Epílogo

Un espectáculo tan curioso como interesante ofrecía Versalles a eso de las ocho de la noche del día 9 de mayo de 1774.

Atacado el rey Luis XV, desde el primer día del mes, de una enfermedad terrible, cuya gravedad no se atrevían a declarar los médicos, guardaba cama, y empezaba a buscar con la vista, a su alrededor, la verdad o la esperanza.

Bordeu, uno de los médicos, observó en el rey unas viruelas excesivamente malignas, y la Martinière, que así se llamaba el otro médico, notó lo mismo que su compañero, opinando que debía decírsele al rey, a fin de que adoptase, espiritual y materialmente, como monarca cristiano, las medidas que contribuyesen a la salvación de su alma y a la del reino.

—Debe —decía—, administrarse la extremaunción al rey cristiano.

La Martinière representaba el partido del delfín, esto es, la oposición; pero Bordeu representaba el partido de la du Barry, y sostenía que confesar al rey cuan grave era su mal, era lo mismo que matarle, y que él por su parte no estaba propicio a cometer un regicidio.

Conviene saber que llamar la religión a la cámara regia, era arrojar a la favorita, pues cuando Dios entra por una puerta, es forzoso que Satanás salga por otra.

Ahora bien: durante las divisiones intestinas de la facultad médica, la familia Real y los partidos, la enfermedad alojábase a sus anchas en aquel cuerpo envejecido, gastado y consumido con los desórdenes, fortificándose en él de tal modo, que no pudieron expulsarla ni con remedios ni con prohibiciones.

Así que se advirtieron los primeros síntomas del mal, el rey, por una infidelidad que cometió con la du Barry, infidelidad a que se prestó la condesa con gusto, el rey vio reunirse en derredor de su lecho a sus dos hijas, la favorita y los cortesanos más favorecidos; pero todavía protegíanse unos a otros y se mostraban risueños.

De pronto apareció en Versalles la figura austera y fatídica de Luisa de Francia, quien abandonó su celda para ir también a consolar y cuidar a su padre.

Entró en la cámara pálida y sombría como la estatua de la fatalidad, y no como una hija que visita a su padre, no como una hermana que va a abrazar a sus hermanos. Se asemejaba a las profetisas antiguas que, en los días lúgubres de la adversidad, iban a gritar a los desventurados reyes: «¡Infeliz de ti!, ¡infeliz de ti!».

Entró en Versalles en el momento en que Luis besaba las manos a la du Barry, y se las llevaba, acariciándolas blandamente, ora a su frente pálida y descolorida, ora a sus mejillas.

Al verla huyeron todos; sus hermanas se ocultaron trémulas en la cámara inmediata; la du Barry dobló la rodilla y corrió a su gabinete; los cortesanos privilegiados retrocedieron hasta las antesalas, y sólo quedaron junto a la chimenea los dos médicos.

—¡Mi hija! —murmuró el rey abriendo los ojos, que le obligaban a mantener cerrados el dolor y la calentura.

—Sí, vuestra hija, señor —dijo la princesa.

—Que llega…

—¡De parte de Dios!

Incorporóse el rey procurando sonreírse.

—Sí —prosiguió diciendo Luisa—, no os acordáis de Dios.

—¡Yo…!

—Y deseo que no sea así.

—Hija mía, me parece que no me encuentro tan cerca de la muerte que necesite que me exhorten a bien morir. Mi enfermedad es leve: un catarro, una inflamación.

—Señor, vuestra enfermedad —interrumpió la princesa—, es de aquellas que sujetándose a la etiqueta, deben reunir a la cabecera de Vuestra Majestad los grandes prelados del reino. Cuando una persona de la familia Real es atacada de las viruelas, debe administrársele al instante.

—¡Señora! —exclamó el rey muy pálido e impresionado—, ¿qué es lo que decís?

—¡Señora! —dijeron también los médicos aterrados.

—Digo —continuó la princesa—, que Vuestra majestad está atacado de las viruelas.

El rey lanzó un grito.

—Los médicos no han dicho eso —replicó.

—Porque no se atreven; pero yo veo para Vuestra Majestad otro reino mejor que el de Francia. Aproximaos a Dios, señor, y pasad revista a los años que habéis vivido.

—¡Las viruelas! —exclamaba Luis XV—, ¡una enfermedad mortal…! ¡Bordeu, La Martinière! ¿Es eso verdad?

Los médicos inclinaron la cabeza.

—Entonces estoy perdido —murmuró el rey cada vez más espantado.

—Señor, todas las enfermedades tienen cura —dijo Bordeu tomando la iniciativa—, sobre todo cuando el enfermo conserva la presencia de ánimo que se necesita.

—Dios da calma al espíritu y salud al cuerpo —contestó la princesa.

—Señora —dijo Bordeu con osadía aunque bajando la voz—, ¡vos sois quién matáis al rey!

