Desde aquel momento quedó en silencio y tan triste como una tumba, la casa en que habitaba Andrea.
Quizá le hubiera privado de la vida la noticia de la muerte de su hijo, porque este es uno de los dolores sordos y lentos que minan la existencia; pero la carta de Gilberto fue un golpe tan brusco que excitó en el alma generosa de Andrea cuantas fuerzas le restaban, cuantos sentimientos ofensivos abrigaba.
Al volver en sí buscó con la vista a su hermano, y al ver la rabia que despedían sus ojos, esto fue para ella un nuevo raudal de valor.
Cuando recobró sus fuerzas, cogió a Felipe de la mano diciéndole:
—Amigo mío, esta mañana me hablaste del convento de San Dionisio, donde se me ha concedido una celda por influencia de la señora delfina.
—Sí, Andrea…
—¿Quieres conducirme a él hoy mismo?
—¡Oh!, sí; y gracias, hermana.
—En cuanto a vos, doctor —siguió diciendo Andrea—; no puedo recompensar suficientemente vuestras bondades, vuestro cariño, y vuestra claridad. Vuestra recompensa, doctor, no puede encontrarse en la tierra.
Aproximóse a él y le dio un abrazo.
—Este medallón —dijo—, contiene mi retrato, que mi madre mandó hacer cuando yo contaba dos años, y debe parecerse a mi hijo; conservadle, doctor, para que os recuerde en alguna ocasión el niño a que habéis dado la vida y la madre a quien habéis salvado con vuestros cuidados.
Dijo esto sin enternecerse, acabó sus preparativos de viaje, y a las seis de la tarde cruzaba, sin atreverse a levantar la cabeza, el postigo del locutorio de San Dionisio, en cuyo enverjado se despidió de ella, quizá para siempre, Felipe, quien no pudo disimular su emoción.
De improviso abandonaron las fuerzas a la pobre Andrea y corrió nuevamente adonde estaba su hermano con los brazos abiertos. Este la tendió los suyos, y a pesar de interponerse la fría verja, se hallaron, confundiéndose sus lágrimas en sus ardientes mejillas.
—¡Adiós!, ¡adiós! —murmuró Andrea, cuyo dolor rompió en sollozos.
—¡Adiós! —contestó Felipe sofocando su desesperación.
—Si hallas alguna vez a mi hijo —dijo Andrea en voz baja—, no consientas que me muera sin haberle abrazado antes.
—Descuida… y ¡adiós!, ¡adiós!
Se separó Andrea de los brazos de su hermano, y sostenida por una hermana lega se adelantó sin dejar de mirarle en la tétrica oscuridad del convento.
Mientras Felipe pudo verla, le hizo señas con la cabeza y luego con un pañuelo que agitaba en el aire hasta que al fin recogió el adiós postrero que Andrea le dirigió desde el fondo de aquel camino oscuro. Entonces se interpuso entre ellos una puerta de hierro, resonando de un modo lúgubre, y todo terminó.
Tomó Felipe la posta de San Dionisio mismo, y con su maleta en la guipa corrió toda la noche y el día siguiente, llegando al Havre aquella noche. Descansó en la primera posada que encontró al paso, y al amanecer estaba ya preguntando en el muelle qué buques saldrían antes para América.
Le dijeron que aquel mismo día se hacía a la vela para Nueva York el brick Adonis, y enseguida fue en busca del capitán, quien terminaba sus últimos preparativos. Admitido como pasajero, para lo cual pagó el precio del viaje, escribió por última vez a la delfina manifestándole su respetuoso cariño, su inefable gratitud, mandó su equipaje a bordo y se embarcó a la hora de la marea.
Sonaban las cuatro en la torre de Francisco I cuando el buque salió del canal con sus masteleros y trinquete. El mar tenía un color azul oscuro, el cielo mostraba un horizonte rosado. Apoyados los codos en el filarete, después de saludar a sus compañeros de pasaje, Felipe se puso a mirar las costas de Francia, las cuales adquirían un tinte de un vapor amoratado a medida que, desplegando más vela el brick, dirigía el rumbo hacia la derecha y penetraba en alta mar.
La noche lo ensombreció todo entre sus negras alas y Felipe fue a encerrarse en su camarote para leer la copia de la carta que había dirigido a la delfina.
«Señora, así decía la carta, un hombre que se ve sin esperanza ni apoyo, se aleja de vos con el pesar de haber hecho tan poco por la futura reina de Francia: sí, mientras vos quedáis sometida a los peligros y tempestades que rodean al trono, yo busco las tempestades del mar. Siendo como sois joven, hermosa y adorada, viéndoos como os veis rodeada de amigos respetuosos e idólatras servidores, olvidaréis al hombre a quien vuestra regia mano se dignó levantar de entre la muchedumbre; pero yo no os olvidaré, y voy a pensar en un nuevo mundo en los medios que debo adoptar para servir con más eficacia a vuestro trono.
