12

Una tarde de diciembre, mientras que Guy estaba haciendo el comercial de Pall Mall, Hutch la llamó por teléfono:

—Estoy a la vuelta de la esquina, en el City Center, comprando billetes para el espectáculo de Marcel Marceau —explicó—. ¿Os gustaría a ti y a Guy venir el viernes por la noche?

—No lo creo, Hutch —contestó Rosemary—. Hace días que no me encuentro bien. Y Guy tiene que hacer dos comerciales esta semana.

—¿Qué es lo que te pasa?

—Nada importante. Siento algunas molestias.

—¿Puedo subir unos minutos?

—¡Oh, sí! Me gustará verte.

Se apresuró a ponerse unos pantalones y un jersey, se pintó los labios y se cepilló el cabello. El dolor se agudizó, haciendo que por un instante tuviera que cerrar los ojos y apretar los dientes, y luego aminoró hasta su intensidad normal, y ella respiró agradecida, continuando su cepillado.

Hutch, al verla, puso ojos redondos de sorpresa y exclamó:

—¡Dios mío!

—El peinado me lo hizo Vidal Sassoon. Última moda —explicó.

—¿Qué es lo que te ha pasado? —preguntó él—. No me refería a tu cabello.

—¿Tan mal aspecto tengo? —le ayudó a quitarse el abrigo y el sombrero y los colgó, forzando una leve sonrisa.

—Tienes un aspecto terrible —dijo Hutch—. Has perdido yo que sé cuantos kilos y tienes unas ojeras que te envidiaría un panda. ¿No estarás haciendo una de esas dietas que recomienda la secta de los Zen?

—No.

—Entonces, ¿qué es? ¿Te ha visto algún médico?

—Será mejor que te lo diga. Estoy embarazada. Voy por el tercer mes.

Hutch se la quedó mirando, estupefacto.

—¡Eso es ridículo! —exclamó—. Las mujeres embarazadas ganan peso, no lo pierden. Y tienen aspecto saludable, no…

—Hay una pequeña complicación —explicó Rosemary, dirigiéndose hacia la sala—. Tengo articulaciones rígidas o algo así, y por eso sufro dolores que me tienen despierta casi toda la noche. Bueno, un dolor, que es continuo. Aunque no es nada grave. Probablemente cesará cualquier día.

—Nunca oí que eso de las «articulaciones rígidas» fuera un problema —dijo Hutch.

—Articulaciones pélvicas rígidas. Es bastante corriente.

Hutch se sentó en la mecedora de Guy.

—Bueno, te felicito —le dijo con tono dudoso—. Debes ser muy feliz.

—Lo soy —contestó Rosemary—. Los dos lo somos.

—¿Quién es tu tocólogo?

—Se llama Abraham Sapirstein. Es…

—Lo conozco —dijo Hutch—. Mejor dicho, he oído hablar de él. Intervino en dos partos de Doris.

Doris era la hija mayor de Hutch.

—Es uno de los mejores de la ciudad —explicó Rosemary.

—¿Cuándo lo has visto por última vez?

—Anteayer. Y me dijo lo mismo que yo te he dicho a ti. Es bastante corriente y probablemente cesará cualquier día. Claro que me ha estado diciendo eso desde que empezó…

—¿Cuánto has perdido de peso?

—Sólo un kilo y medio. Parece…

—¡Tonterías! Has perdido mucho más.

Rosemary sonrió.

—Hablas como la báscula del cuarto de baño —dijo—. Guy acabó por tirarla, porque me asustaba. No, sólo he perdido un kilo y medio y un poco de anchura. Y es perfectamente normal perder un poco durante los primeros meses. Luego ganaré.

—Eso espero —declaró Hutch—. Parece como si te chupara un vampiro. ¿Estás segura de que no tienes señales de pinchazos?

Rosemary sonrió.

