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Hutch, cosa sorprendente, trató de disuadirlos, basándose en que la casa Bramford era «zona de peligro».

Cuando Rosemary llegó a Nueva York en junio de 1962, se fue a vivir con otra muchacha de Omaha y dos chicas de Atlanta a un apartamento de la parte baja de la avenida Lexington. Hutch vivía en el piso de al lado, y aunque se negó a ser el sustituto del padre de las chicas (ya había criado dos hijas suyas, y con eso tenía bastante, gracias a Dios), estuvo sin embargo, siempre a mano para casos de emergencia como «la noche que había alguien en la escalera de incendios», y «la vez en que Jeanne por poco muere estrangulada». Se llamaba Edward Hutchins, era inglés y tenía 54 años. Bajo tres seudónimos escribía tres series diferentes de libros de aventuras para muchachos.

A Rosemary le prestó otra clase de ayuda de emergencia. Ella era la menor de seis hermanos; los otros cinco se habían casado muy jóvenes y habían creado hogares cercanos a los de sus padres. Tras ella, en Omaha, había dejado a un padre malhumorado y suspicaz, una madre poco habladora y cuatro hermanos y hermanas resentidos. (Sólo el siguiente al mayor, Brian, que era aficionado a la bebida, le dijo: «Vete, Rosie, y haz lo que quieres hacer» y le alargó un bolso de mano de plástico que contenía ochenta y cinco dólares). En Nueva York, Rosemary se sintió culpable y egoísta, y Hutch tuvo que animarla con tazas de té cargado y charlas sobre los padres y los hijos, y el deber que uno tiene para consigo mismo. Ella le hacía preguntas que no habría podido hacer en la Escuela Superior Católica, y él la envió a que hiciera un curso nocturno de filosofía en la Universidad de Nueva York.

—Todavía haré una duquesa de esta florista arrabalera —decía.

Rosemary aún tenía humor para contestarle:

—¡Cuentista!

Y ahora, una vez al mes, más o menos, Rosemary y Guy cenaban con Hutch, bien en su apartamento, o, cuando les tocaba invitar a Hutch, en un restaurante. Guy encontraba a Hutch un poco aburrido; pero siempre lo trataba con cordialidad. Su esposa había sido prima de Terence Rattigan, el dramaturgo, y Rattigan y Hutch se escribían. En la vida teatral era importantísimo tener relaciones, como bien sabía Guy, aunque fueran relaciones de segunda mano.

El jueves, después de que ellos vieran el piso, Rosemary y Guy cenaron con Hutch en «Kuble’s», un pequeño restaurante alemán de la calle Treinta y Tres. Habían dado su nombre a la señora Cortez el martes por la tarde como una de las tres referencias que ella había pedido, y él ya había recibido y contestado su carta de demanda de informes.

—Estuve tentado de decirle que erais adictos a las drogas o sabandijas de catre —dijo—. O algo igualmente repelente a los caseros.

Ellos le preguntaron por qué.

—No sé si ya lo sabéis —dijo untando mantequilla a un panecillo—, pero la casa Bramford tiene muy mala fama desde principios de siglo.

Alzó la mirada, vio que no lo sabían y prosiguió (tenía una cara ancha y reluciente, ojos azules que miraban entusiasmados, y algunos mechones de cabello negro humedecido peinados a través de su cuero cabelludo).

—Además de Isadora Duncan y Theodore Dreiser —explicó—, la casa Bramford ha albergado a gran número de personajes mucho menos atractivos. Ahí es donde las hermanas Trench realizaron sus pequeños experimentos sobre dieta, y donde Keith Kennedy celebraba sus reuniones. Adrián Marcato vivió también allí, lo mismo que Pearl Ames.

—¿Quiénes eran las hermanas Trench? —preguntó Guy.

—¿Quién fue Adrián Marcato? —inquirió Rosemary.

—Las hermanas Trench —explicó Hutch—, fueron dos señoras muy decentes de la época victoriana que, en ocasiones, cometieron actos de canibalismo. Guisaron y se comieron a varios niños, incluyendo a una sobrina.

—¡Qué encanto! —exclamó Guy.

