10

No le vino aquella noche ni al día siguiente. Ni al cabo de dos días ni de tres. Rosemary se movía con cuidado y andaba despacito, para no dislocar lo que posiblemente había arraigado en su interior.

¿Hablar con Guy? No, eso podía esperar.

Todo podía esperar.

Lavó, fue de compras y cocinó, respirando acompasadamente. Laura-Louise bajó una mañana y le pidió que votara por Buckley. Ella le contestó que lo haría, para librarse de ella.

—Dame mi cuarto de dólar —le dijo Guy.

—¡Cállate! —contestó ella rechazando su brazo con un revés de la mano.

Concertó hora de visita con un tocólogo y el miércoles 28 de octubre fue a verlo. Se llamaba el doctor Hill. Se lo había recomendado una amiga, Elise Dunstan, que había sido tratada por él durante dos partos y aseguraba que era muy competente. Tenía su consulta en la Calle Setenta y Dos Oeste.

Era más joven de lo que Rosemary había esperado (tenía la edad de Guy o quizá menos) y se parecía un poco al doctor Kildare de la televisión. A ella le agradó. Él le hizo lentamente preguntas y se mostró interesado, la examinó y la envió a un laboratorio en la Calle Sesenta, donde una enfermera le extrajo sangre de su brazo derecho.

Él la llamó a la tarde siguiente alrededor de las tres y media.

—¿Señora Woodhouse?

—¿Doctor Hill?

—Sí. La felicito.

—¿De veras?

—De veras.

Se sentó al borde de la cama, sonriendo al teléfono. De veras, de veras, de veras, de veras, de veras.

—¿Me oye usted?

—¿Tiene que decirme algo más?

—Poca cosa. Venga a verme el mes que viene. Compre esas píldoras de Natalin y empiece a tomarlas. Una al día. Hágame el favor de rellenarme unos cuestionarios que le envío por correo; son para el hospital; es mejor hacer la reserva lo antes posible.

—¿Cuándo lo tendré? —preguntó.

—Si su último período fue el veintiuno de septiembre —contestó— y si todo sale bien, el veintiocho de junio.

—Eso parece mucho.

—Lo es. ¡Ah! Y una cosa más, señora Woodhouse. En el laboratorio quieren otra muestra de su sangre. ¿Podría pasarse por allí mañana o el lunes y permitir que se la saquen?

—Por supuesto —repuso Rosemary—. ¿Para qué?

—La enfermera no le sacó bastante la otra vez.

—Pero… estoy embarazada, ¿verdad?

—Sí, esa prueba ya se la hicieron —contestó el doctor Hill—; pero yo generalmente les mando que hagan otras más, azúcar en la sangre y etcétera; pero la enfermera no lo sabía y sólo tomó sangre para una prueba. No es nada por lo que tenga que preocuparse. Usted está embarazada. Le doy mi palabra.

—Muy bien —contestó ella—. Volveré mañana por la mañana.

—¿Recuerda la dirección?

—Sí, aún tengo la tarjeta.

—Bueno, le mandaré esos formularios por correo, y hasta que nos veamos en la última semana de noviembre.

Acordaron una visita para el 29 de noviembre a la una, y Rosemary colgó sintiendo que algo iba mal. La enfermera del laboratorio no parecía saber lo que estaba haciendo, y la improvisación del doctor Hill al hablar no sonaba del todo a verdadera. ¿Habrían cometido algún error y tenían miedo? ¿Frascos de sangre mezclada y mal etiquetada? ¿Existiría aún la posibilidad de que ella no estuviese embarazada? Pero, de no ser así, ¿le habría hablado el doctor Hill con tanta franqueza y seguridad?

Trató de desechar esos pensamientos. Claro que estaba embarazada; tenía que estarlo, con lo que hacía que le había vencido el período. Fue a la cocina, de cuya pared colgaba un almanaque, y en el cuadrado del día siguiente escribió Lab, y en el cuadrado del 29 de noviembre, doctor Hill-1.

