8

Rosemary fue a la parte alta de Broadway, a comprar tajadas de pez espada, y luego a la avenida Lexington, en el otro extremo de la ciudad, a por quesos. No es que ella no pudiera comprar esas cosas en su barrio, sino que en aquella hermosa mañana quería andar por la ciudad, caminando con paso vivo mientras su abrigo revoloteaba, atrayendo miradas de reojo por lo bonita; impresionando a los dependientes por la precisión y exactitud de sus pedidos. Era el lunes 4 de octubre, el día de la visita del Papa Pablo VI a la ciudad, y, ante el acontecimiento, la gente se había vuelto más franca y comunicativa de lo que era de ordinario. «¡Qué agradable es —pensó Rosemary— que toda la ciudad sea feliz cuando yo soy feliz!».

Siguió a la comitiva papal a través de la televisión, trasladando el televisor desde la pared del estudio (que pronto sería cuarto de los niños) y colocándolo de manera que pudiera verlo desde la cocina mientras preparaba el pescado, las verduras y la ensalada. El discurso ante las Naciones Unidas la conmovió, y estuvo segura de que serviría para mejorar la situación en Vietnam. «No más guerra», decía. ¿No impresionarían estas palabras incluso al estadista más duro de cabeza?

A las cuatro y media, mientras ella estaba disponiendo la mesa frente a la chimenea, el teléfono sonó.

—¿Rosemary? ¿Cómo estás?

—Bien —contestó—. ¿Y tú?

Era Margaret, la mayor de sus dos hermanas.

—Bien —aseguró la hermana.

—¿Dónde estás?

—En Omaha.

Jamás se habían llevado bien. Margaret había sido una chica sombría y resentida, que su madre había utilizado demasiadas veces como cuidadora de los hijos menores. Era extraño que la llamara; extraño y de mal agüero.

—¿Estáis todos bien? —preguntó Rosemary. «Alguien ha muerto» —pensó—. «¿Quién? ¿Mamá? ¿Papá? ¿Brian?».

—Todos estamos bien.

—¿De veras?

—Sí, ¿y tú?

—Ya te he dicho que estoy bien.

—He tenido todo el día un tonto presentimiento, Rosemary. Que te había ocurrido algo. Un accidente o algo así. Que estabas herida. Quizá en un hospital, moribunda…

—Pues no me ha pasado nada —contestó Rosemary riéndose—. Me encuentro bien, de veras.

—Fue una sensación tan fuerte… —dijo Margaret—. Estaba segura de que te había ocurrido algo. Finalmente, Gene me dijo: «¿Por qué no la llamas y te enteras?».

—¿Y él? ¿Cómo se encuentra?

—Bien.

—¿Y los niños?

—¡Oh! Los chichones y arañazos de siempre; pero también están buenos. Estoy esperando otro, ¿lo sabías?

—No, no lo sabía. ¡Qué estupendo! ¿Para cuándo lo esperas? Nosotros tendremos también pronto uno de camino.

—Para finales de marzo. ¿Cómo está tu marido, Rosemary?

—Muy bien. Ha conseguido un papel muy importante en una obra nueva, que van a empezar a ensayar pronto.

—Dime, ¿has visto al Papa? —preguntó Margaret—. Ahí debe de haber mucha animación.

—Sí que la hay —contestó Rosemary—. Lo he estado viendo por televisión. ¿Lo están dando ahí también en Omaha?

—¿Y no has salido para verlo en persona?

—No, no he salido.

—¿De veras?

—De veras.

—¡Es el colmo, Rosemary! —dijo Margaret—. ¿Sabes que papá y mamá iban a ir en avión para verlo, pero que no han podido porque iba a haber una votación sobre una huelga y papá secunda la moción? Muchísima gente ha ido en avión: los Donovan, y Dot y Sandy Wallingford. Y tú, que vives ahí, te quedas tan tranquila en tu casa y no vas a verlo.

