A la noche siguiente, después de cenar, Guy fue a casa de los Castevet. Rosemary arregló la cocina y estaba pensando si ponerse a trabajar con los cojines para los asientos de la ventana o irse a la cama con Mangino en la Tierra Prometida, cuando sonó el timbre de la puerta. Era la señora Castevet, y con ella venía otra mujer, bajita, rolliza y sonriente, con una escarapela de «Buckley para alcalde» en el hombro de su vestido verde.
—¡Hola, querida! ¿Verdad que no la molestamos? —dijo la señora Castevet cuando Rosemary abrió la puerta—. Ésta es mi querida amiga Laura-Louise McBurney, que vive arriba en el 12. Laura-Louise, ésta es Rosemary, la esposa de Guy.
—¡Hola, Rosemary! ¡Bien venida al edificio Bramford!
—Laura-Louise acaba de conocer a Guy en nuestra casa, y ha querido conocer también a la esposa; así que hemos venido. Guy nos dijo que se había quedado en casa sin tener nada que hacer. ¿Podemos entrar?
Con un gesto de resignada buena voluntad, Rosemary les indicó el camino hacia la sala.
—¡Oh! ¡Ha comprado sillas nuevas! —exclamó la señora Castevet—. ¿Verdad que son preciosas?
—Las han traído esta misma mañana —explicó Rosemary.
—¿Se encuentra usted bien, querida? Parece fatigada.
—Me encuentro bien —dijo Rosemary sonriendo—. Es mi primer día de período.
—¿Y está levantada y atareada? —le preguntó Laura-Louise, sentándose—. En mis primeros días sentía yo tanto dolor, que no podía moverme, ni comer, ni hacer nada. Dan tenía que darme ginebra para que la sorbiera con una pajita y se me pasara así el dolor, y eso que entonces nosotros éramos cien por ciento abstemios, con esa sola excepción.
—Las chicas de hoy se toman las cosas con más desenvoltura —dijo la señora Castevet, sentándose también—. Son más sanas, gracias a las vitaminas y a los mejores cuidados médicos.
Ambas mujeres habían traído idénticas bolsas verdes de costura, y, para sorpresa de Rosemary, las estaban abriendo ahora y sacando su labor de ganchillo (Laura-Louise) y sus prendas por zurcir (la señora Castevet), disponiéndose a pasar una larga velada de labor de aguja y de conversación.
—¿Qué tiene ahí? —preguntó la señora Castevet—. ¿Cojines para los asientos?
—Son para los asientos de la ventana —contestó Rosemary, pensando: «Bueno, está bien, haré eso». Fue a por ello, lo sacó y regresó para unirse a ellas.
Laura-Louise dijo:
—Ha hecho usted un cambio tremendo en el apartamento, Rosemary.
—¡Ah! Antes de que se me olvide —dijo la señora Castevet—. Esto es para usted. De parte de Roman y mía.
Puso un paquetito envuelto en papel rosa sobre la mano de Rosemary. Tenía algo duro dentro.
—¿Para mí? —preguntó Rosemary—. No acabo de comprender.
—Es sólo un regalito —repuso la señora Castevet, desechando la perplejidad de Rosemary con rápidos movimientos de sus manos—. Por mudarse.
—Pero no hay ninguna razón para que ustedes… —Rosemary desenvolvió los pedazos de papel-tela, que ya habían sido utilizados antes. Dentro del envoltorio rosa estaba el amuleto de la buena suerte de Terry en forma de filigrana de plata, con su cadenita. El olor del contenido de la bolita hizo que Rosemary volviera la cabeza.
—Es muy antigua —dijo la señora Castevet—. Tiene por lo menos trescientos años.
—Es preciosa —dijo Rosemary, examinando la bolita y preguntándose si debería decirle que Terry se la había enseñado. Pero se le pasó el instante para decírselo.
—Eso verde que tiene dentro se llama raíz de tanis —explicó la señora Castevet—, y da buena suerte.
«A Terry no se la dio», pensó Rosemary; pero dijo:
—Es muy bonita, pero no puedo aceptar tal…
—Ya lo ha aceptado —repuso la señora Castevet, zurciendo un calcetín marrón y sin mirar a Rosemary—. Póngasela.
Laura-Louise dijo:
—Tendrá que acostumbrarse al olor antes de que lo conozca.
—¡Vamos! —insistió la señora Castevet.
—Bueno, gracias —dijo Rosemary, y con inseguridad se pasó la cadena sobre la cabeza y se metió la bolita en el cuello de su vestido. La dejó caer entre sus senos, fría e intrusa por un instante. «Me la quitaré en cuanto se vayan», pensó.
