Capítulo CLXIII

A la hora que el capitán designó, divisaron los pasajeros hacia proa y bañadas por un sol espléndido las costas de algunas islas situadas al NE.

Aquellas eran las islas Azores.

Soplaba el viento hacia aquel sitio y el brick andaba bien, de suerte que llegaron a la vista de las islas a eso de las tres de la tarde.

Cuando se encontraron a tiro de cañón de la primera de aquellas islas, el brick se puso al pairo y la tripulación preparó los medios de desembarque para hacer aguada, según había ordenado el capitán.

Los pasajeros todos pensaban hacer una excursión a tierra.

—Señores —dijo el capitán a los pasajeros creyéndolos vacilantes—, tenéis cinco horas para ir a tierra, y así, aprovechad la ocasión, pues los naturalistas encontrarán en ese islote, que está completamente deshabitado, manantiales de agua hirviendo y de agua helada, y los cazadores conejos y perdices coloradas.

Cogió Felipe su escopeta, balas y municiones.

—Pero y vos, capitán —dijo—, ¿continuáis a bordo?, ¿por qué no venís con nosotros?

—Porque allá abajo —contestó el capitán señalando al mar—, se ve un buque que me inspira sospechas; un buque que hace cuatro días me viene siguiendo; un buque de mal cariz, como nosotros decimos, y deseo observar qué hace.

Quedó satisfecho Felipe con aquella explicación, saltó al último bote y marchó a tierra.

Algunos no quisieron desembarcar y aguardaban su vuelta.

Se vieron alejar las dos lanchas con los alegres marinos y los pasajeros mucho más alegres todavía.

Lo último que dijo el capitán fue:

—Señores, a las ocho irá en busca vuestra una lancha, debiendo tener presente que el que tarde se quedará en tierra.

Cuando naturalistas y cazadores desembarcaron, los marineros bajaron a una cueva situada a cien pasos de la orilla, y que formaba un recodo como para evitar los rayos del sol.

Detuviéronse allí los marineros y llenaron sus toneles, poniéndose enseguida a conducirlos rodando hasta la orilla.

Felipe se quedó solo, y se dejó arrastrar lentamente por el encanto de aquella soledad y el torbellino de sus pensamientos: se tendió en la mullida arena, apoyó la espalda en las rocas tapizadas con hierbas aromáticas, y se puso a meditar.

Así pasaron las horas sin que se acordara para nada del mundo; a su lado descansaba sobre la piedra su escopeta, y para poder acostarse cómodamente había sacado del bolsillo las pistolas que jamás abandonaba.

Su vida pasada se presentó a su espíritu lenta y solemnemente como una enseñanza o una reconvención.

En tanto que Felipe reflexionaba de este modo, sin duda había quien meditase también, se riese y esperara a cien pasos de él, pues lo conocía aunque vagamente, y más de una vez creyó oír el remo de las lanchas que conducían a la playa o trasladaban a bordo pasajeros, unos cansados ya de disfrutar y otros deseosos de gozar a su vez la satisfacción de pisar tierra.

Pero nadie había ido a turbarle en su meditación, ya porque los unos no descubriesen la entrada de la cueva, ya porque los otros no se dignasen entrar en ella.

Se interpuso de pronto entre la luz y la gruta una sombra tímida y vacilante, y Felipe vio a uno andar, con las manos hacia delante y la cabeza inclinada en dirección al manantial; pero se le resbaló el pie en la hierba y tropezó de una vez en las rocas.

Se levantó entonces Felipe y fue a ofrecer la mano a aquella persona para ayudarle a seguir el verdadero camino. En aquel impulso de urbanidad, sus dedos hallaron la mano del viajero en medio de las tinieblas.

—Por aquí —dijo en tono afable—; por aquí se va al manantial.

Al oír aquella voz el desconocido levantó precipitadamente la cabeza y se disponía a contestar al descubierto su rostro en la azulada penumbra de la gruta.

Pero Felipe, lanzando de repente un grito de horror, dio un brinco hacia atrás.

El desconocido, por su parte, lanzó un grito de espanto y retrocedió.

—¡Gilberto!

—¡Felipe!

Estos dos nombres sonaron a un mismo tiempo.

En este momento sólo se oyó el ruido de una especie de lucha, pues Felipe agarró con las dos manos por el cuello a su enemigo, y lo atrajo al fondo de la cueva.

Gilberto se dejó llevar sin exhalar ni una queja, hasta que pegado a las rocas no podía ya retroceder.

—¡Miserable!, al fin caíste en mis manos —dijo Felipe rugiendo como un león—. ¡Dios te conduce a mi presencia, porque Dios es justo!