—La religión ya no significa tanto para mí como significaba cuando vivía en casa —replicó Rosemary.

—Bien —dijo Margaret—. Imagino que eso era inevitable —y Rosemary oyó, aunque no pronunciada, la frase «cuando te casaste con un protestante».

—Has sido muy amable llamándome, Margaret. No tienes por qué preocuparte. Jamás he estado más sana ni me he sentido más feliz.

—Fue una sensación tan fuerte… —repitió Margaret—. Desde el instante en que me desperté. Estoy tan acostumbrada a cuidar de vosotros, pequeños mocosos…

—Da cariñosos recuerdos de mi parte a todos, ¿quieres? Y dile a Brian que conteste a mi carta.

—Lo haré, Rosemary…

—¿Sí?

—Sigo teniendo el presentimiento. Quédate en casa esta noche, ¿lo harás?

—Precisamente eso es lo que pensábamos hacer —contestó Rosemary, mirando por encima del hombro a la mesa a medio poner.

—Bien, cuídate —insistió Margaret.

—Me cuidaré. Y cuídate también tú, Margaret.

—Lo haré, adiós.

—Adiós.

Volvió a la mesa y siguió ordenándola, sintiéndose complacidamente triste y nostálgica por Margaret, Brian y los demás; por Omaha y por un pasado irrecuperable.

Cuando dejó la mesa ya puesta, fue a bañarse; luego se empolvó y se perfumó, se pintó los ojos y los labios y se peinó, poniéndose el pijama de seda roja que Guy le había regalado la Navidad anterior.

* * *

Él volvió a casa tarde, después de las seis.

—¡Huum! —exclamó, besándola—. Estás para comerte. Y, a propósito, ¿comemos? ¡Maldición!

—¿Qué?

—Olvidé el pastel.

Él le había dicho a ella que no hiciera postre, que traería su favorito de siempre, un pastel de calabaza «Horn and Hardart».

—¡Yo mismo me pegaría! —exclamó—. He pasado por delante de dos confiterías.

—Es igual —dijo Rosemary—, tenemos fruta y queso. Al fin y al cabo, ése es el mejor postre.

—No, es el pastel de calabaza.

Fue a lavarse las manos y ella metió una bandeja de setas rellenas en el horno y aliñó la ensalada.

Al cabo de unos minutos, Guy apareció en la puerta de la cocina, abotonándose el cuello de una camisa azul de pana. Le brillaban los ojos y estaba un poco nervioso, lo mismo que había estado la primera vez que durmieron juntos, cuando él sabía que esto iba a suceder. A Rosemary le complació verlo de aquel modo.

—Tu Papa ha armado un buen jaleo con el tráfico hoy —le dijo.

—¿Lo has visto por la televisión? —le preguntó—. Ha sido fantástico; lo han dado todo.

—Eché un vistazo en casa de Alian —contestó él—. ¿Vasos en el congelador?

—Sí. Pronunció un discurso magnífico en las Naciones Unidas. «No más guerra», les dijo.

—¡Oye! La comida tiene hoy muy buen aspecto.

Se tomaron unos cócteles Gibson y las setas en la sala. Guy metió periódicos arrugados bajo la parrilla de la chimenea y encima puso palitos de leña, así como dos grandes trozos de carbón mate.

—Ahí va —dijo encendiendo una cerilla.

La llama se elevó y prendió en la leña. Un humo negro comenzó a salir por debajo de la repisa, en dirección al techo.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Guy, metiéndose dentro de la chimenea.

—¡La pintura! ¡La pintura! —exclamó Rosemary.

Consiguió abrir el tiro de la chimenea, y el acondicionador de aire, puesto en marcha en seguida, extrajo el humo.

—Nadie, pero nadie, tiene un fuego esta noche —dijo Guy.

Rosemary, arrodillándose con su vaso en la mano, se quedó mirando fijamente a los crepitantes carbones envueltos por las llamas, y dijo:

—¿Verdad que es maravilloso? Espero que tengamos el invierno más frío en ochenta años.