Laura-Louise siguió hablando:
—Un amigo nuestro hizo la cadena totalmente a mano. Es un dentista retirado y muy aficionado a hacer joyas de oro y plata. Ya lo conocerá usted alguna de estas noches en casa de Minnie y Roman. Estoy segura, porque son gente muy entretenida. Probablemente conocerá a todos sus amigos; a todos nuestros amigos.
Rosemary alzó la mirada de su labor y vio a Laura-Louise ruborizada por un azoramiento que había apresurado y confundido sus últimas palabras. Minnie seguía ocupada zurciendo, como si no se diera cuenta de nada. Laura-Louise sonrió y Rosemary le devolvió la sonrisa.
—¿Se hace usted sus propios vestidos? —le preguntó Laura-Louise.
—No —contestó Rosemary, dejando que cambiara de tema—. He tratado de hacérmelos de vez en cuando, pero luego no me van bien.
Resultó una velada agradable. Minnie contó algunas historias divertidas acerca de su niñez en Oklahoma, y Laura-Louise enseñó a Rosemary dos trucos de costura, explicando con calor por qué Buckley, el candidato conservador a alcalde, podría ganar las próximas elecciones, a pesar de las muchas probabilidades que tenía en contra.
Guy regresó a las once, silencioso y extrañamente reservado. Dijo «hola» a las mujeres y, acercándose a la silla de Rosemary, se inclinó para besarle la mejilla. Minnie preguntó:
—¿Ya son las once? ¡Caray! Vámonos, Laura-Louise.
Y Laura-Louise dijo:
—Venga a visitarme cuando quiera, Rosemary; estoy en el 12-F.
Las dos mujeres cerraron sus bolsas de costura y se fueron rápidamente.
—¿Fueron interesantes las historias esta noche? —preguntó Rosemary.
—Sí —contestó Guy—. ¿Y tú? ¿Lo has pasado bien?
—Muy bien. He hecho algo de labor.
—Ya veo.
—También me han hecho un regalo.
Le mostró el amuleto.
—Es el de Terry —dijo—. Se lo dieron a ella. Me lo enseñó. La policía debe habérselo… devuelto.
—Probablemente no lo llevaba puesto —opinó Guy.
—Apuesto a que sí. Estaba muy orgullosa de él, como si fuera… el primer regalo que alguien le había hecho —Rosemary se levantó la cadena por encima de su cabeza y luego sostuvo la cadena y el amuleto en la palma de su mano, removiéndolos y mirándolos.
—¿No lo vas a llevar puesto? —le preguntó Guy.
—Huele —contestó ella—. Tiene dentro una cosa que se llama raíz de tanis —alargó la mano—. Del famoso invernáculo.
Guy lo olió y se encogió de hombros:
—No es tan malo —dijo.
Rosemary fue a su dormitorio y abrió un cajón del tocador, donde tenía una cajita llena de chucherías.
—Con que tanis, ¿no es así? —se preguntó a sí misma, mirándose en el espejo, y soltó el amuleto en la cajita, la cerró, y luego cerró el cajón.
Guy, desde el umbral, le dijo:
—Si la has aceptado, debes llevarla puesta.
* * *
Aquella noche, Rosemary se despertó y halló a Guy sentado al lado de ella fumando en la oscuridad. Le preguntó qué le pasaba.
—Nada —contestó—. Un poco de insomnio, eso es todo.
«Las historias de Roman sobre actores de otros tiempos —pensó Rosemary— pueden haberle deprimido, al recordarle que su propia carrera va muy por detrás de la de Henry Irving o la de Forbes-Whosit. El que volviera a que le contaran más historias ha sido una forma de masoquismo».
Le tocó en el brazo y le dijo que no se preocupara.
—¿De qué?
—De nada.
—Muy bien, no me preocuparé.
—Tú eres el más grande —le dijo ella—. ¿Sabes? Lo eres. Y todo te saldrá bien. Tendrás que aprender karate para librarte de los fotógrafos.
Él sonrió al resplandor de su cigarrillo.
—El día menos pensado —prosiguió ella—. Algo grande. Algo digno de ti.
—Lo sé —contestó él—. Duérmete, cariño.
—Muy bien. Ten cuidado con el cigarrillo.
—Lo tendré.
—Despiértame si no puedes dormir.
—Lo haré.
—Te quiero.
—Te quiero, Ro.
* * *
Un par de días después, Guy trajo un par de entradas para la función del sábado por la noche de The Fantasticks, que, según dijo, le había dado Dominick, su profesor de dicción. Guy había visto la obra años atrás, antes de su primera representación; Rosemary había querido siempre verla.
—Ve con Hutch —le dijo Guy—. Así yo podré estar libre para ensayar una escena de Espera hasta que anochezca.