La princesa no quiso contestar; se acercó al enfermo, y cogiéndole la mano se la llenó de besos diciéndole:

—Señor, olvidaos de lo pasado y dad buen ejemplo a vuestros pueblos. Como ninguno os advertía la gravedad del caso, corríais el peligro de perderos por toda una eternidad; pero ahora prometedme que viviréis como cristiano, si vivís, y que moriréis como cristiano también, si Dios os llama a su seno.

En cuanto terminó, estas palabras tornó a besar la regia mano y tomó a paso lento el camino de las antesalas. Dejó caer su velo negro, bajó solemnemente los escalones, y subió a su carroza, dejando tras sí un asombro, un espanto de que nadie podría dar una idea.

Luis XV sólo recobró el ánimo a fuerza de preguntar a los médicos; pero estaba herido de muerte.

—No quiero —dijo—, que se repitan las escenas que tuvieron lugar en Metz con la duquesa de Chateauroux: que avisen a la señora de Aiguillon y que tenga la bondad de conducir a Rueil a la señora du Barry.

Tal orden fue un trueno que a todos puso en movimiento. Bordeu intentó decir algunas palabras, pero el rey le impuso silencio, además veía que su compañero estaba decidido a referirlo todo al delfín, no ignoraba cual iba a ser el resultado de la enfermedad del rey, y sin luchar más tiempo abandonó la regia cámara para noticiar a la du Barry el golpe que iba a sufrir.

Aterrada la condesa al ver el aspecto insultante que ofrecían ya todos los rostros, se apresuró a desaparecer, y pasada una hora se hallaba fuera de Versalles, conduciéndola la duquesa de Aiguillon, amiga tan fiel como agradecida, al castillo de Rueil, que le pertenecía por haberlo heredado del gran Richelieu.

Por su parte, Bordeu, cerró la puerta del rey a toda la familia Real, con la excusa de que podía contagiarse, y desde entonces Luis XV quedó amurallado en su cámara donde sólo debía entrar la religión y la muerte.

El rey fue administrado aquel mismo día, y esta noticia corrió por París, en cuya población se sabía ya repitiéndose por todos la desgracia de la favorita.

La corte entera fue a visitar al delfín; pero este cerró su puerta y no quiso recibir a nadie.

Al día siguiente se sintió mejor el rey y mandó al duque de Aiguillon a que felicitase a la du Barry.

Aquel día era el 9 de mayo de 1774.

La corte abandonó, al saberlo, el pabellón del delfín y se trasladó a Rueil, donde habitaba la favorita, no habiéndose visto el destierro de M. de Choiseul a Chanteloup una fila tan grande de carrozas.

¿Viviría el rey, y la du Barry continuaría siendo reina?

¿O tal vez moriría aquel y esta no sería más que una cortesana execrable y deshonrada?

A estas causas se debía que ofreciera Versalles el día 9 de mayo de 1774 a las ocho de la noche un espectáculo tan interesante como curioso.

En la plaza de armas, y frente a palacio, formáronse algunos grupos benévolos y ansiosos de adquirir noticias.

Poco a poco fuéronse deshaciendo aquellos grupos: los vecinos de París tomaron asiento en los pataches para retirarse tranquilamente a sus casas, y los habitantes de Versalles, en la certeza de que ellos serían los primeros que supiesen cualquier noticia, regresaron también a sus domicilios.

Tan sólo quedaron en la población unas cuantas patrullas que hacían el servicio algo más descuidadamente que de costumbre, y ese mundo gigantesco, llamado palacio de Versalles, fue sepultándose lentamente en las sombras y el silencio como el mundo algo más grande en que está encerrado.

En el ángulo de la calle rodeada de árboles que da frente al palacio, se hallaba sentado aquella noche en un banco de piedra bajo las ya frondosas ramas de los castaños de Indias, un hombre de avanzada edad, con el rostro vuelto hacia el noble edificio, y apoyadas las manos en su bastón, sobre cuyo puño reclinaba su cabeza pensativa y poética.

No obstante, era un anciano encorvado y achacoso, pero cuyos ojos despedían brillo todavía, y cuyo pensamiento brillaba bastante más que sus ojos.

Abstraído en su meditación y sus suspiros no percibió al otro lado del mismo sitio otro personaje que, después de mirar con curiosidad a las verjas y preguntar a los guardias de corps, cruzó la explanada y se aproximó al banco con idea de sentarse en él a descansar.

Aquel personaje era un hombre joven, de pómulos abultados, frente hundida, nariz aguileña y torcida, y risa irónica, como que sin dejar de andar se reía, aunque estaba solo, reflejando su risa algún oculto pensamiento.

A tres pasos del banco vio al anciano y se apartó, aunque procurando conocerle con su mirar oblicuo; sólo que temía no fuese interpretada como quería su mirada.

—¿Estáis tomando el fresco? —dijo aproximándose de pronto.

El anciano alzó la cabeza.

—¡Hola! —exclamó el joven—, ¡pues si es mi ilustre maestro!

—Y vos mi joven cirujano —dijo el viejo.

