Ahora se sentía vivir; hacía cosas; era al fin ella misma por completo. Hacía lo mismo que había hecho antes: guisaba, limpiaba, planchaba; arreglaba la cama, compraba, bajaba a lavar al sótano, iba a su clase de escultura; pero lo hacía todo con un nuevo y sereno fondo de conocimiento, sabiendo que Andrew-o-Susan (o Melinda) era cada día un poquitín mayor en su interior, un poquitín más claramente definido y cercano a su aparición.
El doctor Sapirstein era maravilloso; un hombre alto y bronceado por el sol, con cabello canoso y un espeso bigote blanco (ella lo había visto antes en alguna parte; pero no recordaba dónde; quizás en Open End), y quien, a pesar de los sillones a lo Mies van der Rohe y las mesas de frío mármol de su sala de espera, era tranquilizadoramente anticuado y directo.
—Por favor no lea libros —le dijo—. Cada embarazo es diferente, y un libro que le diga lo que va a sentir usted en la tercera semana del tercer mes sólo va a causarle preocupaciones. Ningún embarazo fue jamás exactamente como los descritos en los libros. Y tampoco haga caso a sus amigas. Ellas habrán tenido experiencias muy distintas a las suyas y estarán absolutamente seguras de que sus embarazos fueron normales y de que el suyo es anormal.
Ella le preguntó qué le parecían las píldoras de vitaminas que el doctor Hill le había prescrito.
—No, nada de pastillas —le dijo—. Minnie Castevet tiene un herbario y una batidora; haré que ella le prepare una bebida diaria que será más fresca, más segura y más rica en vitaminas que cualquier píldora del mercado. Y otra cosa: no tema satisfacer sus antojos. Hoy prevalece la teoría de que las mujeres embarazadas inventan antojos porque les parece que se espera de ellas que los tengan. Yo no estoy de acuerdo con eso. Quiero decir que si le entran deseos de comer pickles a medianoche, haga que su pobre marido se levante y vaya a comprárselas, lo mismo que en los chistes. Cualquier cosa que usted quiera, consígala. Se sorprenderá de algunas de las cosas extrañas que su cuerpo le pedirá en los meses venideros. Y puede llamarme noche y día para hacerme cualquier pregunta. Llámeme a mí, no a su madre ni tampoco a su tía Fanny. Para eso estoy aquí.
Ella había de ir a verlo una vez cada semana, lo cual, por cierto, era otorgarle mayor atención que la que el doctor Hill daba a sus pacientes; y él le gestionaría una reserva en el Doctors Hospital sin necesidad de que ella se molestara en rellenar ningún cuestionario.
Todo iba bien y era luminoso y encantador. Fue a que Vidal Sassoon le arreglara el pelo, acabó con su dentista, votó el día de las elecciones (por Lindsay como alcalde), y fue al Greenwich Village a ver la filmación de algunas de las escenas con las correcciones apuntadas por Guy. Entre tomas (Guy corriendo Sullivan Street abajo con un puesto rodante de bocadillos de salchicha robado), ella se puso en cuclillas para hablar con los niños y sonrió a todas las mujeres embarazadas que vio, pensando «yo también».
* * *
Halló que la sal, aunque fuera en mínima cantidad, le hacía las comidas insoportables.
—Eso es perfectamente normal —le dijo el doctor Sapirstein en su segunda visita—. Cuando su cuerpo la necesite, la aversión desaparecerá. Mientras tanto, evidentemente, no tome sal. Confíe en sus aversiones tanto como en sus antojos.
Sin embargo, ella no sintió ningún antojo. La verdad es que hasta le había disminuido el apetito. Con un café y una tostada tenía suficiente para el desayuno, y con verdura y un pedacito de carne medio cruda le bastaba para el mediodía. Minnie le traía cada mañana a las once lo que parecía un batido acuoso de leche y pistacho. Era frío y agrio.
—¿Qué es esto? —le preguntó Rosemary.
—Recortes, caracoles y rabitos de cachorros de perro —contestó Minnie bromeando.
Rosemary se echó a reír.
—¡Pues vaya! —exclamó—. ¿Y si lo que queremos es una niña?
—¿La desean?
—Bueno, aceptaremos lo que venga; pero sería estupendo si el primero fuera un niño.
—Bien, pues aquí tiene usted —dijo Minnie.
Al acabar de beber, Rosemary preguntó:
—Bueno, en serio, ¿de qué está compuesto eso?
—Tiene un huevo crudo, gelatina, hierbas…
—¿Raíz de tanis?
—Un poco, y también algunas otras cosas.
Minnie le trajo la bebida cada día en el mismo vaso, uno grande con rayas azules y verdes, y se quedaba esperando hasta que Rosemary se bebía su contenido.
* * *
Un día Rosemary entró en conversación en el ascensor con Phyllis Kapp, la joven madre de Lisa. El final de ella fue una invitación a comer para ella y Guy al domingo siguiente; pero Guy opuso su veto a la idea cuando Rosemary se lo dijo. Esperaba tener trabajo el domingo, según le explicó, y, en caso de que no trabajara, necesitaría el día para descansar y estudiar. Por entonces su vida social era escasa. Guy había cancelado una cita de cena y teatro que había hecho unas semanas antes con Jimmy y Tiger Haenigsen, y le había preguntado a Rosemary si no le importaría anular una cena con Hutch. Todo era a causa de sus modificaciones, que estaban llevando más tiempo para filmarlas que el que habían pensado.
