15

Por un momento, después de las nueve y media, pareció como si nadie fuera a venir. Guy puso otro gran pedazo de carbón en la chimenea, luego atizó con las tenazas, y se limpió las manos con su pañuelo; Rosemary salió de la cocina y se quedó inmóvil con su dolor, su peinado recién arreglado y su vestido de terciopelo marrón. El barman, junto a la puerta del dormitorio, estaba haciendo algo con cáscara de limón, servilletas, vasos y botellas. Era un italiano llamado Renato que tenía aspecto de que le iban bien las cosas, y daba la impresión de que atendía el bar sólo como pasatiempo y que lo dejaría todo con sólo que lo fastidiaran un poco más de lo que ya lo habían fastidiado.

Entonces vinieron los Wendell (Ted y Carole) y, un minuto más tarde, Elise Dunstan y su esposo Hugh, quien cojeaba. Y luego Alian Stone, el agente de Guy, con una bellísima modelo negra llamada Rain Morgan, y Jimmy y Tiger, y Lou y Claudia Comfort, y Scott, el hermano de Claudia.

Guy puso los abrigos sobre la cama; Renato mezclaba bebidas rápidamente, pareciendo ahora menos fastidiado. Rosemary fue señalando y diciendo nombres:

—Jimmy, Tiger, Rain, Alian, Elise, Hugh, Carole, Ted, Claudia, Lou y Scott.

Bob y Thea Goodman trajeron otra pareja, Peggy y Stan Keeler.

—Pues claro que no me importa —dijo Rosemary—. No seáis tontos. ¡Contra más vengan, más divertido!

Los Kapp no trajeron abrigos.

—¡Vaya viaje! —exclamó el señor Kapp—. Un autobús, tres trenes y un transbordador. Hace cinco horas que salimos de casa.

—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó Claudia—. Si el resto del apartamento es igual de bonito me moriré de envidia.

Mike y Pedro habían traído ramos de brillantes rosas rojas. Pedro, con su mejilla al lado de la de Rosemary, murmuró:

—Hazle que te alimente, nena; pareces un bote de yodo.

Rosemary dijo:

—Phyllis, Bernard, Peggy, Stan, Thea, Bob, Lou, Scott, Carole…

Llevó las rosas a la cocina. Elise vino con una bebida y un cigarrillo, por cambiar de costumbre.

—¡Tienes una suerte! —le dijo—. Vives en el apartamento más grande que jamás he visto. No se cansa una de ver la cocina. ¿Te encuentras bien, Rosie? Pareces fatigada.

—Gracias por tu franqueza —contestó Rosemary—. No me encuentro bien, pero voy tirando. Estoy embarazada.

—¡No! ¡Qué estupendo! ¿Para cuándo?

—Para el veintiocho de junio. El viernes se cumple mi quinto mes.

—¡Es maravilloso! —exclamó Elise—. Y ¿qué te parece el doctor Hill? ¿No es el típico «hombre ideal» occidental?

—Sí; pero no me atiende él —repuso Rosemary.

—¿No?

—Voy a la consulta de un doctor llamado Sapirstein, un hombre mayor.

—¿Para qué? ¡No puede ser mejor que Hill!

—Es muy conocido y es amigo de unos amigos nuestros —explicó Rosemary.

Guy se acercó a ellas.

Elise le dijo:

—Felicidades, padre.

—Gracias —respondió Guy—. ¿Quieres que vaya llevando bebidas, Ro?

—¡Oh, sí! ¡Mira qué rosas más bonitas! Las han traído Mike y Pedro.

Guy tomó una bandeja de galletas y un cuenco lleno de una bebida rosa pálido.

—¿Quieres tú traer la otra? —preguntó a Elise.

—Claro —contestó ésta, tomando un segundo cuenco.

—Estaré fuera un minuto —dijo Rosemary.

Dee Bertillon trajo a Portia Haynes, una actriz, y Joan telefoneó para decir que ella y su acompañante se habían quedado un poco más en otra fiesta y que tardarían media hora.

Tiger dijo mientras besaba a Rosemary y la agarraba por un brazo:

—¡Eres muy reservona!

—¿Quién está embarazada? —preguntó alguien.

—Rosemary —contestó otra voz.

Ella puso un jarrón con rosas sobre la repisa de la chimenea.

—Felicidades —le dijo Rain Morgan—. Me han dicho que estás embarazada.

Puso el otro jarrón sobre la mesita de noche del dormitorio. Cuando salió, Renato le preparó un vaso de whisky con agua.