Hutch se volvió hacia Rosemary:

—Adrián Marcato practicó la brujería. Armó una buena hacia 1890 anunciando que había logrado conjurar a Satanás vivo. Mostró un puñado de cabellos y algunas raspaduras de garras, y, por lo visto, hubo gente que le creyó; por lo menos la suficiente para formar una muchedumbre que lo atacó y lo dejó casi muerto en el vestíbulo de la casa Bramford.

—Bromeas —dijo Rosemary.

—Hablo en serio. Pocos años después comenzó el asunto de Keith Kennedy, y hacia los años veinte la casa estaba medio vacía.

Guy manifestó:

—Yo ya estaba enterado de lo de Keith Kennedy y del caso de Pearl Ames; pero no sabía que Adrián Marcato hubiera vivido allí.

—Y esas hermanas —añadió Rosemary estremeciéndose.

—Pero luego vino la segunda guerra mundial y la escasez de viviendas —continuó Hutch—, y la casa se vio llena de nuevo, y ahora hasta ha adquirido un poco de prestigio como casa antigua de pisos grandes; pero en los años veinte la llamaban la Negra Bramford y la gente sensible se mantenía apartada de ella. El melón es para ti, ¿verdad, Rosemary?

El camarero depositó en la mesa los aperitivos. Rosemary se quedó mirando interrogativamente a Guy; éste enarcó las cejas y meneó la cabeza como diciendo: «No hagas caso, no dejes que te asuste».

El camarero se marchó.

—A lo largo de los años —siguió diciendo Hutch—, en la casa Bramford han pasado demasiadas cosas feas y desagradables. Y no todas ellas en un pasado lejano. En 1959 encontraron en el sótano el cadáver de un niño envuelto en un periódico.

Rosemary replicó:

—Pero esas cosas horribles ocurren en todas las casas de pisos de vez en cuando.

—De vez en cuando —repitió Hutch—. El caso es que en la casa Bramford ocurren con mucha mayor frecuencia. También hay irregularidades de menos espectacularidad. Por ejemplo, ocurren allí más suicidios que en casas de tamaño y antigüedad comparables.

—Y ¿cuál es la respuesta, Hutch? —preguntó Guy, haciéndose el serio y preocupado—. Debe de haber alguna explicación.

Hutch se lo quedó mirando por un instante.

—No lo sé —dijo—. Quizá se deba a que la notoriedad de las hermanas Trench atrajo a Adrián Marcato, y la notoriedad de éste atrajo a Keith Kennedy, y finalmente la casa se convirtió en… una especie de centro de reunión de gente propensa a observar una conducta rara. O quizá haya cosas que nosotros ignoramos todavía, sobre campos magnéticos o de electrones, o lo que sea, cosas que hacen que un lugar se convierta en maligno. Sé algo de esto porque la casa Bramford no es un caso único. Había una casa en Londres, en Praed Street, en la cual ocurrieron cinco asesinatos brutales en sesenta años. Ninguno de los cinco tuvo la menor relación entre sí; ni tampoco estaban relacionados los asesinos o las víctimas; ni siquiera fueron cometidos con la misma Piedra de la Luna o con el mismo Halcón Maltes, Y, sin embargo, cinco brutales asesinatos ocurrieron separadamente. En una casita con una tienda en la planta baja y un piso arriba. La demolieron en 1954, sin ningún propósito especial, ya que, por lo visto, el solar sigue sin edificar.

Rosemary hundió su cucharita en la tajada de melón.

—Puede que también haya casas afortunadas —dijo—. Casas en donde la gente se enamora, se casa y tiene niños.

—Y se convierte en estrellas —añadió Guy.

—Probablemente las hay —replicó Hutch—. Lo que pasa es que uno no oye hablar de ellas nunca. Sólo se da publicidad a las que tienen mala fama —sonrió a Rosemary y Guy—. Me gustaría que buscaseis una casa buena en vez de mudaros a la Bramford —dijo.

La cucharadita llena de melón que Rosemary se llevaba a la boca se detuvo a mitad de camino.

—¿En serio estás tratando de disuadirnos de que nos mudemos? —preguntó.

—Hija mía —dijo Hutch—. Ten presente que esta noche estaba citado con una mujer encantadora y he cancelado el encuentro sólo por venir a veros y deciros lo que tengo que decir. Honradamente, estoy tratando de quitaros esa idea de la cabeza.

—¡Santo Dios, Hutch…! —empezó a decir Guy.