* * *

Cuando Guy llegó, ella fue hacia él sin decirle palabra y le puso una moneda de cuarto de dólar en su mano.

—¿Para qué es esto? —preguntó. Y entonces, comprendiendo—. ¡Oh! ¡Es estupendo, cariño! ¡Estupendo!

Sujetándola por los hombros, la besó dos veces y luego por tercera vez.

—¿Verdad que sí? —preguntó ella.

—¡Estupendo! ¡Me siento tan feliz!

—Padre.

—Madre.

—Escúchame, Guy —dijo ella, de repente seria, y mirándolo fijamente—. Empecemos con esto de nuevo, ¿de acuerdo? Una nueva franqueza y confianza para hablar de todo. Porque no hemos sido francos. Has estado tan absorbido con tu espectáculo y lo de consejero, y con el modo como te han ido saliendo las cosas. No es que diga que no debas preocuparte; no sería normal si no estuvieras preocupado. Pero por eso me fui a la cabaña, Guy. Para ordenar mis pensamientos respecto a lo que estaba pasando entre nosotros. Y llegué a la conclusión de que todo había sido por falta de franqueza. También por mi parte. Yo tengo tanta culpa como tú.

—Cierto —contestó él, aún sujetándole los hombros con sus manos, sus ojos buscando su mirada ansiosamente—. Es cierto. Yo también sentí lo mismo, aunque quizás no tan fuerte como tú. Soy tan egoísta, Ro. Ahí está la raíz del mal. Para empezar, creo que por eso es por lo que he elegido esta profesión idiota y chiflada. Pero tú sabes que te quiero, ¿verdad? Te quiero, Ro. Trataré de hacer las cosas más fáciles a partir de ahora. Te lo juro por Dios. Seré tan franco que…

—Yo tengo tanta culpa como tú.

—No, es culpa mía. Mía y de mi egoísmo. ¿Querrás soportarme, Ro? Trataré de ser mejor.

—¡Oh, Guy! —exclamó ella en una oleada de remordimientos, amor y perdón; y correspondió a sus besos con otros fervorosos besos suyos.

—Bonita manera de comportarse de unos padres —dijo él.

Ella rió, con los ojos humedecidos por las lágrimas.

—¡Vaya, cariño! —dijo Guy—. ¿Sabes lo que me gustaría hacer?

—¿Qué?

—Decírselo a Minnie y Roman —alzó una mano—. Ya lo sé, ya lo sé; deberíamos guardar esto como un profundo secreto; pero les dije que lo estábamos intentando y ellos se sintieron tan complacidos, y bueno, con una gente tan vieja —extendió las manos con gesto de lástima—, si esperamos demasiado puede que ya no llegaran a enterarse.

—Díselo —accedió ella, amorosa.

Él la besó en la nariz.

—Estaré de vuelta en dos minutos —le dijo, y se volvió hacia la puerta.

Al observarlo marchar, ella se dio cuenta de que Minnie y Roman habían llegado a ser muy importantes para él. No era sorprendente; su madre había sido una charlatana sólo preocupada de sí misma y ninguno de sus padres había sido verdaderamente paternal. Los Castevet llenaban una necesidad en él, una necesidad que él mismo probablemente ignorase. Les estaba agradecida. Procuraría pensar más amablemente de ellos en el futuro.

Fue al baño y se lavó los ojos con agua fría, se arregló el pelo y se pintó los labios. «Estás embarazada», se dijo a sí misma ante el espejo. (Pero el laboratorio quiere otra muestra de sangre. ¿Para qué?).

Cuando salió, ellos ya entraban: Minnie, en bata de casa; Roman sosteniendo con ambas manos una botella de vino, y Guy tras ellos, ruborizado y sonriente.

—¡Eso es lo que yo llamo una buena noticia! —exclamó Minnie—. ¡Fe-li-ci-da-des!

Se abrazó a Rosemary, la sujetó por los hombros y besó su mejilla ruidosamente.