—Los primeros los hago fuertes —le dijo—, para hacerlos felices. Luego los hago más ligeros para que se mantengan.

Mike vino zigzagueando entre las cabezas.

—Felicidades —le dijo.

Ella le sonrió.

—Gracias.

—Aquí vivieron las hermanas Trench —dijo alguien.

Bernard Kapp añadió:

—Y Adrián Marcato, y Keith Kennedy.

—Y Pearl Ames —dijo Phyllis Kapp.

—¿Las hermanas Trent? —preguntó Jimmy.

—Trench —corrigió Phyllis—. Se comían a los niños.

Pedro afirmó:

—¡De veras que se los comían!

Rosemary cerró los ojos y contuvo la respiración, mientras que el dolor la apretaba más fuerte. Quizá era a causa de la bebida. Y la apartó a un lado.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Claudia.

—Sí, gracias —contestó, y sonrió—. He sentido un retortijón.

Guy estaba hablando con Tiger, Portia Haynes y Dee.

—Es pronto para decirlo —decía—. Sólo llevamos ensayando seis días. Aunque es mejor representada que leída.

—Pues no podía ser representada peor —opinó Tiger—. ¡Oye! ¿Qué le pasó al otro individuo? ¿Sigue ciego?

—No lo sé —respondió Guy.

Portia inquirió:

—¿Donald Baumgart? Lo conozco, Tiger. Es el joven con quien vive Zoé Piper.

—¡Ah! ¿Ése es? —preguntó Tiger—. ¡Vaya! No sabía que fuera alguien a quien yo conociera.

—Está escribiendo una gran obra —añadió Portia—. Por lo menos las dos primeras escenas son estupendas. Realmente queman de rabia, como antes Osborne, antes de que él lo hiciera.

Rosemary preguntó:

—¿Sigue ciego?

—¡Oh, sí! —contestó Portia—. Ya casi han perdido todas las esperanzas. Está viviendo en un infierno mientras trata de ajustarse a su nueva vida. Pero gracias a ello le está saliendo una gran obra. La dicta y Zoé la escribe.

Vino Joan. Su acompañante tenía más de cincuenta años. Tomó a Rosemary por el brazo y se la llevó aparte, con cara de asustada.

—¿Qué te pasa? —le preguntó—. ¿Qué tienes?

—Nada malo —repuso Rosemary—. Estoy embarazada. Eso es todo.

* * *

Estaba en la cocina con Tiger, aliñando la ensalada, cuando entraron Joan y Elise y cerraron la puerta tras ellas.

Elise le preguntó:

—¿Cómo has dicho que se llama tu médico?

—Sapirstein —contestó Rosemary.

—¿Y está satisfecho con tu estado? —inquirió Joan.

Rosemary asintió con la cabeza.

—Claudia me ha dicho que sentiste un retortijón hace poco.

—Siento un dolor —dijo—; pero pronto se me pasará. No es anormal.

Tiger le preguntó:

—¿Qué clase de dolor?

—Un… un dolor. Un dolor agudo. Es debido a que mi pelvis se está ensanchando y mis articulaciones son un poco rígidas.

Elise dijo:

—Rosie, yo he tenido eso… dos veces. Y siempre significaba que a los pocos días me iba a dar un calambre, un dolor por toda esta parte.

—Bueno, cada caso es diferente —dijo Rosemary, removiendo la ensalada con dos cucharas de madera y dejándola caer de nuevo en la ensaladera—. Cada parto es distinto.

—No tan distinto —insistió Joan—. Pareces Miss Campo de Concentración 1966. ¿Estás segura de que ese doctor sabe lo que hace?

Rosemary empezó a sollozar suavemente, como si se hubiera derrumbado moralmente, sujetando las cucharas en la ensalada. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Joan, y alzó la vista como pidiendo ayuda a Tiger, quien tocó a Rosemary en el hombro y siseó:

—¡Chiiisss! No llores, Rosemary. ¡Chiiisss!

—Déjala —dijo Elise—. Eso es bueno. Le hará bien. Ha estado toda la noche acongojada por… no sé qué.

Rosemary lloró, y unos surcos negros se le formaron en las mejillas. Elise la obligó a sentarse en una silla; Tiger le quitó las cucharas de sus manos y apartó la ensaladera hasta un extremo de la mesa.

La puerta comenzó a abrirse y Joan corrió hacia ella, la cerró y la bloqueó. Era Guy.

—¡Eh! Déjame entrar —dijo.

—Lo siento —contestó Joan—. Es sólo para mujeres.

—Tengo que hablar con Rosemary.