—Bueno —dijo Hutch, retrepándose y sonriendo también—. Supongamos que el doctor Sapirstein sabe lo que hace. Debe de saberlo; por lo que cobra… A Guy le debe ir sensacional.

—Pues sí —contestó Rosemary—; pero nos hace un precio especial. Nuestros vecinos, los Castevet, son muy amigos suyos; me enviaron a él y nos cobra un precio más barato que a sus clientes de la alta sociedad.

—¿Es que eso quiere decir que Doris y Axel sí lo son? —preguntó Hutch—. Estarían encantados si lo fueran.

Sonó el timbre de la puerta. Hutch se ofreció para ir a abrir, pero Rosemary no se lo consintió.

—Me duele menos cuando me muevo —explicó, saliendo de la habitación.

Al acercarse a la puerta trató de recordar si había encargado algo que aún no le habían entregado.

Era Roman, quien parecía ligeramente amoscado. Rosemary sonrió y le dijo:

—Acababa de nombrarle hace un par de minutos.

—Espero que haya sido para mencionar algo favorable —contestó—. ¿Necesita algo de fuera? Minnie va a salir un momento y nuestro teléfono no funciona.

—No, nada —repuso Rosemary—. Gracias por preguntármelo. Ya pedí por teléfono esta mañana todas las cosas que necesitaba.

Roman miró más allá de ella por un instante, y luego, sonriendo, preguntó si Guy había ya vuelto a casa.

—No, no volverá por lo menos hasta las seis —explicó Rosemary.

Como el pálido rostro de Roman seguía aguardando con su sonrisa interrogadora, añadió:

—Está aquí un amigo nuestro —la sonrisa interrogadora siguió—. ¿Quiere conocerlo?

—Sí que me gustaría —dijo Roman—. Si no molesto…

—Claro que no —Rosemary le indicó que entrara.

Llevaba una chaqueta a cuadros blancos y negros sobre una camisa azul y una ancha corbata de tejido de Paisley. Pasó por su lado y entonces se fijó, por primera vez, en que tenía las orejas perforadas; por lo menos la oreja izquierda lo estaba.

Lo siguió hasta la entrada de la sala.

—Le presento a Edward Hutchins —dijo. Y a Hutch, que se levantaba sonriente le dijo—: Te presento a Roman Castevet, el vecino del que acabo de hablarte. Estaba diciendo a Hutch —agregó, dirigiéndose a Roman— que usted y Minnie me enviaron al doctor Sapirstein.

Los dos hombres se estrecharon las manos y se saludaron. Hutch dijo:

—Una de mis hijas fue también atendida por el doctor Sapirstein. En dos ocasiones.

—Es un hombre muy inteligente —afirmó Roman—. Lo conocimos la pasada primavera y se ha convertido en uno de nuestros mejores amigos.

—Siéntense, ¿quieren? —les pidió Rosemary. Ambos hombres se sentaron y Rosemary se sentó al lado de Hutch.

Roman preguntó:

—Así que Rosemary le habrá dado la buena noticia, ¿verdad?

—Sí, me la ha dado —contestó Hutch.

—Hemos de procurar que tenga el máximo de descanso —declaró Roman—, y que esté totalmente libre de preocupaciones y ansiedades.

—Eso sería un cielo —corroboró Rosemary.

—Su aspecto me alarmó un poco —dijo Hutch, mirando a Rosemary mientras sacaba su pipa y una bolsita a rayas para tabaco.

—¿De veras? —preguntó Roman.

—Pero ahora que sé que está al cuidado del doctor Sapirstein, me siento considerablemente aliviado.

—Sólo ha perdido uno o dos kilos —dijo Roman—. ¿Verdad, Rosemary?

—Así es —repuso Rosemary.

—Y eso es normal en los primeros meses de embarazo —continuó diciendo Roman—. Después ganará, probablemente, mucho más.

—Eso creo —dijo Hutch llenando su pipa.

