Pasó Felipe una noche terrible, pues las pisadas impresas en la nieve demostraban de un modo tangible que alguien se había introducido en casa para robar al niño; pero ¿a quién podía acusar sí ningún otro indicio atestiguaba sus sospechas?
No obstante, conocía tan bien a su padre, que no dudó estaba mezclado en aquel negocio, pues como M. de Taverney creía que Luis XV era el padre del niño, debía dar gran interés a la conservación de aquel testimonio real y verdadero de la infidelidad del Rey para con la du Barry. También debía creer el barón que tarde o temprano recurriría Andrea al favor, rescatando entonces muy caro el principal medio de su futura suerte.
Estas reflexiones basadas en el conocimiento que aún no hacía mucho tiempo había adquirido Felipe del carácter de su padre, le calmaron un tanto, creyendo sería posible volver a conquistar aquel niño, una vez que conocía a los raptores.
Esperó, pues, a que volviese el médico a las ocho y saliéndole al encuentro en la calle, le refirió paseándose con él de arriba abajo, el horrible acontecimiento que había ocurrido aquella noche.
Era el doctor muy buen consejero, y después de observar las huellas que había en el jardín y reflexionar un momento, dedujo que las suposiciones de Felipe podían ser acertadas.
—Conozco bien al barón —dijo—, para que no le considere capaz de haber cometido esta mala acción; pero, con todo, ¿no sería posible que ese rapto se hubiese verificado por un interés más inmediato?
—¿Y cuál puede ser ese interés, doctor?
—El del verdadero padre.
—¡Oh! —exclamó Felipe—, por un momento se me ha ocurrido esto mismo; pero el desgraciado no tiene pan, ni siquiera para él, y es un loco, un exaltado, que a estas horas debe andar huyendo porque sentirá miedo hasta de mi sombra… Doctor, desengañémonos, el miserable ha cometido este delito valiéndose de una ocasión; pero ahora que no estoy tan furioso como al principio, aunque odio al delincuente, creo que evitaría su encuentro por no matarle. Pienso que debe sufrir remordimientos que serán para él un tormento, y que el hambre y la vagancia han de vengarme tan eficazmente como mi espada.
—No hablemos de eso —dijo el doctor.
—Lo que deseo, querido amigo, es que consintáis en mentir por última vez, pues lo preferible a todo es tranquilizar a Andrea. Manifestadle que inquieto ayer por la salud del niño, volvisteis anoche para llevarlo a casa de la nodriza. Esta es la primera fábula que me ha venido a mi imaginación y que he improvisado con respecto a Andrea.
—Diré eso; ¿y vos mientras buscaréis al niño?
—Un medio tengo de buscarle. Estoy decidido a dejar a Francia; Andrea ingresará en el convento de San Dionisio, y entonces yo iré a ver a mi padre, a quien diré que todo lo sé, obligándole, considerándole un extraño para mí, a que me descubra el paradero del niño. Si se resiste le amenazaré con revelarlo públicamente y ponerlo en conocimiento de la delfina.
—¿Y qué haréis con el niño encontrándose vuestra hermana en el convento?
—Lo daré a criar en casa de la mujer que vos me recomendéis; luego en el colegio, y cuando sea grande me haré cargo de él, si es que aún existo.
—¿Y presumís que la madre consentirá, sea en dejaros, sea en dejar a su hijo?
—Consentirá Andrea en adelante en cuanto yo quiera; además no ignora que he dado un paso con la señora delfina, cuya palabra tengo, y no me expondrá a que falte al respeto a nuestra protectora.
—Veamos cómo está esa infeliz madre —dijo el doctor.
Y penetró en efecto en el aposento de Andrea, quien estaba medio dormida, consolada con los cuidados de Felipe.
La primera palabra fue hacer una pregunta al médico, quien ya había respondido a ello con lo risueño de su semblante.
Cobró Andrea desde aquel momento una calma completa, que aceleró de tal manera su convalecencia, que a los diez días se levantaba y podía andar por el invernáculo a la hora en que daba el sol en los cristales.
El día mismo de aquel paseo, Felipe, que había estado ausente algunos días, volvió a la casa de Coq-Heron con un rostro tan sombrío, que al abrirle la puerta el doctor presintió una gran desgracia.
—¿Qué pasa? —preguntó—; ¿se niega vuestro padre a entregar el niño?
—Mi padre —dijo Felipe—, ha sufrido unas calenturas que le pusieron en la necesidad de guardar cama tres días después de haberse marchado de París, y se encontraba muy malo cuando yo llegué. Imaginé que aquella enfermedad era un ardid, una excusa, que probaba más y más su participación en el rapto, e insistí, hasta llegué a amenazarle, pero mi padre ha jurado por Jesucristo, que no entendía lo que quería decirle.
—¿De manera que volvéis sin noticias?