—No es que yo quiera asegurar —prosiguió Hutch— que al entrar en la casa Bramford os va a caer en la cabeza un piano, que os van a comer unas solteronas o que os vayáis a convertir en estatuas de piedra. Sólo trato de deciros que la casa tiene mala fama y que había que considerar eso, y no sólo el alquiler razonable o la chimenea que funciona; la casa tiene un historial muy cargado de sucesos desagradables. ¿Por qué penetrar deliberadamente en zona de peligro? ¿Por qué no vais al edificio Dakota o al Osborne si se os ha metido en la cabeza vivir en medio del esplendor del siglo XIX?

—La casa Dakota está toda alquilada —replicó Rosemary— y a la Osborne la van a derribar.

—¿No estás exagerando un poco, Hutch? —preguntó Guy—. ¿Han ocurrido más «sucesos desagradables» en los últimos años, además de lo del niño en el sótano?

—Un ascensorista se mató el pasado invierno —dijo Hutch—. En un accidente que no tenía nada de normal. He estado esta tarde en la biblioteca con el Times Index y tres horas de microfilmes; ¿tenéis ganas de oír algo más?

Rosemary se quedó mirando a Guy, quien soltó su tenedor y se limpió la boca.

—¡Qué tontería! —dijo—. Está bien, allí han ocurrido muchas cosas desagradables; pero eso no significa que vayan a ocurrir más. No veo por qué la Bramford ha de ser más «zona de peligro» que cualquier otra casa de la ciudad. Puedes arrojar una moneda al aire y te saldrá cara cinco veces seguidas; pero eso no quiere decir que las próximas cinco veces haya de salir cara también, y tampoco significa que esa moneda sea diferente de las demás. Es pura coincidencia; eso es todo.

—Si esa casa tiene algo malo de veras —dijo Rosemary—, ¿por qué no la han demolido como aquella casa de Londres?

—La casa de Londres —replicó Hutch— era propiedad de la familia del último individuo asesinado allí. La Bramford es propiedad de la iglesia vecina.

—Ahí tienes —dijo Guy, encendiendo un cigarrillo—. Entonces contamos con la protección divina.

—Que hasta ahora no ha servido —respondió Hutch.

El camarero retiró los platos. Rosemary dijo:

—No sabía que fuera propiedad de una iglesia.

Guy se volvió hacia ella.

—Toda la ciudad lo es, cariño.

—¿Habéis probado en la Wyoming? —preguntó Hutch—. Creo que está en la misma manzana.

—Hutch —respondió Rosemary—, hemos probado en todas partes. No hay nada, absolutamente nada, excepto en las casas nuevas, con pulcras habitaciones cuadradas, todas exactamente iguales, y televisores en los ascensores.

—¿Tan terrible es eso? —preguntó Hutch, sonriendo abiertamente.

—Sí —contestó Rosemary.

—Ya nos habíamos comprometido para mudarnos a una de ellas —dijo Guy—; pero anulamos el compromiso para tomar este apartamento.

Hutch se les quedó mirando un momento, luego se retrepó y golpeó la mesa con las palmas de sus manos.

—¡Basta! —exclamó—. Me ocuparé de lo mío, como he debido hacer desde el principio. ¡Encended fuego en vuestra chimenea, que funciona! Os daré un cerrojo para la puerta y mantendré cerrada la boca a partir de hoy. Soy un idiota; perdonadme.

Rosemary sonrió.

—La puerta tiene ya cerrojo —dijo—. Y una cadena, y una mirilla.

—Bueno, pues preocupaos de emplearlos —repuso Hutch—. Y no vayáis por los pasillos, presentándoos a todo quisque. No estáis en Iowa.

—Omaha.

El camarero les trajo los platos fuertes.

* * *

El lunes siguiente, por la mañana, Rosemary y Guy firmaron un contrato de alquiler por dos años del apartamento 7-E en el edificio Bramford. Entregaron a la señora Cortez un cheque de quinientos ochenta y tres dólares (la renta de un mes por adelantado y la renta de otro mes, como garantía) y les dijeron que, si querían, podían ocupar el apartamento antes del uno de septiembre, pues sería desalojado a fines de semana y los pintores podrían ir el miércoles dieciocho.