Rosemary explicó:

—La señora Castevet me prepara una bebida vitamínica todos los días, con un huevo crudo, leche y unas hierbas que ella cultiva.

—Todo eso está de acuerdo con las instrucciones del doctor Sapirstein —explicó Roman—. Él se inclina a sospechar de las píldoras de vitaminas comercialmente preparadas.

—¿De veras? —preguntó Hutch, guardándose en el bolsillo la bolsita de tabaco—. No imagino que haya nada menos sospechoso; son fabricadas con gran seguridad bajo todas las precauciones imaginables.

Frotó dos fósforos como si fueran uno y dio una chupada a su pipa, dejando escapar nubéculas de aromático humo blanco. Rosemary le puso un cenicero al lado.

—Cierto —replicó Roman—; pero las píldoras comerciales pueden pasarse muchos meses en un almacén o en el estante de un farmacéutico y perder buena parte de su potencia original.

—Sí; no había pensado en ello —repuso Hutch—. Puede ocurrir.

Rosemary terció:

—Me gusta la idea de tomarlo todo fresco y natural. Apostaría a que las madres en estado masticaban pedacitos de raíz de tanis hace ya muchos siglos, cuando nadie había oído hablar todavía de las vitaminas.

—¿Raíz de tanis? —preguntó Hutch.

—Es una de las hierbas que componen la bebida —explicó Rosemary—. ¿Es una hierba? —se quedó mirando a Roman—. ¿Puede una raíz considerarse una hierba?

Pero Roman estaba observando a Hutch y no la oyó.

—¿De tanis? —volvió a preguntar Hutch—. Nunca oí hablar de eso. ¿Estás segura de que no es anís o raíz de lirio de Florencia?

—Tanis —dijo Roman.

—Aquí tienes —dijo Rosemary, sacándose su amuleto—. Se supone que da la buena suerte. Agárrate, porque hay que acostumbrarse al olor.

Le alargó el amuleto, inclinándose hacia adelante para acercarlo más a Hutch.

Él lo olfateó y se echó hacia atrás, haciendo ostentosas muecas.

—Y tanto que sí —dijo—; pero no parece ninguna raíz —aseguró—; parece más bien un verdín o un hongo —miró a Roman—. ¿Se conoce por otro nombre? —preguntó.

—Que yo sepa, no —respondió Roman.

—Miraré en la enciclopedia y descubriré todo acerca de ella —dijo Hutch—. Tanis. ¡Qué bola más bonita para contenerla! ¿Es algún amuleto? ¿Dónde lo has conseguido?

Con una rápida sonrisa a Roman, Rosemary respondió:

—Me lo dieron los Castevet —y volvió a meterse el amuleto en su seno.

Hutch dijo a Roman:

—Usted y su esposa parece que se están tomando más interés por Rosemary que el que se tomarían sus propios padres.

Roman contestó:

—La queremos mucho, y a Guy también.

Echó hacia atrás su silla y se levantó.

—Tendrán que excusarme, pues he de irme ahora —dijo—. Mi esposa me está esperando.

—No faltaba más —contestó Hutch levantándose también—. Ha sido un placer conocerle.

—Nos veremos de nuevo, estoy seguro —afirmó Roman—. No se moleste, Rosemary.

—No es molestia —fue con él hasta la puerta del apartamento. Ahora se fijó en que tenía perforada la oreja derecha también, y que en su cuello tenía pequeñas cicatrices como una bandada de pájaros lejanos—. Gracias de nuevo —le dijo.

—No se merecen —repuso Roman—. Su amigo, el señor Hutchins, me ha sido simpático; parece muy inteligente.

Rosemary le dijo mientras abría la puerta:

—Sí que lo es.

—Me ha alegrado conocerle —aseguró Roman.

Con una sonrisa y un saludo con la mano se alejó por el pasillo.

—Adiós —le dijo Rosemary, respondiendo a su saludo.

* * *

Hutch estaba de pie junto al estante de los libros.

