9

—¡Eh, tú! ¡Son más de las nueve! —exclamó Guy, sacudiéndola por el hombro.

Ella apartó la mano de él y se volvió, hundiendo su rostro en la almohada.

—Cinco minutos.

—No —dijo él, tirándole del pelo—. Tengo que estar con Dominick a las diez.

—¡Pues fastídiate!

—¡Vete a la porra! —le contestó él, y le dio un azote en el trasero.

Todo volvió de nuevo: los sueños, las bebidas, las natillas de chocolate de Minnie, el Papa, aquel horrible momento en que no soñaba. Se volvió y se incorporó, apoyándose en sus brazos, mirando a Guy. Estaba encendiendo un cigarrillo, con cara soñolienta, y necesitando un afeitado. Él estaba en pijama. Ella estaba desnuda.

—¿Qué hora es? —preguntó ella.

—Las nueve y diez.

—¿A qué hora me dormí? —se sentó en la cama.

—A eso de las ocho y media —contestó él—. Y no es que te durmieras, cariño; es que te desmayaste. A partir de ahora tomarás cócteles o vino, no cócteles y vino.

—He tenido unos sueños muy raros —dijo ella frotándose la frente y cerrando los ojos—. El presidente Kennedy, el Papa, Minnie y Roman… —abrió sus ojos y vio arañazos en su pecho izquierdo; dos líneas rojas paralelas finas como un cabello que le bajaban por el pezón. Sus muslos le escocían; apartó la sábana que los cubría y vio más arañazos, siete u ocho que iban de acá para allá.

—No me grites —dijo Guy—. Ya me las he cortado.

Y le enseñó unas uñas suaves.

Rosemary se le quedó mirando sin comprenderlo.

—No quise perderme la Noche del Bebé —explicó él.

—¿Quieres decir que tú…?

—Me partí un par de uñas.

—¿Mientras yo estaba desmayada?

Él asintió haciendo una mueca.

—Fue divertido —dijo—. En sentido necrófilo.

Ella apartó la mirada, y se volvió a tapar con la sábana.

—Soñé que alguien estaba… violándome. No sé quien. Alguien… inhumano.

—Muchas gracias —repuso Guy.

—Tú estabas allí, con Minnie y Roman, y otras personas… Era una especie de ceremonia.

—Traté de despertarte —explicó él—; pero habías perdido del todo el conocimiento.

Ella se apartó un poco más y volvió sus piernas hacia el otro lado de la cama.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Guy.

—Nada —contestó ella, sentándose, sin volver la cara para mirarlo—. Tiene gracia que lo hayas hecho así, mientras yo estaba inconsciente.

—No quise perder la noche.

—Podíamos haberlo hecho esta mañana o esta noche. Ése no era el único momento en todo el mes. Y aunque lo hubiera sido…

—Pensé que te gustaría que lo hiciera —se excusó él, pasándole un dedo por la espalda.

Ella se escabulló.

—Se supone que eso ha de ser compartido, no con uno despierto y la otra dormida —le dijo—. ¡Oh! Ya sé que soy tonta.

Se levantó y fue al lavabo en busca de su bata.

—Siento haberte arañado —confesó Guy—. Quizá me excedí.

Ella preparó el desayuno y cuando Guy se hubo ido, fregó los platos y arregló la cocina. Abrió las ventanas de la sala y el dormitorio (el olor del fuego de la noche anterior aún persistía en el apartamento), hizo la cama y se duchó; una larga ducha, primero con agua caliente y luego con fría. Se quedó inmóvil, sin gorro de baño, bajo el chorro de agua, esperando que se le aclarara la cabeza y los pensamientos se le ordenasen.