Estaba pálido Gilberto, y sin hacer un gesto siquiera dejó caer los brazos.

—¡Oh!, tan cobarde como infame —dijo Felipe—: Ni aun tiene el instinto de la fiera que se defiende.

Gilberto respondió con dulzura:

—¡Defenderme!, ¿y para qué?

—Es verdad, porque sabes que estás en mi poder, y eres digno del castigo más horroroso. Tus delitos están probados; has envilecido a una mujer por medio de la afrenta, y la has asesinado, porque eres un inhumano. Era poco para ti manchar la castidad de una virgen, y has querido matar a una madre.

Gilberto nada respondió, y Felipe, que iba acalorándose insensiblemente con el calor de su propia ira, le acometió nuevamente con furia; pero Gilberto no opuso la menor resistencia.

—Tú no eres hombre —dijo Felipe sacudiéndole con furor—, y sólo tienes de tal el rostro… ¡Cómo! ¿Ni resistes siquiera? ¿Pero no ves que te voy a ahogar?… ¡Defiéndete, cobarde, cobarde, asesino…!

Gilberto sintió que se clavaban en su garganta los acerados dedos de su enemigo: entonces se enderezó, y tan vigoroso como un león, lanzó a Felipe lejos de sí con un movimiento de hombros que hizo, y al momento se cruzó de brazos.

—Ya veis —dijo—, que podría defenderme si lo deseara; pero ¿para qué?… Ahora cogéis la escopeta; prefiero morir de un tiro que desgarrado por vuestras uñas, o de golpes que deshonran.

Efectivamente, Felipe había cogido su escopeta; pero al oír estas palabras la rechazó.

—No —exclamó.

Luego en voz alta:

—¿Adónde vas?… ¿Cómo te encuentras aquí?

—Me he embarcado en el Adonis.

—Pues habrás estado oculto, y debes haberme visto.

—Ni siquiera sabía que os encontrabais a bordo.

—Mientes.

—No miento.

—Y entonces, ¿cómo es que yo no te he visto?

—Porque únicamente salía de mi cámara de noche.

—¡Ya ves cómo te escondes!

—Indudablemente.

—¿Por mí?

—Ya os he dicho que no: voy a América con una comisión, y nadie debe verme, siendo esta la causa de que el capitán me haya alojado aparte.

—Te repito que te escondes por no encontrarte conmigo, y sobre todo para ocultar el niño que has robado.

—¡El niño! —dije Gilberto.

—Sí, has robado y llevas contigo ese niño para convertirle algún día en un arma que te proporcione alguna ganancia, porque eres un infame.

Gilberto movió la cabeza.

—Ese niño lo he recogido —dijo— para que nadie le enseñe a vilipendiar o renegar de su padre.

Felipe tomó aliento, y luego dijo:

—Si fuese cierto eso, si yo pudiera creerlo, serías menos infame de lo que yo he imaginado; pero un hombre que roba, ¿cómo no ha de mentir?

—¿Yo he robado, yo?

—En efecto, has robado un niño.

—¡Ese niño es mi hijo y me pertenece! El que recobra lo suyo no roba.

—Escucha —dijo Felipe rugiendo de ira—; hace poco se me ocurrió la idea de matarte, pues lo había jurado, y tenía derecho para ello.

No respondió Gilberto.

—Dios me ilumina ahora, Dios que te ha puesto en mi camino como para decirme: «La venganza es inútil; sólo debe vengarse aquel a quien haya abandonado Dios…». No te daré muerte, pues, pero destruiré el edificio de desgracia que has levantado. Ese niño con que cuentas para lo futuro, vas a devolvérmelo enseguida.

—¿Y si no lo tengo? —dijo Gilberto—. No se trae al mar un niño de quince días.

—Forzoso es que le hayas buscado una ama; ¿y por qué no ha de venir acompañándote?

—Os aseguro que no traigo conmigo el niño.

—En ese caso lo habrás dejado en Francia; ¿en qué sitio lo has dejado?

Gilberto se calló.

—Contesta. ¿Dónde le has puesto a criar y con qué dinero?

Gilberto continuó callando.

—¡Ah!, miserable, me desafías —dijo Felipe—; ¿no temes que despierte mi cólera?… ¿Quieres decirme dónde has dejado el hijo de mi hermana? ¿Quieres devolverme ese niño?

—Mi hijo me pertenece —murmuró Gilberto.

—¡Malvado! ¡Está visto que deseas morir!

—Lo que quiero es no entregar mi hijo.