—Esta habitación es magnífica —comentó—. La has arreglado muy bien.

—Gracias —contestó Rosemary—. Eso fue hasta que mi pelvis intervino. Roman tiene las orejas perforadas. Ahora me he fijado por primera vez.

—Orejas perforadas y ojos penetrantes —replicó Hutch—. ¿A qué se dedicaba antes de ser un rentista retirado?

—Pues a un poco de todo. Y ha estado en todas las partes del mundo. De veras, en todas partes.

—Tonterías. No hay nadie que haya estado en todas partes. Si no es mucha indiscreción, ¿puedo preguntar a qué ha venido a verte?

—A preguntarme si necesitaba algo de fuera. El teléfono de la casa no funciona. Son unos vecinos fantásticos. Si les permitiera, vendrían hasta a hacerme la limpieza.

—¿Qué aspecto tiene ella?

Rosemary se lo explicó.

—Guy se ha hecho muy amigo de ellos —dijo—. Creo que para él se han convertido en una especie de padres.

—¿Y tú?

—Yo no estoy segura. A veces les estoy tan agradecida que les besaría, y a veces me resultan pesados, como si fueran demasiado amistosos y entrometidos con sus ganas de ayudar. Pero ¿cómo puedo quejarme? ¿Recuerdas el gran apagón?

—¿Cómo quieres que lo olvide? Me pilló en un ascensor.

—¡No!

—Sí, de veras. Cinco horas en total oscuridad con tres mujeres y un tipo de la Sociedad John Birch que estaban seguros de que habían tirado una bomba atómica.

—¡Qué horrible!

—¿Decías?

—Que estábamos aquí, Guy y yo, y dos minutos después de que las luces se apagaran, Minnie ya estaba en la puerta con un puñado de velas —hizo un gesto hacia la repisa de la chimenea—. ¿Cómo puedes encontrar defectos a vecinos así?

—Claro, imposible —dijo Hutch, que estaba mirando fijamente hacia la repisa—. ¿Son ésas? —preguntó.

Entre un cuenco de piedra pulimentada y un microscopio había dos palmatorias. En ellas había unas velas negras ribeteadas con chorreones de cera.

—Las que quedan —explicó Rosemary—. Trajo muchas. ¿Qué pasa?

—¿Eran todas negras? —preguntó.

—Sí —contestó—. ¿Por qué?

—Es curioso —se apartó de la repisa de la chimenea, sonriéndole—. ¿No me invitas a café? Cuéntame más cosas de la señora Castevet. ¿Dónde cría esas hierbas suyas? ¿En macetas?

* * *

Estaban sentados ante las tazas en la mesa de la cocina unos diez minutos después, cuando la puerta del apartamento se abrió y Guy entró apresuradamente.

—¡Vaya! ¡Qué sorpresa! —dijo acercándose y estrechando la mano de Hutch antes de que éste pudiera levantarse—. ¿Cómo estás, Hutch? ¡Qué alegría verte! —acarició la cabeza de Rosemary con su otra mano, se inclinó y la besó en las mejillas y los labios—. ¿Cómo sigues, cariño?

Aún llevaba Guy el maquillaje; su cara era color naranja, sus ojos grandes y con exageradas pestañas negras.

—Tú eres la sorpresa —dijo Rosemary—. ¿Qué ha pasado?

—¡Ah! Se detuvieron en la mitad para una corrección en el guión, los malditos. Seguiremos por la mañana. Seguid donde estáis, que nadie se mueva; voy a quitarme el abrigo —se dirigió al lavabo.

—¿Quieres un poco de café? —le preguntó Rosemary.

—Sí, un poco.

Ella se levantó y le llenó una taza, volviendo a llenar la taza de Hutch y la suya propia. Hutch dio una chupada a su pipa, con aspecto pensativo.

Guy volvió con sus manos llenas de paquetes de Pall Mall.

—Botín —dijo, soltándolos sobre la mesa—. ¿Quieres uno, Hutch?