—Sí, doctor.
—¿Y convencido de la veracidad del barón?
—Casi convencido.
—¿Conque ha sido más listo que vos, y no ha revelado el secreto?
—Le amenacé con referirlo a la señora delfina, y se puso pálido; pero me dijo: «piérdeme si lo deseas, deshonra a tu padre, deshónrate a ti mismo, será una locura que quieres decirme».
—¿De modo que…?
—Vuelvo desesperado.
Al momento oyó Felipe la voz de su hermana que gritaba:
—¿No es Felipe el que ha entrado?
—¡Gran Dios!, ¡ya está aquí…! ¿Qué voy a decirle? —murmuró Felipe.
—¡Silencio! —dijo el doctor.
Penetró Andrea en el cuarto y fue a abrazar a su hermano con tal ternura y tanta alegría que helaron el corazón del joven.
—¿De dónde vienes? —le preguntó.
—En primer lugar de casa de padre, según te dije.
—¿Está bien papá?
—Sí, Andrea; pero no es esta la única visita que he hecho, sino también he visto a algunas personas para arreglar tu entrada en San Dionisio. Gracias a Dios, todo se encuentra ya dispuesto, y ahora que ya te hallas buena puedes ocuparte de tu porvenir con inteligencia y firmeza.
Se aproximó Andrea a su hermano, y sonriéndose con ternura:
—Querido hermano —le dijo—, mi porvenir no me inquieta ya, ni debe inquietar a nadie… Yo no tengo otro porvenir que el de mi hijo, y quiero consagrarme de hoy más a criarlo y educarlo. Esta es mi resolución, tomada, irrevocablemente desde el momento en que, habiendo recobrado las fuerzas, no he dudado de la fortaleza de mi espíritu. Vivir para mi hijo, vivir, entre privaciones, hasta trabajar, si es preciso, pero no abandonarle ni de día ni de noche; este es el porvenir que me he trazado. ¡Se acabó el convenio; no más egoísmo; pertenezco a un ser, y Dios quiera que sea para él!
Miró el doctor a Felipe como diciéndole:
—¿No os lo previne?
—Hermana —exclamó el joven—, ¿qué es lo que dices?
—Felipe, no me acuses, pues no es un capricho de una mujer débil y vana; además, no le molestaré ni perjudicaré en nada.
—Pero yo, Andrea, no puedo seguir en Francia y quiero dejarlo todo, porque tampoco poseo bienes ni porvenir. Podré, pues, consentir en abandonarte al pie del altar; ¡pero en el mundo, en la miseria y el trabajo…!, piensa lo que haces, Andrea.
—Lo he previsto todo, te quiero con sinceridad, Felipe; pero si me abandonas devoraré mis lágrimas e iré a refugiarme junto a la cuna de mi niño.
El doctor se acercó.
—Eso es una exageración y una locura —dijo.
—¡Ah!, doctor, ¿qué queréis?… El ser madre es un estado de demencia; pero Dios me ha enviado esa demencia, y mientras ese niño me necesite persistiré en mi resolución.
Felipe y el doctor se miraron rápidamente.
—Hija mía —dijo el doctor—, yo no soy un predicador muy elocuente, pero recuerdo que Dios prohíbe a las criaturas amar con demasiado ardor.
—Sí, hermana —agregó Felipe.
—Pero creo, doctor, que no prohíbe a una madre que ame a su hijo con demasiada ternura.
—Hija mía, perdonadme que el filósofo, el médico, intente medir el abismo que abre el teólogo para las pasiones humanas. Buscad la causa, no sólo moral, porque algunas veces es una sutileza de la perfección, sino física, de todo mandato que emane, de Dios, y aplicadla a la maternidad. Dios prohíbe a una madre que ame a su hijo con exceso, porque el niño es una planta tierna, delicada, propensa a todos los males, expuesta a toda clase de padecimientos, y amar con ardor a una criatura efímera es exponerse a tener que desesperarse.
—Doctor, ¿por qué me decís eso? —murmuró Andrea—. Y tú Felipe, ¿por qué me contemplas con esa pasión… y esa palidez?
—Querida Andrea —respondió el joven—, sigue mi consejo, que es de un amigo cariñoso, y puesto que se ha restablecido tu salud, ingresa cuanto antes en el convento de San Dionisio.
—¡Yo…! Ya te he dicho que no abandono a mi hijo.
—Mientras le hagáis falta —dijo el doctor con dulzura.
—¡Dios mío! ¿Qué hay? Hablada, alguna cosa triste y cruel ha debido suceder.
—Mucho cuidado —dijo el doctor a Felipe al oído—; se encuentra aún muy débil para sufrir un golpe decisivo.
—¿No me contestas, hermano? Vamos, explícate.