—¿Me permitís que tome asiento a vuestro lado?

—Con mucho gusto.

Y el anciano hizo sitio al recién llegado.

—El rey está mejor y eso los tiene contentos —dijo el joven soltando una carcajada.

El anciano guardó silencio.

—Todo el día —continuó diciendo el joven—, han corrido las carrozas de París a Rueil y de Rueil a Versalles, porque en cuanto se ponga bueno el rey se casa con la du Barry.

Y terminó su frase con otra carcajada más estrepitosa que la primera.

Tampoco contestó el anciano.

—Perdonad si me río de esta manera —dijo el joven con un movimiento de irritación nerviosa—, todo buen francés quiere bien a su rey, y como está mejor…

—No os moféis así sobre este particular, caballero —dijo el anciano dulcemente—, porque si bien es una desgracia para algunos la muerte de un hombre, algunas veces es un gran percance para todos el fallecimiento de un rey.

—¿Y el de Luis XV también? —interrumpió el joven con ironía—, ¡oh, apreciable maestro!, ¿vos que sois un filósofo tan grande, sostenéis una tesis como esa?… Demasiado sé lo hábil y enérgico que sois en materia de paradojas; pero lo que es esta no os la perdono.

El anciano meneó la cabeza.

—¿Y quién piensa —añadió el joven—, en la muerte del rey? ¿Quién se ocupa de tal cosa? Que tiene las viruelas; ya sabemos lo que es eso; además, para eso se encuentran a su lado Bordeu y La Martinière, que son hombres que lo entienden… Apostaría, mi querido maestro, a que Luis, nuestro amado rey, se salva de esta; sólo que el pueblo no se agolpa a las iglesias como sucedió en la primera enfermedad para hacer novenas… ¡Ya se ve cómo todo se gasta…!

—¡Silencio! —dijo el anciano conmoviéndose—, ¡silencio!, y no habléis así de un hombre sobre quien Dios extiende en este instante su mano…

Sorprendido el joven con aquel lenguaje extraño, miró de soslayo a su interlocutor, quien no cesaba de mirar a la fachada de palacio.

—¿Conque tenéis noticias más positivas? —interrogó.

—Ved —dijo el anciano señalando a una ventana de palacio—, ¿qué veis allí?

—Una ventana que está iluminada, ¿no es eso?

—Sí, pero iluminada cómo.

—Por una bujía colocada en un farolillo.

—Verdaderamente.

—¿Y qué?

—¿Y qué?, joven, ¿comprendéis lo que representa la llama de esa bujía?

—No, por cierto.

—Pues representa la vida del rey.

Miró el joven detenidamente al anciano como para cerciorarse de que no había perdido la razón.

—Mi amigo M. de Jussieu —siguió diciendo el anciano—, ha colocado allí aquella bujía, que estará alumbrando mientras viva el rey.

—¿Conque es una señal?

—Sí, una señal que el sucesor de Luis XV devora con la vista, detrás de alguna cortina. Es señal, que anunciará a los ambiciosos el instante en que empiece su reinado, previene a un pobre filósofo como yo el momento en que Dios hunde un siglo y una existencia.

Se conmovió el joven a su vez y se acercó a su interlocutor.

—¡Oh! —dijo el anciano—, contemplad bien esta noche, joven: ved cuántas nubes, cuántas tempestades encierra. Sin duda veré yo la aurora que va a suceder a esta noche, porque no soy tan viejo que no pueda ver el día de mañana; pero tal vez empiece un siglo que vos veréis hasta el fin, y que encierra misterios que yo no veré. No carece, pues, de importancia para mí la luz de esa bujía, cuyo sentido acabo de explicaros.

—Cierto es —murmuró el joven—, es cierto, maestro.

—Luis XIV —continuó diciendo el anciano—, reinó sesenta y tres años, ¿cuántos reinará Luis XV?

—¡Ah! —dijo el joven dando un grito y señalando con el dedo la ventana que acababa de sepultarse de repente en la oscuridad.

—¡El rey ha dejado de existir! —dijo el anciano levantándose con una especie de terror.

Y los dos guardaron silencio por espacio de algunos minutos.

En aquel momento salió a galope del patio de palacio una carroza arrastrada por ocho caballos, yendo delante con antorchas dos picadores.

Iban en aquella carroza el delfín. María Antonieta y madame Isabel, hermana del rey.

La luz de las antorchas despedía un resplandor fatídico sobre sus pálidos rostros, y la carroza pasó a diez pasos del banco de piedra en que se encontraban los dos hombres.

—¡Viva el rey Luis XVI!, ¡viva la reina! —vociferó el joven como si insultara en vez de saludarla a aquella nueva Majestad.

Saludó el delfín, la reina mostró su semblante triste y severo, y la carroza se alejó.

—Mi querido señor Rousseau, —dijo entonces el joven—, ya se ha quedado viuda la condesa du Barry.

—Y mañana saldrá desterrada —contestó el anciano—. Adiós, señor Marat.

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