¿Había sido la noche pasada realmente, como Guy lo había dicho, la Noche del Bebé? ¿Estaría ella en este momento de veras embarazada? Cosa extraña, no le importaba. Se sentía desgraciada, fuera o no una tonta. Guy había hecho uso del matrimonio sin su conocimiento, le había hecho el amor a su cuerpo inerte («fue divertido, en sentido necrófilo»), y no a la persona completa, mente y cuerpo, que ella era; y había hecho eso, además, con un deleite salvaje que le había producido arañazos y magulladuras que le dolían, y una pesadilla tan real e intensa que casi podía ver en su vientre los dibujos que Roman había trazado en él con aquella extraña varita mojada en rojo. Y como resentida, se frotó vigorosamente con jabón. Cierto que él había hecho aquello por el mejor motivo del mundo: hacer un bebé, y cierto que él había bebido tanto como ella; pero a ella le habría gustado que ningún motivo ni ningún número de vasos le hubieran permitido hacerle el amor de esa manera, tomando sólo su cuerpo mientras su ser, su alma o su feminidad estaban ausentes, cualquiera de las tres cosas que él amara. Y ahora, evocando las pasadas semanas y meses, sintió la inquietante presencia de señales dominantes más allá de la memoria, señales de una disminución del amor que él sentía por ella, de una disparidad entre lo que decía y lo que sentía. Él era actor; ¿podía saber nadie cuándo un actor estaba diciendo la verdad o estaba actuando?

Necesitaría algo más que una ducha para borrarse todos esos pensamientos. Cerró el grifo, y con ambas manos, se escurrió su cabellera chorreante.

Al salir para ir de compras llamó al timbre de la puerta de los Castevet y devolvió las copas de las natillas.

—¿Le gustaron, querida? —preguntó Minnie—. Creo que puse demasiada crema de cacao.

—Estaban deliciosas —contestó Rosemary—. Tendrá que darme la receta.

—Con mucho gusto. ¿Va de compras? ¿Querría hacerme un pequeño favor? Tráigame seis huevos y un paquete de Instant Sanka; ya le pagaré luego. Detesto salir a comprar sólo por tan poca cosa. ¿No le importa?

* * *

Ahora había cierto distanciamiento entre ella y Guy; pero él parecía no darse cuenta de ello. Su obra iba a ensayarse el día primero de noviembre. Se titulaba: ¿No la conozco a usted de algo?, y él pasaba la mayor parte de su tiempo estudiando su papel, practicando el uso de las muletas y de los aparatos ortopédicos que requería, y yendo a Highbridge, en el Bronx, donde estaba el local en que se ensayaría la obra. Cenaban con amigos las más de las noches, y cuando no, hablaban de muebles y de la huelga de los periódicos, que parecía que ya iba a terminar, o del campeonato de béisbol, procurando dar a su conversación un tono natural. Fueron al ensayo de un nuevo número musical y al rodaje de una nueva película, a fiestas y a la inauguración de la exposición de construcciones de metal de un amigo. Guy nunca le miraba a la cara, y siempre tenía los ojos fijos en un guión, el televisor o lo que fuera. Él se iba a la cama y se dormía antes de que se acostara ella. Una noche él se fue a casa de los Castevet a que Roman le contara más historias teatrales, y ella se quedó en el apartamento, contemplando Cara Divertida por televisión.

—¿No crees que deberíamos hablar de lo nuestro? —le preguntó ella a la mañana siguiente, durante el desayuno.

—¿Hablar de qué?

Se le quedó mirando; él puso cara como si de veras no supiera nada.

—De las conversaciones que hemos tenido últimamente —dijo ella.

—¿Qué quieres decir?

—Que ni siquiera me has mirado a la cara.

—¿De qué estás hablando? Pues claro que te he mirado.

—No, no me has mirado.

—Sí. Cariño ¿qué te pasa? ¿Qué es todo esto?

—Nada. No importa.

—No. Dímelo. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que te preocupa?

—Nada.

—Mira, cariño. Ya sé que últimamente he estado muy absorbido con el papel y las muletas y todo ello, ¿no es verdad? Pero bueno, Ro, eso es importante. ¿No lo sabes? Y el que no te esté mirando a cada momento con una mirada apasionada no quiere decir que no te quiera. También tengo que pensar en las cosas prácticas.

Se mostraba confuso, encantador y sincero, como en su papel de vaquero en Parada de autobús.

—Muy bien. Siento haber sido tan fastidiosa —declaró Rosemary.

—¿Tú? No podrías ser fastidiosa aunque lo intentaras.

Se inclinó sobre la mesa y la besó.

* * *

Hutch tenía una cabaña cerca de Brewster, donde pasaba a veces los fines de semana. Rosemary lo llamó y le preguntó si podría utilizarla durante tres o cuatro días, quizás una semana.