El lunes por la tarde les telefoneó Martin Gardenia, hijo de la anterior inquilina del piso. Convinieron en verse con él en el apartamento el martes por la noche, a las ocho. Resultó ser un hombre alto, que ya había cumplido los sesenta, de carácter animoso. Les indicó las cosas que quería vender y fijó los precios, que fueron atractivamente bajos. Rosemary y Guy hablaron entre sí, examinaron y compraron dos acondicionadores de aire, un tocador de palo de rosa con una banqueta petit-point, la alfombra persa de la sala y los morillos, pantalla de la chimenea y herramientas. El escritorio, lamentablemente, no estaba en venta. Mientras Guy rellenaba el cheque y ayudaba a poner etiquetas a las cosas que se iban a quedar en el piso, Rosemary midió la sala y el dormitorio con una regla plegable de dos metros que había comprado aquella mañana.

En el mes de marzo anterior, Guy había desempeñado un papel en Otro mundo, una serie televisada. El personaje tenía que actuar ahora de nuevo durante tres días, así que durante todo el resto de la semana Guy estuvo ocupado. Rosemary sacó un cuaderno de proyectos de decoración que ella había ido reuniendo desde la escuela superior, halló dos que parecían apropiados para el apartamento, y con ellos de guía fue por las tiendas de muebles con Joan Jellico, una de las chicas de Atlanta que compartieron su apartamento cuando se estableció en Nueva York. Joan tenía la tarjeta de un decorador, lo que les permitió entrar en casas de venta al por mayor y en salas de exhibiciones de toda clase. Rosemary miró y tomó notas taquigráficas, haciendo bocetos para que los viera Guy, corriendo a casa con montones de muestras de telas y papel de empapelar, a tiempo de alcanzarlo a ver en Otro mundo; y, luego, echando a correr de nuevo y comprando lo necesario para la cena. Hizo novillos en su clase de escultura y canceló, satisfecha, una cita con el dentista.

En la noche del viernes el apartamento ya era suyo; un vacío de altos techos y penumbra poco familiar cuando llegaron con una linterna y una bolsa de compras, produciendo ecos en las habitaciones más apartadas. Pusieron en marcha sus acondicionadores de aire y admiraron la alfombra persa, la chimenea y el tocador de Rosemary; admiraron también su bañera, los pomos de las puertas, las bisagras, las molduras, los suelos, la estufa, el refrigerador, las ventanas saledizas y la vista. Comieron sobre la alfombra, al estilo campestre, con bocadillos de atún y cerveza, e hicieron planos del suelo de las cuatro habitaciones; Guy, midiendo, y Rosemary, dibujando. De nuevo en la alfombra, apagaron la linterna, se desnudaron y se hicieron el amor bajo el resplandor nocturno de ventanas sin persianas.

—¡Chisss! —siseó luego Guy, con los ojos abiertos por el temor—. ¡Oigo masticar a las hermanas Trench!

Rosemary le dio un fuerte coscorrón.

Compraron un sofá y una cama matrimonial, una mesa para la cocina y dos sillas redondeadas. Llamaron a la compañía telefónica, y a los almacenes; e hicieron venir obreros, así como al camión de la mudanza.

Los pintores vinieron el miércoles 18; picaron, remendaron, dieron la primera mano, pintaron, y se fueron el viernes 20, dejando colores muy parecidos a las muestras de Rosemary. Vino un empapelador solitario y refunfuñó y empapeló el dormitorio.

Llamaron a los almacenes y a la madre de Guy, en Montreal. Compraron un aparador y una mesa de comedor, así como nueva plata y vajilla. Estaban contentísimos. En 1964 Guy había hecho una serie de anuncios televisados para Anacin, ganó con ellos dieciocho mil dólares y todavía le producían ingresos.

Pusieron cortinas y colgaron estantes empapelados, contemplaron la alfombra en el dormitorio, y la de vinilo blanco en el pasillo. Consiguieron un teléfono desconectable con tres enchufes, pagaron facturas y enviaron una nota a Correos, avisando que habían cambiado de domicilio.

El viernes 27 de agosto se mudaron. Joan y Dick Jellico les enviaron una gran maceta con una planta y el agente de Guy otra pequeña. Hutch les mandó un telegrama: La Bramford cambiará de mala casa a buena casa cuando una de sus puertas tenga el letrero «R. y G. Woodhouse».