Guy puso un disco de Ella Fitzgerald cantando algo de Cole Porter.

Se habían comido a medias el pez espada, cuando sonó el timbre de la puerta.

—¡Vaya! —exclamó Guy. Se levantó, soltó a un lado la servilleta y fue a abrir la puerta. Rosemary alargó el cuello y aguzó el oído.

La puerta se abrió y Minnie dijo:

—¡Hola, Guy!

Dijo algo más, que fue ininteligible.

«¡Oh, no! —pensó Rosemary—. No la dejes, Guy. Esta noche no».

Guy contestó algo y luego Minnie dijo:

—… de más. No los necesitamos.

Guy volvió a contestarle y Minnie volvió a hablar. Rosemary se acomodó, conteniendo el aliento; parecía como si no fuera a entrar, gracias a Dios.

La puerta se cerró y corrió la cadena (¡estupendo!) y el cerrojo (¡bien!). Rosemary observó y esperó, y Guy apareció furtivamente en el arco de la puerta, sonriendo con cara de buen chico, ocultando sus manos tras la espalda.

—¿Quién dice que no hay buena gente? —dijo, acercándose a la mesa y alargando sus manos con una copa de natilla en cada una de ellas—. Madame y Monsieur tendrán su postre después de todo —dijo colocando una copa al lado del vaso de vino de Rosemary y la otra al lado del suyo—. Mousse au chocolat o «ratón de chocolate»[1], como Minnie lo llama. Claro que viniendo de ella puede ser chocolate de ratón, así que cómetelo con cuidado.

Rosemary rió, feliz.

—¡Qué maravilloso! —exclamó—. Es justamente lo que yo pensaba hacer.

—¿Ves? —dijo Guy, sentándose—. Especialidad de la casa.

Apartó su servilleta y sirvió más vino.

—Temí que entrara y se quedara aquí toda la noche, dándonos la lata —confesó Rosemary, pinchando zanahorias con el tenedor.

—No —contestó Guy—. Sólo quería que probáramos su chocolate de ratón, que es una de sus especialidades.

—Parece bueno.

—Lo es, ¿verdad?

Las copas estaban llenas de remolinos de chocolate. La de Guy estaba rematada con una rociada de pedacitos de nuez, y la de Rosemary con media castaña.

—Ha sido muy amable de su parte, realmente —dijo Rosemary—. No nos deberíamos reír de ella.

—Tienes razón —contestó Guy—. Tienes razón.

* * *

Las natillas eran excelentes, pero tenían un lejano gusto a tiza, que recordó a Rosemary las pizarras del colegio. Guy dijo que él no le encontraba ese gusto, a tiza ni a nada. Rosemary soltó la cucharilla después de probarlo dos veces.

—¿No vas a acabar de comértelo? —le preguntó Guy—. Eso son tonterías, cariño. No tiene mal gusto.

Rosemary insistió en que sí.

—¡Vamos! —dijo Guy—, el pobre murciélago estuvo trabajando todo el día sobre una cocina al rojo vivo; cómetelo.

—Pero si no me gusta… —protestó Rosemary.

—Es delicioso.

—Pues cómete el mío.

Guy puso mala cara.

—Muy bien, no te lo comas —le dijo—. No quieres ponerte el amuleto que te regaló; pues tampoco tienes por qué comerte su postre.

Confusa, Rosemary preguntó:

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra?

—Bueno, ambas son ejemplos de… falta de amabilidad, eso es todo —dijo Guy—. Hace dos minutos me dijiste que no deberíamos reírnos de ella. Eso es también una forma de burlarse de ella, aceptándole algo y luego no usándolo.

—¡Oh!… —Rosemary tomó su cucharilla—. Si vamos a pelearnos por esto… —tomó una cucharadita llena de natillas y se la metió en la boca.

