En la mañana del lunes siguiente, Rosemary estaba colocando en la cocina los últimos paquetes de la compra doble que había hecho de alimentos, cuando sonó el timbre de la puerta; por la mirilla vio a la señora Castevet, con su cabello blanco rizado bajo un pañuelo azul y blanco, mirando de modo solemne, fijamente, frente a ella, como si esperara el clic de una cámara de las que sacan fotografías para pasaporte.
Rosemary abrió la puerta y le dijo:
—¡Hola! ¿Cómo está usted?
La señora Castevet sonrió de modo triste.
—Bien —contestó—. ¿Puedo entrar por un instante?
—No faltaba más; entre, por favor.
Rosemary se apartó, apoyándose en la pared, y abrió de par en par. Percibió un ligero olor acre cuando la señora Castevet entró, el mismo olor del amuleto de la buena suerte de plata que había pertenecido a Terry, relleno con una cosa esponjosa y de color pardo verdusco. La señora Castevet llevaba puestos pantalones toreador, que le quedaban mal; ya que sus muslos y caderas eran macizos, fofos por la grasa. Los pantalones eran de un verde lima bajo una blusa azul. Del bolsillo de su cadera sobresalía un destornillador. Deteniéndose entre las puertas del estudio y la cocina, se volvió, se puso sus gafas de cadenita y sonrió a Rosemary. Sin saber por qué, Rosemary recordó el sueño que tuvo un par de noches antes, algo sobre la hermana Agnes riñéndole por haber tapado con ladrillos las ventanas; pero lo desechó y sonrió atenta, dispuesta a oír lo que la señora Castevet tenía que decirle.
—Sólo he venido a darle las gracias —dije la señora Castevet—, por hablar tan bien de nosotros la otra noche; por decir que la pobre Terry nos estaba agradecida por lo que habíamos hecho. Jamás sabrá lo mucho que nos consoló oír algo semejante en un momento tan terrible, ya que ambos pensamos que quizás habríamos fallado en algo, y que la empujamos a ello, aunque su nota deja claro como el cristal, por supuesto, que ella lo hizo por su propia voluntad; pero de todos modos fue una bendición oír eso en voz alta, dicho por alguien en quien Terry había confiado hasta el último momento.
—Por favor, no tiene por qué darme las gracias —dijo Rosemary—. Sólo repetí lo que ella me dijo.
—La mayoría de la gente no se habría molestado —dijo la señora Castevet—. Se habrían marchado, no queriendo ni siquiera esforzarse en gastar saliva y mover los labios. Cuando usted sea mayor se dará cuenta de que hay muy poca bondad en este mundo. Por eso se lo agradezco y Roman también. Roman es mi marido.
Rosemary inclinó la cabeza, sonrió y repuso:
—Sea usted bienvenida. Me alegro de haber podido serle útil.
—Su cadáver fue incinerado ayer por la mañana, sin ceremonia alguna —dijo la señora Castevet—. Ella lo quería así. Y ahora tenemos que olvidar y seguir viviendo. No será fácil; nos gustaba mucho tenerla a nuestro lado, ya que como no tenemos hijos… ¿Y ustedes? ¿Tienen alguno?
—No, no tenemos —dijo Rosemary.
La señora Castevet se quedó mirando a la cocina.
—¡Oh, qué bonita! —exclamó—. Con las cacerolas colgando de la pared de ese modo. ¡Y miren cómo ha puesto la mesa! ¡Qué interesante!
—Lo copié de una revista —explicó Rosemary.
—Han pintado esto muy bien —comentó la señora Castevet, pasando el dedo por la jamba de la puerta con gesto de apreciación—. ¿Fue por cuenta del dueño de la casa? Debe haber sido muy espléndida con los pintores; a nosotros no nos hicieron tan buen trabajo.
—Sólo dimos cinco dólares a cada uno —declaró Rosemary.
—¿Nada más? —la señora Castevet dio media vuelta y contempló el estudio—. ¡Oh! ¡Qué bonito! —exclamó—. Un cuarto para la televisión.
—Es provisional —dijo Rosemary—. Al menos, eso espero. Será el cuarto de los niños.
—¿Está usted embarazada? —le preguntó la señora Castevet, mirándola.
—Aún no —contestó Rosemary—; pero espero estarlo, tan pronto como estemos definitivamente establecidos.