—Guy está con su nuevo papel —le explicó ella—, y creo que estaría más tranquilo si yo lo dejara solo.

—Es tuya —fue la respuesta de Hutch.

Rosemary fue a su apartamento en la esquina de Lexington y Calle Veinticuatro para recoger la llave.

Entró primero en una salchichería, cuyos dependientes eran amigos suyos de los tiempos en que había vivido en el barrio, y luego subió al apartamento de Hutch, que era pequeño y oscuro, aunque estaba muy ordenado. En él había una foto de Winston Churchill, con dedicatoria, y un sofá que había pertenecido a Madame Pompadour. Hutch estaba sentado descalzo entre dos mesitas de bridge, cada una con su máquina de escribir y montones de papeles. Su costumbre era escribir dos libros a la vez, siguiendo con el segundo cuando se atascaba con el primero, y volviéndose hacia el primero cuando no sabía cómo continuar el segundo.

—Es una idea que se me ha ocurrido de pronto —dijo Rosemary, sentándose en el sofá de Madame Pompadour—. Me di cuenta el otro día de que jamás he estado sola en mi vida, por más de unas pocas horas. Creo que pasar sin nadie tres o cuatro días será para mí un cielo.

—Una oportunidad para sentarse tranquilamente y descubrir quién eres; dónde has estado y a dónde vas.

—Exacto.

—Muy bien; puedes dejar de forzar esa sonrisa —le dijo Hutch—. ¿Te ha tirado él alguna lámpara a la cabeza?

—Él no me ha tirado nada —dijo Rosemary—. Es un papel muy difícil; un muchacho paralítico que pretende que ya se ha acostumbrado a su invalidez. Tendrá que trabajar con muletas y aparatos ortopédicos en las piernas, y, claro está, preocupado y… y preocupado.

—Ya veo —dijo Hutch—. Bueno, cambiemos de tema. El News traía un amable resumen el otro día de todo lo que había ocurrido durante la huelga de los periódicos. ¿Por qué no me dijiste que había habido otro suicidio en la Casa Feliz?

—¡Oh! ¿No te lo dije? —preguntó Rosemary.

—No, no me lo dijiste.

—Era alguien que conocíamos. La joven de que te hablé; la que había sido adicta a las drogas y fue rehabilitada por los Castevet, ese matrimonio que vive en nuestro piso. Estoy segura de haberte hablado de eso.

—La chica que bajaba al sótano contigo.

—Eso es.

—Pues no acabaron de rehabilitarla, al parecer. ¿Vivía con ellos?

—Sí —contestó Rosemary—. Nos hemos hecho muy amigos de ellos desde que ocurrió eso. Guy va a verlos de vez en cuando para que le cuenten historias de teatro. El padre del señor Castevet fue un productor hacia principios de siglo.

—No me habría imaginado que Guy se interesara por ellos —comentó Hutch—. ¿Son una pareja mayor?

—Él tiene setenta y nueve; ella unos setenta.

—Es un apellido muy extraño —dijo Hutch—. ¿Cómo se escribe?

Rosemary se lo deletreó.

—No lo he oído nunca —declaró él—. Supongo que será francés.

—El apellido puede que sí, pero ellos no lo son —explicó Rosemary—. Él es de aquí y ella es de un pueblo de Oklahoma llamado Bushyhead[2], lo creas o no lo creas.

—¡Vaya por Dios! —exclamó Hutch—. Utilizaré eso en uno de mis libros. En ése. Ya sé dónde ponerlo. Y ahora dime, ¿cómo piensas ir a la cabaña? Necesitarás un auto, supongo.

—Alquilaré uno.

—Llévate el mío.

—¡Oh, no, Hutch! No podría.

—Llévatelo, por favor —insistió Hutch—. Todo lo que hago es moverlo de un lado al otro de la calle. Por favor. Me ahorrarás muchas molestias.

Rosemary sonrió:

—Muy bien —dijo—. Te haré un favor llevándome tu coche.