—No puede; está ocupada.

—Es que tengo que fregar unos vasos.

—Ve al cuarto de baño —ella apretó con el hombro la puerta, sujetándola con todas sus fuerzas.

—¡Maldita sea! ¡Abre la puerta! —le dijo él desde fuera.

Rosemary seguía llorando, había bajado la cabeza y alzado los hombros, con las manos caídas sobre su regazo. Elise, en cuclillas, secaba sus mejillas a cada momento con la punta de una toalla. Tiger alisó su cabello y trató de sujetarle los hombros, dándole golpecitos para tranquilizarla.

Las lágrimas disminuyeron.

—¡Me duele tanto! —dijo. Alzó su rostro para mirarlas—. Temo que el niño se me muera.

—¿Y él? ¿Hace algo por ti? —le preguntó Elise—. ¿Te da alguna medicina, algún tratamiento?

—Nada, nada.

Tiger inquirió:

—¿Cuándo te empezó?

Ella sollozó.

Elise insistió con la misma pregunta:

—¿Cuándo te empezó el dolor, Rosie?

—Antes del día de Acción de Gracias —contestó—. En noviembre.

—¿En noviembre? —repitió Elisa.

Joan, que estaba en la puerta, dijo:

—¿Qué?

Tiger preguntó:

—¿Llevas sintiendo dolores desde noviembre y él no ha hecho nada por ti?

—Dice que se me pasará.

Joan inquirió:

—¿Te ha llevado a otro médico para que te mire?

Rosemary negó con la cabeza.

—Es un médico muy bueno —contestó mientras Elise le secaba las mejillas—. Es muy conocido. Figuró en el Open End.

Tiger declaró:

—Pues yo diría que es un sádico chiflado, Rosemary.

Elise opinó:

—Un dolor así es una advertencia de que algo no va bien. Siento asustarte, Rosie; pero has de ir a ver al doctor Hill. Ve a alguien además de a ese…

—Ese sádico —insistió Tiger.

Elise prosiguió:

—No puede estar en lo cierto, dejándote que sufras de esa manera.

—No tendré un aborto —dijo Rosemary.

Joan se acercó lo más que pudo desde la puerta y susurró:

—Nadie te ha insinuado que vayas a tener un aborto. Sólo que vayas a ver a otro médico. Eso es todo.

Rosemary tomó la toalla de manos de Elise y se la llevó a sus ojos.

—Me dijo que me sucedería esto —explicó, mirando a la máscara que había dejado en la toalla—. Que mis amigas me dirían que sus embarazos fueron normales y el mío no.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Tiger.

Rosemary se la quedó mirando.

—Me dijo que no hiciera caso de lo que mis amigas me pudieran decir —declaró.

—¡Pues nos vas a oír! —exclamó Tiger—. Pero ¿qué clase de médico es para dar esos consejos tan arteros?

Elise dijo:

—Lo único que te decimos es que consultes a otro doctor. No creo que ningún médico de prestigio pudiera objetar a eso, si ello ha de servir para que su paciente se tranquilice.

—Tienes que hacerlo —insistió Joan—. Que sea lo primero que hagas el lunes por la mañana.

—Lo haré —declaró Rosemary.

—¿Lo prometes? —le preguntó Elise.

Rosemary asintió.

—Lo prometo —sonrió a Elise, y a Tiger y a Joan—. Me siento mucho mejor —dijo—. Gracias a vosotras.

—Bueno, ahora tienes muy mal aspecto —dijo Tiger, abriendo su bolso—. Píntate los ojos. Retócate todo.

Puso polveras grandes y pequeñas sobre la mesa, ante Rosemary, así como dos tubos largos y uno corto.

—Mirad mi vestido —dijo Rosemary.

—Eso se te quitará con un trapo húmedo —dijo Elise cogiendo la toalla y yendo hacia el fregadero con ella.

—¡El pan de ajo! —gritó Rosemary.

—¿Está dentro o fuera? —preguntó Joan.

—Dentro. —Rosemary señaló con un cepillo para pintarse las pestañas a dos hogazas envueltas en papel de estaño que estaban en la parte de arriba del refrigerador.

Tiger empezó a remover la ensalada y Elise frotó la mancha de la falda del vestido de Rosemary.

—La próxima vez que vayas a llorar —le dijo—, no te pongas nada de terciopelo.

Guy entró y se quedó mirándolas.

Tiger le dijo:

—Nos estábamos contando secretos de belleza. ¿Quieres algunos?

—¿Te encuentras bien? —preguntó a Rosemary.