—Con nuestros mejores deseos, Rosemary —dijo Roman, poniendo sus labios en la otra mejilla—. Estamos más contentos de lo que podríamos expresar. No teníamos ninguna botella de champaña; pero con esta de Saint Julien de 1961 nos arreglaremos para un brindis.

Rosemary les dio las gracias.

—¿Cuándo le tocará, querida? —preguntó Minnie.

—El veintiocho de junio.

—Va a ser tan emocionante —dijo Minnie—, entre ahora y entonces.

—Nosotros nos encargaremos de sus compras —ofreció Roman.

—¡Oh, no! —contestó Rosemary—. No hará falta.

Guy trajo vasos y un sacacorchos, y Roman se aprestó a abrir la botella de vino. Minnie tomó a Rosemary del codo y ambas se dirigieron a la sala.

—Y dígame querida —quiso saber Minnie—, ¿tiene usted un buen médico?

—Sí, uno muy bueno —contestó Rosemary.

—Uno de los mejores tocólogos de Nueva York —prosiguió Minnie— es muy amigo nuestro. Se llama Abe Sapirstein, y es judío. Él interviene en todos los partos de la alta sociedad y la ayudaría también a tener su bebé si nosotros se lo pedimos. Y le cobrará barato, así que podrán ahorrarse parte del dinero que a Guy tanto le cuesta ganar.

—¿Abe Sapirstein? —preguntó Roman desde el otro lado de la habitación—. Es uno de los mejores tocólogos del país, Rosemary. Habrá oído hablar de él, ¿verdad?

—Creo que sí —repuso Rosemary, recordando el nombre de un artículo en una revista.

—Yo sí que he oído —afirmó Guy—. ¿No figuraba en el Open End hace un par de años?

—Exacto —dijo Roman—. Es uno de los mejores tocólogos del país.

—¿Ro? —preguntó Guy.

—Y ¿qué hacemos con el doctor Hill? —preguntó ella.

—No te preocupes, le diré algo —aseguró Guy—. Ya me conoces.

Rosemary pensó en el doctor Hill, tan joven, tan Kildare, con su laboratorio que quería más sangre porque la enfermera había estado despistada o alguien se había despistado, causándole sin necesidad molestias y preocupaciones.

—Yo no voy a dejar que vaya a ningún doctor Hill, del que nadie ha oído hablar. Usted tendrá lo mejor, jovencita, y lo mejor es Abe Sapirstein.

Rosemary, agradecida, les sonrió porque hubieran tomado aquella decisión por ella.

—Si están tan seguros de que me recibirá… —dijo—. Debe de estar demasiado ocupado.

—La recibirá —aseguró Minnie—. Voy a llamarle ahora mismo. ¿Dónde está el teléfono?

—En el dormitorio —dijo Guy.

Mientras Minnie iba al dormitorio, Roman llenaba de vino los vasos.

—Es un hombre muy inteligente —explicó—, con toda la sensibilidad de su atormentada raza —dio vasos a Rosemary y Guy—. Esperemos a Minnie.

Se quedaron inmóviles, cada uno sujetando un vaso lleno de vino. Roman sosteniendo dos. Guy dijo:

—Siéntate, cariño.

Pero Rosemary negó con la cabeza y siguió de pie.

Minnie, desde el dormitorio, estaba hablando:

—¿Abe? Soy Minnie. Bien, gracias. Escucha: una buena amiga nuestra acaba de enterarse hoy de que está embarazada. Sí, ¿verdad? Ahora estoy en su apartamento. Le hemos dicho que a ti te complacería encargarte de ella y que no le cobrarías ninguno de esos precios fantasiosos.

Se quedó callada un momento, y luego dijo:

—Espera un instante —y alzó la voz—. ¿Rosemary? ¿Puede ir a verle mañana por la mañana a las once?

—Sí, me va bien —respondió Rosemary, alzando también la voz.

Roman dijo:

—¿Ve usted?

—Le va bien a las once, Abe —dijo Minnie—. Sí. Tú también. No, nada en absoluto. Esperemos que sí. Adiós.