Hutch le dio las llaves del coche y de la cabaña, le hizo un mapa improvisado de la ruta, y le mecanografió una lista de instrucciones concernientes a la bomba, el refrigerador y una serie de posibles emergencias. Luego se puso los zapatos y la chaqueta y bajó con ella hasta donde estaba el auto, un viejo Oldsmobile azul claro.

—La documentación está en el compartimiento de los guantes —le explicó—. Por favor, considérate en libertad de permanecer allí todo el tiempo que quieras. No tengo planes inmediatos para el coche ni para la cabaña.

—No pienso estar más de una semana —le contestó Rosemary—. Guy puede que no quiera que esté allí ni siquiera eso.

Cuando ya estuvo dentro del coche, Hutch se apoyó en la ventanilla y le dijo:

—Tengo muchos buenos consejos que darte; pero no pienso meter las narices en tus asuntos aunque me muera.

Rosemary le dio un beso.

—Gracias —le dijo—. Por eso, por lo otro y por todo.

* * *

Partió en la mañana del sábado 16 de octubre y estuvo en la cabaña cinco días. En los primeros dos días ni siquiera había pensado en Guy, una buena venganza por la alegría con que él había dado su conformidad para que ella se fuera. ¿Tenía ella aspecto de necesitar un buen descanso? Muy bien, pues tendría uno, uno muy largo, sin pensar ni siquiera una vez en él. Paseó por hermosos bosques amarillo-naranja, se fue a dormir temprano y durmió hasta tarde, leyó El vuelo del halcón, de Daphne du Maurier, y preparó comidas de glotón en la estufa con botellas de gas butano. Ni una sola vez pensó en él.

Al tercer día ya pensó en él. Él era vanidoso, egoísta, superficial y falso. Se había casado con ella para tener un público, no una compañera (la pequeña señorita Recién-Venida-de-Omaha, ¡qué inocente palomita había sido! «¡Oh! Estoy acostumbrada a los actores. Ya llevo aquí casi un año». Y ella lo había seguido por el estudio como si fuera el perrito que le llevara en la boca el periódico). Le daría un año para que se enmendara y se convirtiera en un buen esposo; si no lo hacía, lo dejaría, y sin escrúpulos religiosos de ninguna clase. Y, mientras tanto, ella volvería a trabajar y recobraría de nuevo aquella independencia y aquel dominio de sí misma de que se había desprendido tan apresuradamente. Sería fuerte y orgullosa, y estaría dispuesta a marcharse inmediatamente si él no lograba ponerse a su nivel.

Aquellas comidas de glotón (latas enormes de solomillo de buey y chile con carne) empezaron a sentarle mal y al tercer día ya sentía ligeras náuseas y tuvo que comer sólo sopa con galletas.

Al cuarto día se despertó echándolo de menos y lloró. ¿Qué estaba haciendo ella ahí sola, en esa hermosa, pero fría cabaña? ¿Tan terrible era lo que había hecho él? Se había emborrachado y le había hecho el amor sin pedírselo. Bueno, eso era en realidad una ofensa como para estremecer la tierra, ¿no? Pero él estaba enfrentándose a la prueba más difícil de su carrera y ella, en vez de estar a su lado para ayudarle, apuntarle y animarle, estaba en medio de aquellas soledades, comiendo hasta ponerse enferma y añorándolo. Claro que él era vano y creído; pero ¿acaso no era un actor? Laurence Olivier probablemente era también vano y creído. Y seguro que mentiría de vez en cuando; pero ¿no era eso exactamente lo que le había atraído de él y le seguía atrayendo? Esa libertad e impasibilidad tan diferentes de su propia y acartonada corrección.

Fue a Brewster y le telefoneó. Contestó el Amigo de Servicio:

—¡Hola, querida! ¿Ha vuelto del campo? ¡Oh! Guy está fuera; ¿quiere que la llame? ¿Que usted lo llamará a las cinco? Muy bien. ¿Disfruta de buen tiempo? ¿Se divierte? Bueno.

A las cinco él estaba todavía fuera, y su mensaje seguía esperándole. Cenó en un restaurante y fue al cine. A las nueve él seguía fuera y en el servicio había alguien nuevo y automático con un mensaje para ella: debería llamarle antes de las ocho de la mañana siguiente o por la tarde después de las seis.