—Sí, perfectamente —le contestó con una amplia sonrisa.

—Se le ha derramado encima un poco de ensalada —explicó Elise.

Joan preguntó:

—¿No se le podría servir una ronda de bebidas al personal de la cocina?

* * *

El chupe fue un éxito, así como la ensalada. (Tiger dijo al oído a Rosemary que eran sus lágrimas las que le habían dado el toquecito final).

Renato aprobó el vino, descorchó las botellas con la habilidad de un entendido, y lo sirvió con solemnidad.

Scott, el hermano de Claudia, estaba en el estudio con un plato en su rodilla, diciendo:

—Se llama Altizer y está creo que en Atlanta. Dice que la muerte de Dios es un hecho histórico específico que acaba de suceder en nuestra época. Que Dios ha muerto literalmente.

Los Kapps, Rain Morgan y Bob Goodman estaban sentados, escuchando y comiendo.

Jimmy, que estaba en una de las ventanas de la sala, exclamó:

—¡Hey! ¡Ha empezado a nevar!

Stan Keeler contó unos cuantos chistes verdes polacos y Rosemary se rió a carcajadas al oírlos.

—Ten cuidado con la bebida —murmuró Guy a su oído.

Ella se volvió y le enseñó su vaso, mientras seguía riendo.

—¡Pero si es sólo Ginger Ale! —aclaró.

El acompañante de Joan, el que tenía más de cincuenta años, se sentó en el suelo, junto a su silla, y con avidez empezó a acariciarle los pies y los tobillos. Elise hablaba con Pedro; él asintió, mientras observaba a Mike y Alian, que estaban al otro lado de la habitación. Claudia empezó a leer las palmas de las manos.

Andaban ya escasos de whisky; pero todo lo demás iba bien.

Ella sirvió el café, vació bandejas y retiró vasos sucios. Tiger y Carole Wendell la ayudaron.

Luego se sentó en una ventana salediza con Hugh Dunstan, tomando café a sorbitos y viendo cómo caían grandes copos de nieve, como si fueran un ejército interminable. De vez en cuando alguno chocaba contra los cristales, se deslizaba y se fundía.

—Año tras año juro que me marcharé de la ciudad —dijo Hugh Dunstan—, que me alejaré de sus delitos y ruidos y todas sus demás cosas desagradables. Pero cada año, cuando empieza a caer nieve o el New Yorker celebra su «Bogart Festival», yo me encuentro todavía aquí.

Rosemary sonrió y contempló la nieve.

—Por eso quise este apartamento —dijo—. Para sentarme aquí y contemplar la nieve con el fuego encendido.

Hugh se la quedó mirando y le dijo:

—Apostaría a que sigues leyendo a Dickens.

—Claro que lo leo —contestó ella—. Nadie deja de leer a Dickens.

Guy vino en busca de ella.

—Bob y Thea se marchan —le dijo.

* * *

A las dos de la madrugada ya se había ido todo el mundo y se habían quedado solos en la sala, rodeados de vasos sucios, servilletas arrugadas y bandejas llenas de restos por todas partes. («No lo olvides», le susurró Elise al marcharse. No era muy probable que lo olvidara).

—Bueno, ahora tendremos que movernos —dijo Guy.

—Guy.

—¿Sí?

—El lunes por la mañana iré a ver al doctor Hill.

Él se quedó mirándola, pero no dijo nada.

—Quiero que me examine —dijo—. El doctor Sapirstein me está mintiendo o… no sé, está chiflado. Un dolor como éste es la señal de que algo va mal.

—Rosemary —dijo Guy.

—Y no beberé más la bebida de Minnie —prosiguió ella—. Quiero vitaminas en pastillas, como todo el mundo. Ya hace tres días que no la bebo. La hago que la deje aquí y luego la tiro.

—Que la has…

—Me he hecho mi propia bebida a cambio.

Él se mostró a la vez muy sorprendido y enfurecido, y señalando por encima del hombro hacia la cocina, le gritó:

—¿Es eso lo que esas putas te estaban diciendo ahí dentro? ¿Es eso lo que te han aconsejado? ¿Que cambies de médico?

—Son mis amigas —replicó ella—. No las llames putas.

—Son un hatajo de putas de tercera que debían meter las narices sólo en sus malditos asuntos.

—Lo único que me han dicho es que consulte a otro médico.

—Tienes el mejor especialista de Nueva York, Rosemary. ¿Sabes quién es el doctor Hill? ¡Un Don Nadie! Eso es.

