13

A la mañana siguiente Rosemary llamó a Minnie por el teléfono de la casa y le dijo que no le trajera la bebida a las once; iba a salir y no estaría de vuelta hasta la una o las dos.

—Muy bien, querida —le contestó Minnie—. No se preocupe lo más mínimo. No tiene que beberla a ninguna hora fija; sólo con que la beba… Puede salir. Hace un día muy bueno y le sentará bien tomar un poco de aire fresco. Telefonéeme cuando vuelva, y entonces le llevaré la bebida.

Era realmente un hermoso día; soleado, frío, claro, y vigorizador. Rosemary fue andando lentamente, con ganas de sonreír, como si no llevara aquel dolor dentro de ella. En todas las esquinas había miembros del Ejército de Salvación vestidos de Santa Claus, tocando campanillas según su costumbre inveterada. Todos los almacenes tenían en sus escaparates adornos navideños; Park Avenue tenía su línea central de árboles de Navidad.

Llegó al edificio Seagram a las once menos cuarto, y como era temprano y no se veía la menor señal de Hutch, se sentó un momento a un lado del patio exterior del edificio, tomando el sol que le daba de cara y escuchando con placer los pasos y los retazos de conversación, los autos y camiones y el ronroneo de un helicóptero. El vestido que llevaba debajo del abrigo (por primera y satisfactoria vez) se ajustaba sobre su estómago; tal vez después de almorzar fuera a Bloomingdale y echara un vistazo a los vestidos para maternidad. Se alegraba de que Hutch la hubiera llamado de esa manera (pero ¿de qué querría hablarle?); el dolor, incluso el dolor constante, no era excusa para que se quedara en casa tanto como ella se quedaba. A partir de ese momento lucharía, lo combatiría con aire, sol y actividad; no sucumbiría a él en la lobreguez de la Bramford, bajo los bienintencionados mimos de Minnie, Guy y Roman. ¡Fuera el dolor! —pensó—. ¡Ya no lo tendré más! Pero el dolor siguió, inmune al Pensamiento Positivo.

A las once menos cinco se levantó y se quedó de pie frente a las puertas de cristal del edificio, al borde de su densa corriente de tránsito. Hutch, probablemente, vendría de dentro, pensó ella, de alguna cita anterior; o, si no, ¿por qué había escogido ese lugar en vez de cualquier otro para su encuentro? Observó las caras de los que se acercaban, fijándose lo más que podía; creyó haberlo visto, pero se había equivocado. Luego vio a un hombre con el que se había citado antes de conocer a Guy; pero se equivocó otra vez. Siguió mirando, poniéndose de puntillas de vez en cuando; pero sin ansiedad, ya que sabía que aunque no lograra verlo, Hutch la vería a ella.

A las once y cinco aún no había venido, y tampoco a las once y diez. A las once y cuarto ella entró dentro para mirar al directorio del edificio, pensando que podría ver algún nombre que hubiera mencionado alguna vez y a donde pudiera llamar preguntando por él; pero el directorio era demasiado largo y tenía muchos nombres para poderlo leer con atención, así que paseó entre las columnas y al no ver nada familiar, salió de nuevo.

Volvió al patio y se sentó en el mismo sitio, observando la entrada del edificio y mirando de vez en cuando a los suaves escalones que subían desde la acera. Hombres y mujeres encontraron a otros hombres y mujeres; pero no hubo la menor señal de Hutch. Cosa rara en él, pues nunca llegaba tarde a las citas.

A las doce menos veinte Rosemary volvió a entrar en el edificio y preguntó a un empleado dónde había un teléfono público, y el empleado le dijo que en el sótano.

Al final de un corredor blanco había un agradable saloncito con modernas sillas negras, un mural abstracto y una sencilla cabina telefónica de acero inoxidable. Dentro de la cabina había una joven negra, pero terminó pronto y salió sonriendo amistosamente. Rosemary se metió dentro y marcó el número del apartamento. Tras cinco timbrazos contestó la portería; no había mensajes para Rosemary, y el único mensaje para Guy era de un tal Rudy Horn y no de un tal señor Hutchins. Tenía otra moneda de diez centavos y la utilizó para llamar al número de Hutch, pensando que en el edificio sabrían dónde estaba o tendrían un mensaje para él. Al primer timbrazo contestó una mujer con un «¿Sí?» de tono preocupado y no oficioso.

—¿Es el apartamento de Edward Hutchins? —preguntó Rosemary.

—Sí, ¿quién llama, por favor? —por la voz parecía una mujer ni joven ni vieja; cuarentona, quizá.

Rosemary explicó:

—Soy Rosemary Woodhouse. Tenía una cita a las once con el señor Hutchins y no se ha presentado todavía. ¿Tiene idea de si va a venir o no?

Hubo un silencio, silencio que siguió.

—¿Diga? —inquirió Rosemary.

—Hutch me habló de usted, Rosemary —dijo la mujer—. Me llamo Grace Cardiff. Soy amiga suya. La pasada noche se lo llevaron enfermo. O a primera hora de esta madrugada, para ser exactos.

Rosemary sintió que su corazón le daba un vuelco.

—¿Que se lo han llevado enfermo? —preguntó.