—No, gracias.

Guy abrió un paquete, golpeó ligeramente a los cigarrillos y sacó el primero que asomó. Hizo un guiño a Rosemary cuando ella se sentó de nuevo.

Hutch dijo:

—Parece que debo de felicitaros.

Guy repuso, mientras encendía un cigarrillo:

—¿Te lo ha dicho Rosemary? Es maravilloso, ¿verdad? Estamos encantados. Claro que yo estoy asustado, pues temo ser una birria de padre; pero Rosemary será tan buena madre que no se notará la diferencia.

—¿Para cuándo esperáis al niño? —preguntó Hutch.

Rosemary se lo dijo y luego contó a Guy que el doctor Sapirstein había intervenido en los nacimientos de dos nietos de Hutch.

Hutch le dijo:

—He conocido a tu vecino, Roman Castevet.

—¡Ah! ¿Sí? —dijo Guy—. Es un viejo tipo divertido, ¿no? Sabe contar muchas historias interesantes sobre Otis Skinner y Modjeska. Entiende mucho de teatro.

Rosemary le dijo:

—¿Te has fijado alguna vez en que tiene las orejas perforadas?

—Bromeas —contestó Guy.

—No, no bromeo; lo he visto.

Se bebieron su café, hablando de los rápidos progresos que estaba haciendo Guy en su carrera y de un viaje que Hutch pensaba hacer a Grecia y Turquía en la primavera.

—Es una vergüenza que no te hayamos visto más últimamente —le reprochó Guy, cuando Hutch se excusó y se levantó—. Como yo estoy tan ocupado y Ro del modo que está, la verdad es que no vemos a nadie.

—Quizá podamos cenar pronto juntos —repuso Hutch; y Guy, conviniendo en lo mismo, fue a traerle el abrigo.

Rosemary le recordó:

—No olvides mirar lo de la raíz.

—No lo olvidaré —respondió Hutch—, y tú dile al doctor Sapirstein que compruebe su báscula; aún sigo creyendo que has perdido bastante más de un kilo y medio.

—No seas tonto —replicó Rosemary—. Las básculas de los doctores son exactas.

Guy sosteniendo abierto un abrigo, dijo:

—Éste no es mío; debe ser tuyo.

—Estás en lo cierto —repuso Hutch. Volviéndose, metió los brazos por las mangas—. ¿Habéis pensado ya en nombres o es demasiado pronto? —preguntó a Rosemary.

—Si es niño, Andrew o Douglas —contestó ella—. Si es niña, Melinda o Sarah.

—¿Sarah? —preguntó Guy—. Y ¿qué ha pasado a «Susan»? —agregó dando a Hutch su sombrero.

Rosemary ofreció su mejilla para que Hutch la besara.

—Espero que esos dolores se pasen pronto —deseó.

—Se pasarán —repuso ella sonriendo—. No te preocupes.

Guy dijo:

—Es una cosa bastante corriente.

Hutch se palpó su bolsillo.

—¿Se me ha caído por aquí el otro guante? —preguntó y mostró un guante marrón con un adorno de piel. Se volvió a registrar los bolsillos.

Rosemary miró por el suelo y Guy fue al lavabo y miró por el suelo y el estante.

—No lo veo, Hutch —dijo.

—No tiene importancia —dijo Hutch—. Probablemente me lo dejé en el City Center. Me detendré allí a la vuelta. Bueno, cenaremos juntos algún día, ¿verdad?

—Pues claro —respondió Guy, y Rosemary propuso:

—La semana que viene.

Lo acompañaron y lo observaron irse hasta que desapareció tras la primera vuelta del pasillo. Luego regresaron al apartamento y cerraron la puerta.

—Ha sido una agradable sorpresa —dijo Guy—. ¿Llevaba aquí mucho rato?

—No mucho —contestó Rosemary—. Adivina lo que ha dicho.