—Ya sabes, querida hermana, que al regresar de mi viaje he pasado por la Punta del Día, que es donde se está criando tu hijo.
—Sí… ¿y qué?
—Pues bien, el niño se halla enfermo.
—¡Enfermo mi querido hijo! Margarita, Margarita, al momento, un carruaje, que quiero ir a ver a mi hijo.
—¡No puede ser! —exclamó el doctor—, pues ni os halláis en situación de poder salir ni de ir en carruaje.
—Pues esta mañana me asegurasteis que sí y que luego qué regresara Felipe iría a ver al niño.
—Auguraba mejor de vos.
—Lo qué habéis hecho fue engañarme.
El doctor no contestó.
—Margarita —repitió Andrea—, obedéceme y ve por un carruaje.
—¿Pero no comprendes que puedes morirte? —dijo Felipe.
—¡Pues bien, me moriré…! ¡Cómo me importa tanto la vida…!
Esperaba Margarita, mirando unas veces a su ama, otras a su amo y otras al doctor.
—¡Hola! ¡Cuando yo ordeno una cosa se me obedece…!; —gritó Andrea, cuyas mejillas se riñeron de púrpura.
—¡Querida hermana!
—Nada oigo, y si no me dan un carruaje iré a pie.
—Andrea —dijo de pronto Felipe cogiéndola en sus brazos—, no irás porque no necesitas ir.
—¡Mi hijo ha muerto! —articuló la joven fieramente, dejando caer los brazos a lo largo del sillón en que Felipe y el doctor acabaron de sentarla.
Sólo contestó Felipe besando una de sus manos frías e inertes.
Poco a poco fue perdiendo su tirantez el cuello de Andrea, dejó caer la cabeza sobre el pecho y derramó abundantes lágrimas.
—Dios ha querido —dijo Felipe—, que suframos esta nueva desgracia; Dios que es tan omnipotente como justo; Dios que tal vez tenía otros designios acerca de ti; Dios en fin, que sin duda juzgaba que la presencia de ese niño a tu lado era un castigo que no merecías.
—Por fin —dijo la pobre madre suspirando—, ¿por qué ha hecho Dios sufrir a esa criatura?
—Dios no lo ha hecho sufrir, hija mía —advirtió el doctor—, pues murió la misma noche que nació… No lo sintáis, pues, sino como una sombra que pasa y se evapora.
—¿Conque los gritos que yo oí?…
—Fueron para despedirse de la vida.
Cubrióse Andrea el rostro con las manos, mientras que confundiendo el médico y Felipe su manera de pensar en una elocuente mirada, felicitábanse allá para sí de su piadoso embuste.
De repente entró Margarita con una carta… Esta carta iba dirigida a Andrea, y el sobre decía:
A la señorita Andrea de Taverney,
calle de Coq-Heron, núm. 9,
primera puerta cochera entrando por la calle de Plastrière.
París.
La mostró Felipe al doctor por encima de la cabeza de Andrea, quien absorta en su dolor había cesado de llorar.
—¿Quién le escribirá? —pensó Felipe—; nadie conoce las señas de esta casa, y la letra no es de nuestro padre.
—Entregádsela —dijo el doctor suspendiendo su mental monólogo—, pues le servirá de distracción sacándola de esa meditación profunda que me alarma mucho.
—Mira Andrea —dijo Felipe—, aquí hay una carta para ti.
Andrea sin meditar, sin resistirse, sin manifestar asombro, rompió el sobre, y enjugándose las lágrimas desdobló el papel para leerla; pero tan pronto como recorrió con la vista los tres renglones de que se componía aquella carta, exhaló un grito espantoso, se levantó como una loca, y encogiéndosele los brazos y los pies, de una contracción terrible, cayó en brazos de Margarita, que se precipitó a sostenerla, Felipe recogió la carta y leyó:
En el mar, 15 de diciembre de 17…
Supuesto que me habéis arrojado de vuestro lado, me marcho, y nunca me veréis, pero me llevo conmigo a mi hijo, quien jamás os llamará madre.
Gilberto
Arrugó Felipe el papel exhalando un grito de rabia.
—¡Oh! —dijo rechinando los dientes—, casi había perdonado el delito debido a la casualidad; pero lo que es el realizado a sabiendas será castigado… Andrea sobre tu cabeza juro que la primera vez que se me presente delante ese miserable, le mataré. Dios quiera que lo halle, porque ha colmado la medida… doctor, ¿volverá en sí Andrea?
—¡Sí!, ¡sí!
—Es preciso que mañana entre en el convento de San Dionisio, y que yo esté pasado mañana en el puerto de mar más próximo… El cobarde ha huido; pero le seguiré… además necesito ese niño… ¿Cuál es el puerto que está más próximo, doctor?
—El Havre.
—Está bien, dentro de treinta y seis horas estaré en el Havre —respondió Felipe.