—Sí. Estaba en un profundo coma. Los médicos no han podido descubrir cuál es la causa. Está en el Hospital St. Vincent.

—¡Es terrible! —exclamó Rosemary—. Pero si yo hablé con él anoche a eso de las diez y media y parecía estar bien.

—Pues yo hablé con él poco después de esa hora —dijo Grace Cardiff—, y también me pareció que estaba bien. Pero cuando esta mañana vino la mujer que le hace la limpieza, lo halló en el suelo de su dormitorio, inconsciente.

—Y ¿no saben de qué ha sido?

—Aún no. Aunque es pronto todavía, y estoy segura de que lo descubrirán. Y cuando lo descubran, podrán tratarlo. De momento no responde a ningún tratamiento.

—¡Qué horror! —exclamó Rosemary—. ¿Y jamás tuvo una cosa así antes?

—Nunca —dijo Grace Cardiff—. Yo voy a ir ahora al hospital a verlo. Ya le comunicaré cualquier novedad que haya.

—¡Oh, gracias! —dijo Rosemary.

Le dio el número de su apartamento y luego le preguntó si podía ayudar en algo.

—No creo —contestó Grace Cardiff—. Acabo de telefonear a sus hijas, y al parecer eso es todo lo que se puede hacer de momento, al menos hasta que recupere el conocimiento. Si hubiera algo más ya se lo haría saber.

* * *

Rosemary salió del edificio Seagram y atravesó el patio exterior, bajó los escalones y dobló hacia el norte por la calle Cincuenta y Cinco. Cruzó Park Avenue y fue lentamente hacia Madison Avenue, preguntándose si Hutch se salvaría o moriría, y si se moría, si ella (¡egoísmo!) tendría de nuevo a alguien con quien pudiera contar con tanta seguridad. También pensó en Grace Cardiff, a quien creía atractiva. ¿Habrían tenido ella y Hutch unos tranquilos amores otoñales? Ojalá que sí. Puede que este aviso de la muerte, que es lo que iba a ser, un aviso de la muerte y no la muerte misma, los empujara hacia el matrimonio, y todo resultara al final una bendición disfrazada. Quizá. Quizá.

Cruzó Madison Avenue y en alguna parte entre las avenidas Madison y Quinta se halló mirando a un escaparate en donde había un pequeño belén iluminado, hecho con exquisitas figuritas de porcelana representando al Niño Jesús, María y José, los Reyes Magos, los pastores, y la mula y el buey en el establo. Ella sonrió ante tan tierna escena, llena de simbolismo y emoción, que habían sobrevivido a su agnosticismo; y entonces vio en el cristal del escaparate, como un velo colgado ante la Natividad, su propia sonrisa reflejada, con las mejillas esqueléticas y los ojos con ojeras negras que ayer habían alarmado a Hutch y ahora la alarmaron a ella.

—Bueno, ¡esto es lo que yo llamo el largo brazo de la coincidencia! —exclamó Minnie, quien se acercó sonriente a ella, con un chaquetón de cuero blanco, un sombrero rojo y sus gafas de cadenita—. Me dije: mientras Rosemary esté fuera ¿por qué no puedo salir yo y hacer mis últimas compras de Navidad? ¡Y nos hemos encontrado! ¡Parece como si se tratara de dos que fueran a los mismos sitios e hicieran las mismas cosas! ¡Vaya! ¿Qué le pasa, querida? Parece tan triste y abatida.

—Es que me acaban de dar una mala noticia —explicó Rosemary—. Un amigo mío está muy enfermo. Lo han llevado al hospital.

—¡Oh, no! —dijo Minnie—. ¿Quién es?

—Se llama Edward Hutchins —contestó Rosemary.

—¿El que conoció Roman ayer por la tarde? ¡Vaya! Estuvo una hora hablando de él, diciendo qué hombre tan inteligente era. ¡Qué lástima! ¿Qué le pasa?

Rosemary se lo contó.

—¡Qué pena! —dijo Minnie—. ¡Espero que no le pase lo mismo que a la pobre Lily Gardenia! ¿Y los médicos no saben lo que tiene? Bueno, al menos lo reconocen. Generalmente disimulan su ignorancia con muchos latinajos. Si el dinero que se gastan en poner astronautas allá arriba se lo gastaran en investigaciones médicas aquí, todos estaríamos mucho mejor, si quiere mi opinión. ¿Se encuentra bien, Rosemary?

—Ahora me duele más —dijo Rosemary.

—¡Pobrecita! ¿Sabe lo que pienso? Creo que nos vamos a ir a casa ahora mismo. ¿Qué me dice?

—¡Oh, no! Usted tiene que terminar sus compras de Navidad.

—¡Calle, calle! —exclamó Minnie—. Aún hay por delante dos semanas. Tápese los oídos —se llevó su muñeca a la boca y sopló a un silbato que tenía en un brazalete de oro, arrancándole silbidos agudos y estridentes. Un taxi viró hacia ellas—. ¿Qué le parece esto? Y también sirve estupendamente para parar los pies a cualquiera.

Poco después, Rosemary se encontraba de nuevo en su apartamento. Y se bebió la bebida agria y fresca del vaso con rayas azules y verdes, mientras Minnie la observaba con cara de aprobación.