—Escúchame, Gilberto, pues te hablo con dulzura; intentaré olvidar lo pasado, y aun perdonarte, ya ves mi generosidad, Gilberto… ¡Te perdono…! Perdono la afrenta y las desgracias que has traído a nuestra casa, lo cual es un sacrificio enorme, pero devuélveme ese niño. ¿Quieres que trate de vencer la repugnancia tan legítima de Andrea, quieres que interceda por ti? Pues bien, lo haré, pero entrégame el niño… Una palabra más: Andrea ama a su hijo, al tuyo, frenéticamente, y la conmoverá tu arrepentimiento; te lo ofrezco y me obligo a ello; pero devuélveme ese niño, Gilberto, devuélvemelo.

Cruzó los brazos Gilberto, arrojando a Felipe una mirada llena de un fuego sombrío.

—Vos no me habéis creído —dijo—, y yo tampoco os creo; no porque dejéis de ser hombre honrado, sino porque he sondeado el abismo de las preocupaciones de raza. No es posible ya retroceder, y por lo tanto no hay perdón. Somos enemigos mortales, y puesto que vos sois más fuerte, sed el victorioso… Yo no os pido vuestra arma, conque no me pidáis vos la mía…

—¿Es decir que confiesas que es un arma?

—¡Sí, contra el desprecio, contra la ingratitud, contra la afrenta!

—Te lo repito, Gilberto —dijo Felipe, arrojando espuma por la boca—; ¿quieres o no?

—No.

—Piensa lo que haces.

Felipe miró con iracunda saña a Gilberto.

—Bien lo sé.

—No deseo asesinarte, sino que tengas probabilidades de matar al hermano de Andrea, y así cometes otro delito más. ¡Ah!, ¡ah!, eso debe tentarte… Coge esta pistola, y he aquí otra: contemos cada uno tres pasos y disparemos.

Hubo un instante de silencio.

Y arrojó una de las pistolas a los pies de Gilberto.

El joven continuó inmóvil.

—¿Un desafío? —dijo—; precisamente lo rehúso.

—¿Prefieres que te mate? —preguntó Felipe loco de rabia y de desesperación.

—Prefiero que me matéis.

—Reflexiónalo, porque pierdo la cabeza y no respondo de lo que pueda hacer contigo.

—Reflexionado está.

—Reflexiona que estoy en mi derecho y que Dios debe absolverme.

—Ya lo sé… matadme.

—Por última vez: ¿te niegas a batirte? Dilo de una vez, desgraciado.

—Sí.

—¿Y no quieres defenderte?

—No.

—¡Pues muere como un malvado de que libro a la tierra, muere como un sacrílego, como un infame, muere como un perro!

Y disparó Felipe su pistola a boca de jarro contra Gilberto.

Este extendió los brazos, se inclinó primero hacia atrás, después hacia delante, y cayó de cara sin exhalar un grito.

Felipe sintió impregnarse la arena bajo su pie de una sangre caliente.

Perdida por completa la razón, se arrojó fuera de la cueva.

Hallábase la playa delante de él.

Una lancha estaba aguardando, pues se había anunciado a bordo la hora de marchar para las ocho, y ya eran algunos minutos más.

—¡Ah!, al fin os hallamos, caballero —dijeron los marineros—. Vos sois el último, pues todos se encuentran ya a bordo… ¿Qué habéis matado? —preguntaron con curiosidad después que vieron el rostro desencajado de Felipe.

Al oír Felipe esta palabra perdió el conocimiento, y en tal estado lo trasladaron al buque, que empezaba a aparejar.

—¿Han venido todos? —preguntó el capitán.

—Este es el último pasajero que quedaba en tierra —contestaron los marineros—; y sin duda ha dado alguna caída, porque acaba de desmayarse.

Acudieron a socorrerle.

Ordenó el capitán una maniobra decisiva y el brick se alejó rápidamente de las islas Azores, precisamente en el instante en que el buque desconocido que le había inquietado durante tanto tiempo, tomaba puerto bajo el pabellón americano.

El capitán del Adonis cambió una señal con aquel buque, y tranquilo, a lo menos aparentemente, continuó su rumbo hacia Occidente. A los pocos momentos alejábase el buque en las sombras de la noche.

Hasta la mañana siguiente no notaron que faltaba un pasajero a bordo.

¿Qué misteriosos secretos tenía aquella embarcación?

Si se escribiese la historia de cada uno de los hombres que iban a su bordo, dramáticos episodios y escenas terribles podían coleccionarse.

Felipe se había olvidado de que existía, desde el instante en que dejó tendido a Gilberto.

¡Qué pensamientos le asaltaron!

¡Qué fantasma se alzaba en su conciencia, a pesar de creer que cumplía con su misión!