Volvió.

—Ahí tiene —dijo—. Le apuntaré su dirección antes de que vaya. Está en la Calle Setenta y Nueve y Park Avenue.

—Un millón de gracias, Minnie —dijo Guy.

—No sé cómo agradecérselo a los dos —añadió Rosemary.

Minnie tomó el vaso de vino que Roman le alargaba.

—Muy sencillo —repuso—. Haciendo todo lo que Abe le diga. Y ya verá como tiene un bebé muy sano; eso es todo lo que pediremos.

Roman alzó su vaso:

—Por un bebé muy sano —brindó.

—¡Bravo, bravo! —exclamó Guy, y entonces todos bebieron: Guy, Minnie, Rosemary y Roman.

—¡Hummm! —exclamó Guy—. Es delicioso.

—¿Verdad que sí? —dijo Roman—. Y no es muy caro.

—¡Oh! —exclamó Minnie—. No puedo esperar más a darle la noticia a Laura-Louise.

Rosemary le rogó:

—¡Por favor! No se lo diga a nadie más. Aún no. Es tan pronto…

—Tiene razón —dijo Roman—. Ya tendremos tiempo para propagar la buena noticia.

—¿Le apetece a alguien queso y galletas? —preguntó Rosemary.

—Siéntate, cariño —le dijo Guy—. Yo lo traeré.

* * *

Aquella noche, Rosemary estaba demasiado excitada por el gozo y la emoción para poder dormirse rápidamente. Dentro de ella, bajo las manos que se posaban alerta sobre su vientre, un diminuto huevo había sido fertilizado por una diminuta semilla. ¡Oh milagro! Crecería hasta convertirse en Andrew o Susan (de «Andrew» estaba ella segura; «Susan» estaba todavía por discutir con Guy). ¿Qué sería ahora Andrew-o-Susan? ¿Cómo una cabecita de alfiler? No, seguro que era más que eso; al fin y al cabo ¿no estaba ya ella en su segundo mes? Claro que lo estaba. Ya sería como un pequeño renacuajo. Tendría que encontrar unas láminas de anatomía o un libro en donde se explicara lo que sucedía exactamente mes por mes. El doctor Sapirstein conocería alguno.

Cerca pasó aullando un coche de bomberos. Guy se movió y murmuró, y detrás de la pared la cama de Minnie y Roman crujió.

Había tantos peligros de que preocuparse en los meses que se avecinaban: incendios, caída de objetos, autos escapados de control, peligros que nunca habían sido peligros hasta entonces; pero que ahora eran peligros, ahora que Andrew-o-Susan estaba empezado y tenía vida. (¡Sí, vida!). Ella renunciaría a su cigarrillo de vez en cuando, por supuesto. Y preguntaría al doctor Sapirstein lo de los cócteles.

¡Si pudiera todavía rezar! ¡Qué bonito sería apretar un crucifijo de nuevo entre las manos y que Dios la oyera! Le pediría que transcurrieran con seguridad los ocho meses que faltaban; nada de sarampión, por favor, ni nuevas drogas sensacionales con efectos secundarios, como la talidomida. Ocho buenos meses, por favor, libre de accidentes y enfermedades, llenos de hierro, leche y sol.

De repente recordó aquel talismán de la buena suerte, la bola de raíz de tanis; y fuera aquello idiota o no, quiso tenerlo; lo necesitaba alrededor de su cuello. Se deslizó fuera de la cama, fue de puntillas hasta el tocador, y la sacó de la cajita, quitándole el envoltorio de papel de aluminio. El olor de la raíz había cambiado; seguía siendo fuerte, pero ya no era repelente. Y se pasó la cadena por encima de la cabeza.

Con la bola cosquilleándole entre sus senos, volvió de puntillas a la cama y se metió en ella. Se alzó el cobertor y cerrando los ojos, hundió su cabeza en el almohadón. Respiró profundamente y pronto estuvo dormida, con las manos sobre su vientre protegiendo el embrión que había en su interior.