—No vamos a pelearnos —replicó Guy—. Si de veras no te gusta, no te lo comas.

—Delicioso —dijo Rosemary, con la boca llena y tomando otra cucharadita—, no tiene ningún mal gusto. Vuelve los discos.

Guy se levantó y fue al tocadiscos. Rosemary dobló su servilleta sobre su regazo y dejó caer en ella dos cucharaditas de natillas, y otra media cucharadita más para hacer buena medida. Dobló la servilleta y entonces rebañó el contenido de la copa ostensiblemente y se tomó los restos cuando Guy regresaba silbando a la mesa.

—Aquí tienes, papaíto —le dijo inclinando la copa hacia él—. ¿Me he ganado una estrella dorada?

—Dos —dijo él—. Siento haber sido tan picajoso.

—Lo fuiste.

—Lo siento —él sonrió.

Rosemary se ablandó:

—Estás perdonado —le dijo—. Está bien que seas considerado con las señoras ancianas. Eso significa que serás considerado conmigo cuando yo lo sea.

Tomaron café y crema de menta.

—Margaret me llamó esta tarde —dijo Rosemary.

—¿Margaret?

—Mi hermana.

—¿Están todos bien?

—Sí. Temía que me hubiera ocurrido algo. Tuvo un presentimiento.

—¿Sí?

—Nos quedaremos en casa esta noche.

—¿Cómo? Si he mandado reservar una mesa en «Nedick». En el Salón Naranja.

—Tendrás que cancelar esa reserva.

—¿Cómo has salido tú tan cuerda cuando el resto de tu familia está chiflada?

* * *

Rosemary sintió los primeros vértigos en la cocina, cuando estaba en el fregadero raspando de la servilleta las natillas que no se había comido, para tirarlas por el desagüe. Osciló un momento y luego parpadeó y frunció el ceño. Guy, desde el estudio, dijo:

—Aún no ha llegado. ¡Demonios, qué muchedumbre!

El Papa se dirigía al Yankee Stadium.

—Iré en seguida —dijo Rosemary.

Meneando la cabeza, para aclarársela, enrolló las servilletas dentro del mantel, y dejó el bulto a un lado para el cesto de la ropa sucia. Puso el tapón en el desagüe, abrió el grifo del agua caliente, echó dentro polvos de fregar y empezó a meter platos y cacerolas en la fregadera. Los fregaría por la mañana; mientras, que se reblandecieran durante toda la noche.

La segunda oleada de vértigo la sintió cuando fue a colgar el paño de secar. Le duró más, y esta vez la habitación le dio vueltas lentamente, y las piernas casi se le torcieron. Se agarró al borde del fregadero.

Cuando se le pasó, sumó mentalmente los dos cócteles Gibson, los dos vasos de vino (¿o habían sido tres?) y la copita de crema de menta. No era de extrañar.

Logró ir hasta la puerta del estudio y logró mantenerse de pie en la tercera oleada, agarrándose al pomo de la puerta con una mano y a la jamba con la otra.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Guy, levantándose con ansiedad.

—Vértigos —contestó ella, haciendo un esfuerzo por sonreír.

Él apagó el televisor y se acercó a ella, la tomó por el brazo y la sujetó por la cintura.

—No es de extrañar —dijo—. Hemos bebido mucho. Probablemente tenías el estómago vacío.

La ayudó a ir al dormitorio y, cuando las piernas le fallaron, la tomó en sus brazos. La depositó sobre el lecho y se sentó a su lado, tomándole la mano y acariciando su frente con gesto consolador. Ella cerró sus ojos. El lecho era una almadía que flotaba sobre suaves rizos, inclinándose y oscilando agradablemente.

—Es bonito —dijo ella.

—Necesitas dormir —le dijo Guy, acariciando su frente—. Una buena noche de sueño.

—Tenemos que hacer un niño.

—Lo haremos. Mañana. Tenemos tiempo.

—Me perderé la misa.