—¿Qué?

—Que tengo un aspecto terrible.

—¡Ese pobre viejo de Hutch! —exclamó Guy—. Dando ánimos dondequiera que va —Rosemary se le quedó mirando interrogativamente—. Es un aguafiestas profesional, cariño —le dijo—. ¿Recuerdas cómo trató de alarmarnos cuando nos mudamos aquí?

—Él no es un aguafiestas profesional —replicó Rosemary, mientras se dirigía a la cocina para retirar las cosas de la mesa.

Guy se apoyó contra la jamba de la puerta.

—Entonces es uno de los aficionados de más categoría.

Unos minutos más tarde se puso el abrigo y salió a comprar el periódico.

* * *

El teléfono sonó aquella noche a las diez y media, cuando Rosemary estaba en la cama leyendo y Guy estaba en el estudio viendo la televisión. Él contestó a la llamada y un minuto después le trajo el teléfono al dormitorio.

—Hutch quiere hablar contigo —le dijo, poniendo el teléfono sobre la cama y agachándose para enchufarlo—. Le dije que estabas descansando, pero él me ha contestado que no podía esperar.

Rosemary tomó el receptor:

—¿Hutch? —preguntó.

—¡Hola, Rosemary! —contestó Hutch—. Dime, querida, ¿sales algunas veces o te quedas en tu apartamento todo el día?

—Bueno, ahora no salgo —repuso ella, mirando a Guy—; pero podría salir. ¿Por qué?

Guy le devolvió la mirada, frunciendo el ceño, escuchando con atención.

—Hay algo de lo que quiero hablarte —le dijo Hutch—. ¿Puedes encontrarte conmigo mañana por la mañana a las once frente al edificio Seagram?

—Si quieres que vaya… —contestó—. ¿De qué se trata? ¿No me lo puedes decir ahora?

—Mejor será que no te lo diga —respondió él—. No es nada importante, así que no te preocupes. Podemos tomar un desayuno tardío o un almuerzo tempranero, como quieras.

—Será estupendo.

—Bueno, pues entonces a las once, frente al edificio Seagram.

—Bien. Oye, ¿encontraste tu guante?

—No, allí no lo tenían —dijo él—; pero de todos modos ya era hora de que me comprara otros nuevos. Buenas noches, Rosemary. Que duermas bien.

—Igualmente. Buenas noches.

Colgó.

—¿Qué pasa? —preguntó Guy.

—Quiere que me encuentre con él mañana por la mañana. Tiene algo que decirme.

—¿No te ha dicho de qué se trata?

—No.

Guy meneó la cabeza, sonriendo.

—Creo que esas historias de aventuras para muchachos se le han metido en la cabeza —comentó—. ¿Dónde vas a verte con él?

—Frente al edificio Seagram, a las once.

Guy desenchufó el teléfono y se fue con él hacia el estudio; pero casi inmediatamente estuvo de vuelta.

—Tú eres la que estás embarazada y sin embargo soy yo el que tiene los antojos —dijo, volviendo a enchufar el teléfono y colocándolo sobre la mesilla de noche—. Voy a salir a comprar helado. ¿Quieres uno?

—Sí —contestó Rosemary.

—¿De vainilla?

—Bueno.

—Volveré en seguida.

Salió y Rosemary se apoyó contra su almohadón, con la vista fija enfrente y sin mirar, con el libro olvidado sobre su regazo. ¿De qué le querría hablar Hutch? Había dicho que no era nada importante; pero tampoco debía tratarse de algo sin importancia, si no, no la habría llamado de ese modo. ¿Sería algo sobre Joan? ¿O sobre cualquiera de las otras chicas con las que ella había compartido el apartamento?

A lo lejos, ella oyó sonar brevemente, una sola vez, el timbre de los Castevet. Probablemente era Guy, preguntándoles si querían un helado o un periódico. Muy amable de su parte.

El dolor se agudizó en su interior.