—¡Qué maravilloso! —dijo la señora Castevet—. Usted es joven y sana; tendrá muchos chiquillos.
—Pensamos tener tres —dijo Rosemary—. ¿Quiere ver el resto del apartamento?
—Me gustaría —confesó la señora Castevet—. Me muero de ganas de ver lo que usted ha hecho. Antes solía venir aquí casi cada día. La señora que vivía aquí era muy amiga mía.
—Lo sé —dijo Rosemary, adelantándose a la señora Castevet para indicarle el camino—; Terry me lo dijo.
—¡Ah! ¿Sí? —repuso la señora Castevet—. Parece como si ustedes tuvieran largas charlas allá abajo en la lavandería.
—Sólo una —declaró Rosemary.
La sala asombró a la señora Castevet.
—¡Caramba! —exclamó—. ¡Ha sido enorme el cambio! ¡Todo parece más reluciente! ¡Oh, y miren esa silla! ¿No es preciosa?
—La trajeron el viernes —explicó Rosemary.
—¿Qué pagó por una silla así?
Rosemary, desconcertada, contestó:
—No me acuerdo. Creo que fueron unos doscientos dólares.
—No le importará que le haga tantas preguntas, ¿verdad? —dijo la señora Castevet dándose golpecitos en la nariz—. Por eso tengo esta narizota, por ser entrometida.
Rosemary se echó a reír y replicó:
—Está bien. A mí no me importa.
La señora Castevet inspeccionó la sala, el dormitorio y el cuarto de baño, preguntándole cuánto les había cobrado el hijo de la señora Gardenia por la alfombra y el tocador; dónde habían conseguido las lámparas de las mesitas de noche; qué edad tenía Rosemary, y si un cepillo de dientes eléctrico era de veras mejor que los antiguos. A Rosemary le divertía esa anciana tan franca, con su vozarrón y sus preguntas bruscas. La invitó a café y un trozo de pastel.
—¿A qué se dedica su marido? —preguntó la señora Castevet, sentándose despreocupadamente sobre la mesa de la cocina, y comprobando los precios marcados sobre las latas de sopa y ostras.
Mientras plegaba papel de envolver, Rosemary se lo dijo.
—¡Me lo imaginaba! —exclamó—. Se lo dije a Roman ayer: «¡Es tan guapo que apostaría a que es un actor de cine!». Las tres cuartas partes de los inquilinos de la casa lo son, ¿sabe? ¿En qué películas ha actuado su marido?
—En ninguna —explicó Rosemary—. Ha actuado en dos obras teatrales llamadas Lutero y Nadie quiere un albatros, y trabaja mucho para la radio y la televisión.
Tomaron el café y el pastel en la cocina, ya que la señora Castevet se negó a permitir que Rosemary revolviera la sala por culpa suya.
—Escuche, Rosemary —le dijo tragando pastel y café a la vez—. Tenemos un filete de solomillo de dos pulgadas de grueso, que en este mismo instante se está deshelando, y vamos a tener que tirar la mitad de él, porque sólo estamos Roman y yo para comer. ¿Por qué no vienen usted y Guy a cenar con nosotros esta noche? ¿Qué me dice?
—¡Oh! No podemos —contestó Rosemary.
—Claro que pueden ¿por qué no?
—Bueno, es que no quisiera…
—Podría sernos muy útil —aseguró la señora Castevet.
Se quedó mirando a su regazo, y luego alzó la mirada hacia Rosemary con una sonrisa forzada.
—Tuvimos visita de amigos la pasada noche y el sábado —dijo—; pero ésta será la primera noche que pasemos solos desde… aquello.
Rosemary se inclinó hacia ella, conmovida:
—Si está tan segura de que no vamos a ser una molestia… —dijo.
—Cariño, si fuera una molestia ya no se lo habría pedido —afirmó la señora Castevet—. Créame, soy tan egoísta como largo es el día.
Rosemary sonrió.
—No era eso lo que me decía Terry.
—Bueno —declaró la señora Castevet con una sonrisa de satisfacción—, Terry no sabía lo que decía.
—Tendré que consultarlo con Guy —dijo Rosemary—; pero usted siga adelante y cuente con nosotros.
La señora Castevet exclamó muy contenta:
—¡Escuche! ¡Dígale que no aceptaré un no como respuesta! ¡Quiero decir a la gente que lo conozco!