—Estoy harta de oír lo importante que es el doctor Sapirstein —replicó ella, empezando a gritar a su vez—. ¡Y tengo este dolor desde antes del Día de Acción de Gracias y todo lo que me dice es que ya se me pasará!

—Pues no cambiarás de médico —dijo Guy—. Tendríamos que pagar a Sapirstein y a Hill. Ni hablar.

—No voy a cambiar de médico —repuso Rosemary—. Lo único que quiero es que Hill me examine y me dé su opinión.

—No te lo permitiré —dijo Guy—. No estará bien hacerle eso al doctor Sapirstein.

—Que no estará… ¿Qué estás diciendo? Y de hacerlo bien conmigo ¿qué?

—¿Quieres otra opinión de médico? Muy bien. Díselo a Sapirstein; que sea él quien escoja quién te la ha de dar. Por lo menos ten esa cortesía con el hombre que es la mayor eminencia en esa especialidad.

—Quiero ver al doctor Hill —insistió ella—. Si tú no quieres pagarle, le pagaré yo.

Dejó de hablar de pronto y se quedó inmóvil, paralizada. Una lágrima rodó por un surco curvado hacia la comisura de su boca.

—¿Ro? —preguntó Guy.

El dolor había cesado. Se había ido. Como una bocina de automóvil estropeada que de repente dejara de tocar. Como todo lo que cesa y se ha ido, se ha ido para bien y no volverá jamás, gracias a Dios. Ido y acabado y ¡oh, qué bien se sentiría ella en cuanto recobrara el aliento!

—¿Ro? —dijo Guy, y dio un paso hacia ella, preocupado.

—Ha cesado —dijo—. El dolor.

—¿Cesado? —preguntó él.

—Ahora mismo —ella se esforzó por sonreírle—. Ha cesado. Así, por las buenas.

Cerró los ojos y respiró profundamente y aún más profundamente, más profundamente de lo que había respirado desde hacía edades. Desde antes del Día de Acción de Gracias.

Cuando abrió los ojos, Guy la seguía mirando, con cara de preocupación.

—¿Qué había en la bebida que hiciste? —preguntó.

El corazón le dio un sobresalto. Había matado al niño. Con el jerez. O un huevo en malas condiciones. O la combinación. El bebé había muerto y el dolor cesado. El dolor era el bebé y ella lo había matado con su arrogancia.

—Un huevo —dijo ella—. Leche, crema, azúcar —parpadeó, se secó la mejilla, y se quedó mirándolo—. Jerez —dijo finalmente, tratando de que aquello no sonara a tóxico.

—¿Cuánto jerez? —preguntó él.

Algo se movió en el interior de ella.

—¿Mucho?

De nuevo, donde nada se había movido antes. Una ligera agitación que presionaba suavemente. Ella soltó una risita.

—Rosemary, ¡por amor de Dios! ¿Cuánto?

—¡Está vivo! —exclamó ella, y volvió a soltar una risita—. ¡Se mueve! Está bien, no se ha muerto; se mueve.

Miró a su barriga de terciopelo marrón y se puso las manos encima, presionándola ligeramente. Ahora se movían dos cosas, dos manos o pies, uno aquí, otro allí.

Se acercó a Guy, sin mirarlo, y rápidamente le cogió la mano. Él se acercó a ella y se dejó coger. Ella le llevó la mano a un lado de su vientre y la mantuvo allí apretada. Dócil, el movimiento se repitió.

—¿Lo sientes? —le preguntó ella, mirándolo—. Otra vez. ¿Lo sientes?

Él apartó rápidamente su mano, pálido.

—Sí —dijo—. Sí. Lo siento.

—No hay nada que temer —dijo ella riendo—. No te va a morder.

—Es maravilloso —dijo él.

—¿Verdad que sí? —ella sujetó de nuevo su vientre, mirándolo—. Está vivo. Da patadas. Está ahí.

—Voy a recoger un poco las cosas —dijo Guy, y recogió una bandeja y un vaso, y otro vaso.

—Está bien ahora, David-o-Amanda —dijo Rosemary—. Ya has dado a conocer tu presencia, así que sé bueno y estáte quieto, y deja que mamá pueda recoger las cosas —se echó a reír—. ¡Dios mío! —exclamó—. No se está quieto. Eso quiere decir que es niño, ¿verdad?

Luego dijo:

—Está bien, tómatelo con calma. Aún te quedan cinco meses más, así que ahorra tus energías.

Y riéndose:

—Dile algo, Guy; tú eres su padre. Dile que no sea impaciente.

Y rió una y otra vez, y se echó a llorar también, sujetando su vientre con ambas manos.