercicios mañana y tarde, alzando sus piernas, sentándose sobre sus talones, respirando superficialmente, jadeando.
A finales de mayo, cuando entró en su noveno mes, metió en un maletín las cosas que necesitaría en el hospital: batines, sostenes especiales para madres lactantes, una bata acolchada, etc., etc., y lo dejó listo junto a la puerta del dormitorio.
* * *
El viernes 3 de junio Hutch murió en su lecho del Hospital de St. Vincent. Axel Allert, su yerno, telefoneó a Rosemary el sábado por la mañana y le comunicó la noticia. Se celebraría un servicio fúnebre el martes por la mañana a las once, le dijo, en el Centro de Cultura Ética de la Calle Sesenta y Cuatro Oeste.
Rosemary lloró, en parte de sentimiento por el fallecimiento de Hutch y en parte por haberlo olvidado en los pasados meses, y ahora sentía como si hubiera apresurado su muerte. Grace Cardiff le había telefoneado un par de veces y, una vez, Rosemary telefoneó a Doris Allert; pero no había ido a ver a Hutch. Le pareció innecesario, puesto que él seguía en estado de coma, y cuando ella recuperó su propia salud, sintió aversión a estar cerca de alguien enfermo, como si ella y el bebé pudieran ser dañados por aquella cercanía.
Guy, cuando se enteró de la noticia, se quedó pálido como un muerto y estuvo callado y apartado durante algunas horas. Rosemary se sorprendió ante esta profunda reacción.
Fue sola al servicio fúnebre; Guy estaba filmando y no pudo ir y Joan se excusó por estar enferma. Se congregaron unas cincuenta personas en un auditorio adornado con bellos paneles. El servicio comenzó poco después de las once y fue muy breve. Habló Axel Allert, y luego otro hombre que al parecer había conocido a Hutch muchos años. Después, Rosemary siguió el movimiento general y se acercó a la presidencia del acto, para dar su pésame a los Allert y a la otra hija de Hutch, Edna, y al esposo de ésta. Una mujer la tocó en el hombro y le dijo:
—Perdone, usted es Rosemary, ¿verdad? —era una mujer elegantemente vestida, de unos cincuenta años de edad, con cabellos grises y muy buen tipo—. Soy Grace Cardiff.
Rosemary tomó su mano, la saludó y le agradeció las llamadas telefónicas que le había hecho.
—Iba a enviarle esto por correo ayer —le dijo Grace Cardiff, mostrándole un paquete envuelto en papel marrón que parecía contener un libro—; pero luego pensé que probablemente la vería esta mañana.
Dio a Rosemary el paquete; en él estaban escritos su nombre y dirección, así como los de la remitente, Grace Cardiff.
—¿Qué es? —preguntó.
—Es un libro que Hutch quería que usted tuviera; insistió mucho en ello.
Rosemary no comprendió.
—Al final estuvo consciente durante unos minutos —explicó Grace Cardiff—. Yo no estaba allí; pero él dijo a una enfermera que me dijera que le entregara a usted el libro que había sobre su escritorio. Por lo visto, lo estaba leyendo la noche que sufrió el colapso. Insistió mucho en ello, y se lo dijo a la enfermera dos o tres veces. Le hizo prometer que no lo olvidaría. Y además tengo que decirle que «el nombre es un anagrama».
—¿El nombre del libro?
—Eso parece. Estaba delirando, así que es difícil estar seguros. Parece que luchó para salir del coma y que luego murió por el esfuerzo. Primero pensó que era la mañana siguiente, la mañana después de que comenzara el coma, y habló de que tenía que encontrarse con usted a las once de la mañana.
—Sí, teníamos una cita —dijo Rosemary.
—Y entonces pareció darse cuenta de lo que había ocurrido y comenzó a decir a la enfermera que yo tenía que darle a usted el libro. Lo repitió varias veces, y luego murió. —Grace Cardiff sonrió como si estuviera hablando de algo agradable—. Es un libro inglés sobre brujería.
Rosemary, mirando con cara de duda al paquete, contestó:
—No tengo la menor idea de por qué quería que yo lo tuviera.
—Pero él lo quería y por eso se lo he traído. Y el nombre es un anagrama. ¡Pobre Hutch! Hace que todo esto parezca como una aventura de chico, ¿verdad?
Salieron juntas del edificio.
—Voy hacia la parte alta de la ciudad, ¿puedo dejarla en alguna parte? —le preguntó Grace Cardiff.
—No, gracias —contestó Rosemary—. Yo voy hacia abajo y luego atravesaré.
Fueron hasta la esquina. Otras personas que habían asistido al servicio fúnebre estaban llamando taxis; uno se detuvo, y los dos hombres que lo habían conseguido se lo ofrecieron a Rosemary. Ella no quiso aceptarlo, y como los hombres insistieran, se lo ofreció a Grace Cardiff.
—Ni hablar de eso —dijo—. Aprovéchese de su maravilloso estado. ¿Para cuándo espera el niño?
—Para el 28 de junio —contestó Rosemary.
Dando las gracias a aquellos dos caballeros, se metió en el taxi. Era un auto pequeño y meterse en él no fue fácil.
—¡Buena suerte! —le deseó Grace Cardiff, cerrando la puerta.
—Gracias —dijo Rosemary—, y gracias por el libro.
Al taxista le indicó:
—A la casa Bramford, por favor.
Sonrió a través de la ventanilla abierta a Grace Cardiff, mientras el taxi arrancaba.