Hutch la había visto también, así que Rosemary fue con Joan Jellico, quien le confió mientras cenaban en el Bijou que ella y Dick se iban a separar, pues ya no tenían nada en común, excepto el domicilio. La noticia impresionó a Rosemary. Hacía días que Guy se mostraba distante y preocupado, como envuelto en algo que ella no podía apartar ni compartir. ¿Habría comenzado de la misma manera la frialdad entre Joan y Dick? Se sintió molesta con Joan porque llevaba tanto maquillaje y aplaudía tan ruidosamente en aquel pequeño teatro. No era extraño que ella y Dick no sintieran nada en común; ella era ruidosa y vulgar, y él reservado y sensible; debían de haber empezado por no casarse.
Cuando Rosemary volvió a casa, Guy estaba saliendo de la ducha, más vivaz y comunicativo de lo que había sido durante toda la semana. A Rosemary se le mejoro el ánimo. La función había sido mejor de lo que ella esperaba, según le dijo. Luego le comunicó la mala noticia de que Joan y Dick se iban a separar. En realidad, eran pájaros de plumajes muy diferentes, aunque ¿era así de veras? ¿Qué tal le había ido el ensayo de la escena de Espera hasta que anochezca?
—Estupendo. Ya la dominaba.
—¡Maldita raíz! —exclamó Rosemary.
Su olor se percibía en todo el dormitorio. Un olor acre y punzante, que se había abierto camino hasta el cuarto de baño. Fue a la cocina y tomando un pedazo de papel de aluminio, metió dentro el amuleto, haciendo un envoltorio triple y retorciendo los extremos, para asegurarlo más.
—Probablemente perderá su fuerza dentro de unos días —dijo Guy.
—Ojalá —dijo Rosemary, arrojando al aire con un pulverizador un producto desodorante—, pues en caso contrario lo tiraré y diré a Minnie que lo he perdido.
Hicieron el amor (Guy se mostró frenético e impulsivo) y luego, a través de la pared, Rosemary oyó una reunión cada vez más ruidosa en el apartamento de Minnie y Roman; el mismo cántico desafinado y poco musical que había oído la otra vez, casi como un cántico religioso, y la misma flauta o clarinete yendo de un lado para otro como música de fondo.
* * *
Guy estuvo muy animado y activo durante el domingo, construyendo anaqueles y estantes para los zapatos en los armarios empotrados del dormitorio, e invitando a un grupo de compañeros de los que actuaron con él en Lutero a una fiesta en el nuevo piso de los Woodhouse; y el lunes pintó los anaqueles y los estantes para los zapatos, y manchó una banqueta que Rosemary había encontrado en un baratillo. Canceló su clase con Dominick, y parecía muy interesado por las llamadas telefónicas, descolgando el aparato antes de que hubiera terminado el primer timbrazo. A las tres de la tarde, el teléfono sonó de nuevo, y Rosemary, que estaba tratando de colocar de otro modo las sillas de la sala, le oyó decir:
—¡Dios mío! ¡Pobre muchacho!
Ella fue a la puerta del dormitorio.
—¡Dios mío! —repitió Guy.
Se había sentado en la cama, con el teléfono en una mano y una lata de disolvente de la marca «Diablo Rojo», en la otra. No se volvió para mirarla.
—¿Y no tienen la menor idea de qué le ha producido eso? —preguntó—. ¡Dios mío! ¡Es horrible, horrible!
Escuchó y luego se irguió.
—Sí, soy yo —dijo, e hizo una pausa—. Sí que podría, odio conseguirlo de esta forma, pero yo… Bueno, tendrá que hablar con Alian para finalizar lo otro. Alian Stone, su agente. Estoy seguro de que no habrá ningún problema, señor Weiss; por lo menos no con respecto a nosotros.
Lo había conseguido. Lo «algo grande». Rosemary contuvo el aliento, aguardando.
—Gracias, señor Weiss —dijo Guy—. Si hay algo de nuevo ¿querrá comunicármelo? Gracias.
Colgó y cerró los ojos. Se quedó sentado, inmóvil, con la mano aún en el teléfono. Estaba pálido y parecía un maniquí, como si fuera una estatua de cera de Pop Art, con vestidos y accesorios y un teléfono y una lata de disolvente de pintura.
—¿Guy? —inquirió Rosemary.
Abrió los ojos y se la quedó mirando.
—¿Qué? —preguntó.
Parpadeó y pareció volver a la vida.
—Donald Baumgart se ha quedado ciego. Se despertó ayer y… no podía ver.
—¡Oh, no! —exclamó Rosemary.
—Ha tratado de ahorcarse esta mañana. Ahora está en Bellevue, tratado con sedantes.
Se miraron penosamente el uno al otro.