—Duerme. Pasa una buena noche de sueño. Sigue…

—Sólo una cabezada —dijo ella, y se vio sentada con una bebida en su mano en el yate del presidente Kennedy. Lucía el sol y soplaba la brisa, un día perfecto para un crucero. El presidente, estudiando un gran mapa, daba breves y precisas instrucciones a un piloto negro.

Guy le había quitado la chaqueta del pijama.

—¿Por qué me la quitas? —le preguntó ella.

—Para que estés más cómoda.

—Ya estoy cómoda.

—Duerme, Ro.

Desabrochó los broches de su costado y, lentamente, le quitó el pantalón. Pero ella se había dormido y no se dio cuenta. Ahora no tenía encima nada más que un bikini rojo; pero las otras mujeres que había en el yate (Jackie Kennedy, Pat Lawford y Sarah Churchill) llevaban bikinis asimismo, así que estaba bien, gracias a Dios. El presidente vestía su uniforme de la Marina. Se había recuperado completamente, después del asesinato, y tenía mejor aspecto que nunca. Hutch estaba de pie en la cubierta, cargado de equipo para los pronósticos meteorológicos.

—¿No viene Hutch con nosotros? —preguntó Rosemary al presidente.

—Sólo católicos —contestó éste, sonriendo—. Preferiría que no estuviéramos atados por estos prejuicios; pero, infortunadamente, lo estamos.

—Y ¿qué me dice de Sarah Churchill? —preguntó Rosemary, que se volvió para señalarla con el dedo, pero Sarah Churchill se había ido y en su lugar estaba su propia familia: su padre, su madre, y todos, con esposos, esposas y niños. Margaret estaba embarazada, así como Jean, Dodie y Ernestine.

Guy se estaba quitando su anillo de casado. Ella se preguntó por qué; pero estaba demasiado fatigada para preguntarlo.

—Duerme —le dijo ella. Y se durmió.

Era la primera vez que la Capilla Sixtina era abierta al público, y ella estaba contemplando el techo desde un nuevo ascensor que llevaba al visitante a través de la capilla horizontalmente, haciendo posible ver los frescos exactamente tal como Miguel Ángel los había visto al pintarlos. ¡Qué hermosos eran! Vio a Dios extendiendo su dedo a Adán, dándole el divino chispazo de la vida; y el lado inferior de un estante en parte cubierto con papel engomado color guinda, mientras ella era llevada hacia atrás a través del armario de la ropa blanca.

—Con cuidado —dijo Guy, y otro hombre dijo—: La ha puesto muy alta.

—¡Tifón! —gritó Hutch en la cubierta en medio de todo su equipo para pronósticos meteorológicos—. ¡Tifón! ¡Ya ha matado a cincuenta personas en Londres y se dirige hacia aquí!

Rosemary comprendió que tenía razón. Debía advertir al presidente. El buque se encaminaba al desastre.

Pero el presidente se había ido. Todo el mundo se había ido. La cubierta era infinita y estaba solitaria, exceptuando al piloto negro, que seguía aferrado al timón sin cambiar de rumbo.

Rosemary se acercó a él y en seguida se dio cuenta de que odiaba a todos los blancos, que la odiaba a ella.

—Será mejor que vaya abajo, señorita —le dijo, cortés, aunque odiándola, sin esperar siquiera a que le advirtiese lo que tenía que advertirle.

Abajo había un enorme salón de baile, en uno de cuyos lados una iglesia ardía violentamente y en el otro un hombre con una barba negra la estaba mirando fijamente. En el centro había una cama. Se recostó en ella, y, de repente, se vio rodeada por diez o doce personas desnudas, hombres y mujeres, Guy entre ellos. Eran personas mayores, las mujeres grotescas y con los pechos lacios. Minnie y su amiga Laura-Louise estaban allí, y Roman con una mitra negra y una túnica negra de seda. Con una fina varita negra le estaba haciendo dibujos en el cuerpo, mojando la punta de la varita en una copa roja que le sostenía un hombre bronceado por el sol, con un bigote blanco. La punta se movió de aquí para allá sobre su estómago y bajaba haciendo cosquillas por el interior de sus muslos. Las personas desnudas entonaban un cántico (desafinado, poco musical, con sílabas de acento extranjero) y eran acompañadas por una flauta o clarinete.