Sin embargo, todas estas cancelaciones le vinieron de perilla, porque Rosemary comenzó a sentir dolores abdominales de una agudeza alarmante. Telefoneó al doctor Sapirstein y él le pidió que fuera a verla. Mientras le daba explicaciones, le dijo que no era nada como para preocuparse; los dolores venían de una expansión de su pelvis completamente normal. Desaparecerían en un par de días, y mientras tanto podría combatirlos con dosis extraordinarias de aspirina.
Rosemary, aliviada, dijo:
—Temí que fuera un embarazo ectópico.
—¿Ectópico? —preguntó el doctor Sapirstein, y la miró de modo escéptico.
Ella se ruborizó. Él le dijo:
—Pensé que no iba a leer libros, Rosemary.
—Me tropecé con él en el drugstore —explicó ella.
—Y lo único que ha hecho ha sido preocuparla. ¿Quiere usted ir a casa y tirarlo, por favor?
—Lo haré. Se lo prometo.
—Los dolores desaparecerán en dos días —dijo—. ¡Embarazo ectópico! —meneó la cabeza.
Pero los dolores no desaparecieron en dos días; fueron peores y empeoraron aún, como si algo dentro de ella estuviera circundado por un alambre del que se tirara para tensarlo y cortarlo en dos. Sentía dolores hora tras hora y luego tenía unos minutos relativamente indoloros y que no eran más que el dolor concentrándose para un nuevo asalto. Las aspirinas le sirvieron de poco y ella tenía miedo de tomar demasiadas. El sueño, cuando le venía, le traía molestas pesadillas en las que se veía luchando contra enormes arañas que la habían acorralado en el cuarto de baño, o tirando desesperadamente de un pequeño arbusto negro que había echado raíces en medio de la alfombra de la sala de estar. Se despertaba cansada, para sentir dolores aún más fuertes.
—Esto sucede a veces —le dijo el doctor Sapirstein—. Los dolores desaparecerán cualquier día de éstos. ¿Está segura de que no ha mentido acerca de su edad? A veces son las mujeres mayores, con articulaciones menos flexibles, las que tienen esta clase de dificultades.
Minnie, al traerle la bebida, le dijo:
—¡Pobrecita! No se desespere, querida; una sobrina mía que vivía en Toledo tuvo la misma clase de dolores y lo mismo le pasó a otras dos mujeres que yo conozco. Y sus partos fueron facilísimos y tuvieron niños muy guapos y sanos.
—Gracias —le contestó Rosemary.
Minnie se echó hacia atrás como ofendida.
—¿Qué le pasa? ¡Eso es tan cierto como el Evangelio! ¡Se lo juro por Dios, Rosemary!
El rostro se le contraía y se puso descolorido y triste; tenía un aspecto terrible.
Guy, por su parte, seguía insistiendo:
—¿De qué estás hablando? —decía—. Tienes un aspecto estupendo. Es ese corte de pelo lo que parece horrible. Es el mayor error que has cometido en tu vida.
El dolor se afirmó con una constante presencia, sin dar ningún respiro. Ella lo soportó y vivió con él, durmiendo unas pocas horas de noche y tomando una aspirina aun cuando el doctor Sapirstein le permitía dos. Se acabaron las salidas con Joan o con Elise, la clase de escultura o las compras. Hacía los pedidos de comestibles por teléfono y se quedaba en el apartamento, haciendo cortinas para el cuarto de los niños y comenzando, finalmente, a leer La decadencia y caída del Imperio romano. Algunas tardes venían Minnie o Roman y charlaban un rato con ella, preguntándole si quería algo. En una ocasión, Laura-Louise le trajo pan de jengibre. Aún no sabía que Rosemary estaba embarazada.
—¡Oh! ¡Qué corte de pelo tan bonito, Rosemary! —le dijo—. Está usted muy guapa y muy a la moda.
Se asombró cuando le dijeron que no se encontraba nada bien.
Cuando Guy terminó con su trabajo, se quedó en casa la mayor parte del tiempo. Había dejado de estudiar con Dominick, su profesor de dicción, y ya no pasaba las tardes en el mundillo teatral y cinematográfico. Tenía dos buenos números comerciales en perspectiva para Pall Mall y Texaco, y los ensayos de ¿No la conozco a usted de algo? fueron definitivamente aplazados para mediados de enero. Ayudaba a Rosemary a limpiar y jugaban a las cartas a dólar la partida. Él contestaba al teléfono, y cuando la llamada era para Rosemary, daba una excusa plausible.
Ella había pensado invitar a varios amigos a una cena el Día de Acción de Gracias; todos matrimonios jóvenes. Sin embargo, con aquel dolor continuo, y la constante preocupación por el bienestar de Andrew-o-Melinda, decidió no hacerlo, y acabaron por ir a casa de Minnie y Roman.