»Os lego a mi hermana, pobre flor abandonada, que no recibirá más rayos de sol que el de vuestra brillante mirada; dignaos de vez en cuando bajar hasta ella los ojos y en medio de vuestros goces y de vuestra omnipotencia, entre el concierto de unánimes votos, os ruego que contéis con la bendición de un desterrado, a quien no oiréis, y que acaso no vuelva a veros».
Al terminar su lectura se le oprimió a Felipe el corazón, siendo necesario confesar que el melancólico ruido que hacía el buque al balancearse y el estrépito de las olas que iban a estrellarse contra la porta, hubieran entristecido imaginaciones más alegres que la suya.
Larga, dolorosa fue la noche para el joven, sin que calmara su ánimo la visita que a la mañana siguiente le hizo el capitán, quien le manifestó que la mayor parte de los pasajeros tenían miedo al mar y no salían de su cámara, y que la travesía prometía ser corta, pero fatigosa, a causa de lo impetuoso del viento.
Felipe contrajo el hábito de comer con el capitán y hacer que le sirvieran el almuerzo en su cámara; y como no se sentía muy fuerte contra las molestias del mar, acostumbraba pasar algunas horas en el combés, embozado en su capa y tendido.
El resto del tiempo lo empleaba en trazarse un plan de conducta para lo sucesivo, y sostener su espíritu en sólidas lecturas. Algunas veces se encontraba con sus compañeros de viaje, que eran dos señoras que iban a recoger una herencia en la América del Norte, y cuatro hombres, uno de los cuales, que ya era viejo, iba acompañado de dos niños. Estos eran los pasajeros de la cámara de popa, y en cuanto a los de proa, Felipe divisó una vez algunos hombres vulgarmente vestidos, y nada advirtió en ellos que excitase su atención.
A medida que con la costumbre se disminuían sus sufrimientos, Felipe iba adquiriendo tranquilidad lo mismo que el cielo, pues hubo unos cuantos días hermosos, puros y sin tormenta, que anunciaron a los pasajeros que se aproximaban a latitudes templadas. Entonces permanecían más tiempo en el puente; y hasta de noche, Felipe, que se había propuesto no tratarse con nadie, y que había ocultado su nombre al capitán por no tener conversación acerca de ninguno de los extremos que tanto temía, oía desde su cámara pasos sobre su cabeza, y aun la voz del capitán, quien se paseaba con algún pasajero. Como esto era una razón para no subir, abría su porta para respirar un poco de fresco, y aguardaba a que fuese de día.
Sólo una noche que advirtió que todo estaba en silencio subió al puente. La noche era calurosa, el cielo nublado, y detrás del buque, en la estela que iba dejando, se veían brotar en medio del torbellino de espuma millares de ráfagas fosforescentes.
Sin duda pareció aquella noche a los pasajeros demasiada oscura y tempestuosa; pues a nadie encontró Felipe en la toldilla; únicamente en la proa, inclinada sobre el bauprés, dormía o meditaba una figura negra, que Felipe percibió con trabajo en medio de la oscuridad; algún pasajero de cámara de proa, seguramente, algún pobre desterrado que miraba hacia delante, deseando el puerto americano, en tanto que Felipe echaba de menos el puerto francés.
Durante mucho tiempo estuvo contemplando Felipe a aquel viajero, inmóvil en su actitud; pero como el frío de la mañana iba haciéndose demasiado penetrante, se disponía a entrar en su camarote. Entretanto el pasajero de proa examinaba también el cielo que empezaba a blanquear, y Felipe se volvió al oír que se aproximaba el capitán.
—¿Estáis tomando el fresco capitán? —le dijo.
—No, que me he levantado ahora.
—Pues, amigo, vuestros pasajeros os han ganado por la mano.
—Sólo vos, porque los oficiales son tan madrugadores como los marinos.
—¡Oh!, no lo digo por mí únicamente —contestó Felipe—, mirad allá abajo aquel hombre que tan pensativo está: es también pasajero, ¿no es cierto?
Miró el capitán hacia proa, y se quedó admirado al parecer.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Felipe.
—Un… mercader —dijo el capitán con manifiesto embarazo.
—¿Y va tras de la fortuna? —murmuró Felipe—, poco debe adelantar para él el brick.
En lugar de responder, el capitán se dirigió en busca de aquel pasajero, al cual dijo algunas palabras, y Felipe le vio alejarse por el entrepuente.
—Habéis interrumpido su meditación —dijo Felipe al capitán cuando este volvió a reunirse con él—; y no obstante, a mí no me molestaba.
—No, lo que he hecho ha sido indicarle que el frío de la mañana es peligroso en estos parajes, porque los pasajeros de cámara de proa no tienen como vos buenas capas.
—¿Dónde nos encontramos, capitán?
—Ya veremos mañana las islas Azores, y en una de ellas haremos aguada, porque hace un calor excesivo.