—¡Está despierta! ¡Ve! —susurró Guy a Minnie. Él estaba tenso, con los ojos muy abiertos.

—No ve —contestó Minnie—; siempre y cuando se comiera las natillas, no puede ver ni oír. Está como muerta. Ahora cante.

Jackie Kennedy entró en el salón de baile vestida con una exquisita bata de raso color marfil bordada con perlas.

—He sentido tanto oír que no te sientes bien —dijo, apresurándose a acudir al lado de Rosemary.

Rosemary le explicó lo de la mordedura del ratón, minimizándolo para que Jackie no se preocupara demasiado.

—Será mejor que te aten las piernas —dijo Jackie—, para el caso de convulsiones.

—Supongo que sí —contestó Rosemary—. Siempre hay la posibilidad de que estuviera rabioso.

Observó con interés cómo enfermeros con batas blancas ataban su piernas, y también sus brazos, a los cuatro pilares de la cama.

—Si la música te molesta —le dijo Jackie—, dímelo y haré que cese.

—¡Oh, no! —respondió Rosemary—. Por favor, no cambies el programa por mí. No me molesta nada, de veras.

Jackie le sonrió cariñosamente.

—Trata de dormir —le dijo—. Estaremos esperando arriba, en cubierta —se retiró, con su bata de raso crujiendo.

Rosemary durmió un poco, y entonces entró Guy y comenzó a hacerle el amor. La acarició con ambas manos, una larga y gustosa caricia que comenzó en sus muñecas atadas, se deslizó por sus brazos, pechos y caderas, y se convirtió en un voluptuoso cosquilleo entre sus piernas. Repitió la excitante caricia una y otra vez, con manos cálidas y de uñas afiladas, y entonces, cuando ella estuvo dispuesta-dispuesta-más-que-dispuesta, le deslizó una mano bajo sus nalgas, las elevó, alojó su dureza contra ella, y la empujó dentro poderosamente. Él era más grande que nunca; doloroso, maravillosamente grande. Se apoyaba sobre ella, con su otro brazo deslizándose bajo su espalda para sostenerla, su amplio pecho aplastando sus senos. (Él llevaba puesta, porque debía de ser un traje de etiqueta, una armadura de cuero áspero). De modo brutal y rítmico, empujaba su nueva enormidad. Ella abrió sus ojos y vio ojos amarillos como hornos, olió azufre y raíz de tanis, sintió un aliento húmedo en su boca, oyó gruñidos de lujuria y la respiración de espectadores.

«Esto no es un sueño —pensó ella—. Es algo real que está ocurriendo». La protesta surgió en sus ojos y garganta; pero algo cubrió su rostro, empapándola con un hedor dulzón.

La enormidad siguió penetrando en ella, el cuerpo correoso golpeando contra ella una y otra vez.

* * *

El Papa entró con una maleta en su mano y un abrigo sobre su brazo.

—Jackie me ha dicho que has sido mordida por un ratón —dijo.

—Sí —contestó Rosemary—. Por eso no fui a verle —ella habló tristemente, de modo que él no sospechara que ella había tenido un orgasmo.

—No te preocupes —le dijo—. No queríamos que arriesgaras tu salud.

—¿Estoy perdonada, Padre? —preguntó.

—Totalmente —le contestó. Alargó su mano para que ella le besara el anillo. En medio tenía una bola de filigrana de plata de menos de una pulgada de diámetro; dentro de ella, muy diminuta, Ana María Alberghetti estaba sentada, esperando.

Rosemary la besó y el Papa salió apresuradamente para tomar su avión.