Al día siguiente, ella llegó a tener lo que parecía un modo razonable y realista de ver las cosas. La culpa había sido de los dos; él por ser desconsiderado y egoísta; ella por no haber sabido expresar y explicar su descontento. Era difícil que él cambiara antes que ella le demostrara que había cambiado. Ella sólo tenía que hablar; no, ellos tenían que hablar; porque a lo mejor él podía sentir en su interior un descontento similar que ella ignorara, y las cosas tendrían forzosamente que mejorar. Como tantas infelicidades, ésta había comenzado con silencio en vez de una charla franca y honesta.

Fue a Brewster a las seis, llamó y él estaba en casa.

—¡Hola, cariño! —contestó Guy—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—Muy bien. Te echo de menos.

Ella sonrió al teléfono.

—Te echo de menos —repitió ella—. Mañana vuelvo a casa.

—¡Qué alegría! —exclamó él—. Por aquí han ocurrido muchas cosas. Los ensayos han sido retrasados hasta enero.

—¿Sí?

—No han podido encontrar a nadie para el papel de la muchacha. Claro que esto es un hueco que a mí me viene de perilla. Voy a hacer de consejero el mes que viene en un programa de comedias de media hora.

—¿De veras?

—Me ha caído del cielo, Ro. Y parece cosa buena. La emisora ABC está encantada con la idea. Se llama Greenwich Village, lo van a filmar allí. Yo seré quien escriba las correcciones. Eso es prácticamente llevar la dirección.

—¡Es maravilloso, Guy!

—Escucha. Tengo que ducharme y afeitarme; he de ir a un rodaje en el que estará presente Stanley Kubrick. ¿Cuándo piensas volver?

—Llegaré a eso del mediodía, o quizá antes.

—Te estaré esperando. Muchos besos.

—¡Muchos besos!

Luego telefoneó a Hutch, que había salido, y le dejó recado de que ella le devolvería el coche al día siguiente por la tarde.

A la mañana siguiente limpió la cabaña, la cerró con llave, y regresó a la ciudad. Había un embotellamiento de tráfico en Saw Mill River Parkway por una colisión de tres vehículos, y era ya cerca de la una cuando ella estacionó el coche, ocupando la mitad de la parada de autobús situada enfrente de la Bramford. Llevando su pequeña maleta se apresuró a subir a su casa.

El ascensorista no había bajado a Guy; claro que él había estado fuera desde las once cincuenta a las doce.

Pero estaba en casa. Se oía un disco del álbum Sin Cuerdas. Ella abrió la boca para llamarle, y él salió del dormitorio con camisa y corbata, camino de la cocina con una taza de café recién usada en una mano.

Se besaron cariñosa y plenamente; él acariciándola con un sólo brazo a causa de la taza.

—¿Lo has pasado bien? —le preguntó él.

—Muy mal. Algo terrible. Te echaba de menos.

—¿Cómo estás?

—Muy bien. ¿Qué tal te fue con Stanley Kubrick?

—No se presentó el tío.

Se volvieron a besar.

Ella llevó la maleta al dormitorio y la abrió sobre la cama. Él entró con dos tazas de café, le dio una a ella y se sentó sobre la banqueta mientras ella desempacaba. Ella le contó lo de los bosques amarillo-naranja y las noches tranquilas; él le explicó lo de Greenwich Village, quiénes eran los otros que figuraban y los nombres de los productores, los escritores y el director.

—¿De veras te encuentras bien? —insistió él mientras ella echaba el cierre a la maleta vacía.

Ella no le comprendió.

—Tu período —aclaró él—. Cumplía el martes.

—¿El martes?

Él asintió.

—Bueno, sólo han pasado dos días —contestó ella.

La verdad es que se le habían acelerado los latidos de su corazón, que le dio un salto.

—Puede que sea el cambio de aguas, o lo mucho que comí allí —agregó.

—Nunca te habías retrasado hasta ahora —le recordó él.

—Probablemente me venga esta noche. O mañana.

—¿Quieres apostarte algo?

—Sí.

—¿Un cuarto de dólar?

Okay.

—Lo perderás, Ro.

—Cállate. Me estás poniendo nerviosa. Sólo son dos días. Probablemente me vendrá esta noche.