—Me han dado el papel —dijo Guy—. Es una manera horrible de conseguirlo —se quedó mirando a la lata de disolvente de pintura que tenía en la mano y la dejó sobre la mesilla de noche—. Escucha, tengo que salir a dar un paseo —se levantó—. Lo siento. Tengo que salir y hacerme a la idea.
—Lo comprendo. Vete —le dijo Rosemary, apartándose de la puerta.
Se fue tal como estaba, cerrando la puerta con un suave portazo.
Ella se dirigió a la sala, pensando en el pobre Donald Baumgart y en el afortunado Guy; en el afortunado Guy y la afortunada Rosemary, con aquel buen papel que llamaría la atención aunque la obra fracasara, que les conduciría a otras partes; quizá al cine, a una casa en Los Angeles, a un huerto con plantas aromáticas y tres niños separados uno de otro por dos años. ¡Pobre Donald Baumgart, con su nombre feo que él no se quiso cambiar! Debe de haber sido muy bueno, para que lo prefirieran a Guy. Y ahora estaba en Bellevue, ciego y queriendo suicidarse; y en ese momento bajo el efecto de los sedantes.
Arrodillándose sobre un asiento de ventana, Rosemary miró afuera y observó la puerta de la casa, allá abajo, esperando ver salir a Guy. ¿Cuándo comenzarían los ensayos?, se preguntó. Ella tendría que salir de la ciudad con él, por supuesto. ¡Qué divertido sería! ¿Boston? ¿Filadelfia? ¿Washington? Sería emocionante. Jamás había estado en esas ciudades. Mientras Guy estuviera ensayando por las tardes, ella podría salir a pasear, y, por las noches, después de la función, todos se reunirían en un restaurante o en un club para chismorrear e intercambiar rumores…
Aguardó y observó, pero no lo vio salir. Debía de haber utilizado la puerta de la calle Cincuenta y Cinco.
* * *
Ahora, cuando él debería de haber sido feliz, estaba melancólico e inquieto, sentándose sin mover más que la mano con que sostenía el cigarrillo, y los ojos. Con sus ojos la seguía por el apartamento, como si ella fuera peligrosa.
—¿Qué te pasa? —le preguntó ella una docena de veces.
—Nada. ¿No has ido hoy a tu clase de escultura?
—Hace dos meses que no voy.
—¿Por qué no vas?
Fue; arrancó plasta vieja, volvió a alzar la armadura y comenzó de nuevo, haciendo un modelo nuevo entre estudiantes nuevos.
—¿Dónde ha estado? —le preguntó el profesor.
Llevaba gafas y le abultaba la nuez en la garganta. Le hacía miniaturas de su torso sin ni siquiera mirar sus manos.
—En Zanzíbar —contestó ella.
—Ya no existe Zanzíbar —le replicó él, sonriendo nerviosamente—. Ahora se llama Tanzania.
Una tarde, ella fue a los almacenes Macy’s y a Gimbels, y cuando regresó a casa se encontró con rosas en la cocina y rosas en la sala, y con Guy saliendo del dormitorio con una rosa en la mano y una sonrisa de «perdóname», como una vez que en honor de ella le hizo una recitación de Chance Wayne en Dulce Pájaro.
—¡He sido un tipo de mierda! —dijo—. Sentado, esperando que Baumgart no recupere la vista. Eso es lo que he estado haciendo. Soy un canalla.
—Es natural que sientas escrúpulos de conciencia —le contestó ella.
—Escucha —le dijo él, acercándole la rosa a la nariz—, aunque esto falle, aunque tenga que ser el Charley de los vinos Cresta Blanca por el resto de mi vida, no voy a consentir que tú sigas llevándote la peor parte.
—Pero si no…
—Sí, me he llevado la mejor parte. He estado siempre tan ocupado mesándome los cabellos, pensando en mi carrera, que no te he dedicado ni un solo pensamiento. Tengamos un hijo, ¿de acuerdo? Tengamos tres a la vez.
Ella se le quedó mirando.
—Un bebé —dijo él—. Ya sabes. Caca, pañales, ¡buaaa! ¡buaaa!
—¿Lo dices en serio? —preguntó ella.
—¡Pues claro que lo digo en serio! —repuso él—. Hasta he averiguado el momento oportuno para empezar. El lunes y el martes próximos. Pon círculos rojos en el almanaque, por favor.
—¿Lo dices en serio, Guy? —repitió ella, con lágrimas en los ojos.
—No, bromeo. ¡Pues claro que lo digo en serio! Mira, Rosemary, por amor de Dios, no llores. Por favor. Me vas a poner muy nervioso si lloras, así que deja de llorar, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —convino ella—. No lloraré.
—Me he vuelto loco trayendo rosas —dijo él mirando a su alrededor, entusiasmado—. Hay otro ramillete en el dormitorio.