Acabaron su pastel y su café, hablando de los grandes momentos y los azares de la carrera de un actor, de los nuevos programas de la televisión y lo malos que eran, y de la huelga de los periódicos, que seguía.
—¿Serán las seis y media muy temprano para ustedes? —preguntó la señora Castevet, ya en la puerta.
—Será perfecto —contestó Rosemary.
—A Roman no le gusta cenar más tarde —explicó la señora Castevet—. Padece del estómago, y si cena demasiado tarde, luego no puede dormir. Sabe dónde estamos ¿verdad? El 7-A, a las seis y media. Les estaremos esperando. ¡Ah! Aquí está su correo, querida; se lo he traído. Propaganda. Bueno, mejor es eso que nada ¿verdad?
* * *
Guy regresó a casa a las dos y media, de muy mal humor; su agente le había dicho que, como él temía, el grotescamente llamado Donald Baumgart había obtenido el papel que él estuvo a punto de conseguir. Rosemary le dio un beso y le hizo sentar en la nueva y cómoda silla con un bocadillo de queso y una cerveza. Ella había leído el guión de la obra y no le gustó; probablemente acabarían fuera de la ciudad, dejando de representarla, y no volverían a oír hablar de Donald Baumgart.
—Aunque fuera así —se lamentó Guy—, es de esos papeles que llaman la atención. Ya verás como consigue algo después.
Destapó el bocadillo, miró su contenido con desagrado, lo tapó y empezó a comer.
—La señora Castevet ha venido esta mañana —le informó Rosemary— para darme las gracias por decir lo contenta que Terry estaba con ellos. Creo que lo que quería era ver el apartamento. Es la persona más entrometida que he visto en mi vida. Hasta me preguntó los precios de las cosas.
—No bromees —dijo Guy.
—Menos mal que ella reconoce que es entrometida; pero como es graciosa y no es fastidiosa, se le puede perdonar. Miró hasta en el botiquín.
—¿Hasta eso?
—Hasta eso. Y adivina lo que llevaba puesto.
—Un saco con tres equis marcadas ¿no?
—No, pantalones tipo torero.
—¿Pantalones de torero?
—De color verde lima.
—¡Cielos!
Arrodillándose en el suelo, entre las ventanas saledizas, Rosemary trazó una raya sobre un papel marrón con un lápiz y una regla, y luego midió la profundidad de los asientos de ventana.
—Nos invitó a cenar con ellos esta noche —dijo, y se quedó mirando a Guy—. Le contesté que lo consultaría contigo, pero seguro que lo pasaríamos bien.
—¡Por Dios, Ro! —exclamó Guy—. Pero si no queremos ir, ¿verdad?
—Creo que se sienten muy solos —dijo Rosemary—. Por lo de Terry.
—Cariño —respondió Guy—, si nos hacemos amigos de un matrimonio mayor como ése, no nos los podremos quitar nunca de encima. Viven en la misma planta que nosotros, y vendrán a visitarnos seis veces al día. Empezamos con que ella es entrometida.
—Le dije que podía contar con nosotros, Guy.
—¿No le dijiste también que primero lo ibas a consultar conmigo?
—Sí; pero también le dije que podía contar con nosotros —Rosemary se quedó mirando a Guy con cara de desamparo—. Estaba tan deseosa de que fuéramos…
—Esta noche no estoy de humor para ser amable con Mamá y Papá Cafetera —replicó Guy—. Lo siento, cariño, telefonéale y dile que no podemos ir.
—Como quieras —dijo Rosemary y trazó otra raya con el lápiz y la regla.
Guy acabó el bocadillo.
—No tienes por qué enfurruñarte —le dijo.
—No estoy enfurruñada —contestó Rosemary—. Comprendo lo que quieres decir con eso de que viviendo en la misma planta… Es un punto de vista razonable y tienes toda la razón. No estoy enfurruñada en absoluto.
—¡Demonios! —exclamó Guy—. ¡Iremos!
—No, no ¿por qué? No tenemos por qué ir. Yo ya había comprado cosas para la cena antes de que ella viniera; así que no hay problema.
—Iremos —repitió Guy.
—No tenemos por qué ir, si no quieres. Suena a falso, pero lo digo de veras.
—Iremos. Será mi obra buena del día.
—De acuerdo, pero sólo si tú quieres. Y les diremos claramente que es sólo por esta vez y que no queremos que eso sea el principio de nada. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.