Capítulo CLX

Muy pronto se arregló el asunto en casa del escribano, en cuyo poder dejó Gilberto bajo su nombre las veinte mil libras, menos unos cuantos centenares, cantidad que destinaba a subvenir a los gastos que originasen la educación y sostenimiento del niño, como también para proporcionarle elementos agrícolas luego que llegase a ser hombre.

Contrató Gilberto la educación y mantenimiento en la cantidad de quinientas libras al año por espacio de quince años, y determinó que con el resto del dinero se formara una especie de dote para adquirir fincas y lo demás necesario.

Habiendo pensado en el niño, pensó Gilberto en sus padres, disponiendo que cuando aquel tuviera dieciocho años, entregara a Pitou dos mil cuatrocientas libras; pero hasta este tiempo sólo debía suministrar M. Niquet la cantidad anual juntamente con las quinientas libras.

Por lo que al escribano se refiere, debía percibir el interés del dinero en premio de sus trabajos.

Hizo Gilberto que le dieran un recibo en regla, Niquet del dinero y Pitou del niño, para lo cual comprobó Niquet la firma de Pitou tocante al niño, y Pitou la de Niquet respecto a la suma.

No obstante, confiando en sus propias ideas y sus propias fuerzas, Gilberto tuvo fuerzas para desprenderse de los brazos de M. Niquet, quien se había hecho muy amigo suyo y siguió acompañándole, no sin tentarle con mil seducciones.

Cuando se vio solo, Gilberto en la linde del bosque volvió a mirar al rojizo horizonte en que se perdía todo Haramont, excepto la torre, y aquel cuadro arrebatador de ventura y tranquilidad le sumergió en una meditación llena de delicias a la vez que de sentimiento.

—¡Qué loco soy! —dijo allá para sí—, ¿adónde voy si Dios no separa de mí los ojos enojados en lo profundo del cielo? ¡Cómo!, se me ocurre una idea, una circunstancia favorece su realización; un hombre, suscitado por Dios para causar el daño que ha hecho, consiente en reparar este daño y hoy cuento con un tesoro y un hijo… Con diez mil libras, pues las otras diez mil son para el niño, puedo vivir aquí trabajando la tierra entre estos buenos aldeanos y en el seno de esta naturaleza sublime y fecunda. Sí, puedo sepultarme para toda mi vida en un estado de felicidad, trabajar y pensar, no acordarme del mundo y obligar a que el mundo me olvide, educar yo mismo a ese niño, lo cual es una felicidad inmensa, y gozarme de esta manera en mi obra… ¿Y por qué no? ¿No es Dios quién me envía una compensación de todo lo que hasta ahora he sufrido? ¡Oh!, sí, puedo vivir como he dicho; sí, puedo entrar a tomar parte en la obra de criar a ese niño, a quien yo mismo daré educación, ganando así el dinero que ha de darse a gente asalariada. Lo mismo puedo confesar a M. Niquet que soy su padre.

Y fue llenándose su corazón de una alegría indecible, de una esperanza que no saboreó ni aun en las alucinaciones más risueñas de sus ilusorios pensamientos.

Despertó de repente el gusano que dormía en el fondo de aquella hermosa fruta y enseñó su asquerosa cabeza. Este gusano era el remordimiento, la vergüenza, la desgracia.

—No puedo —dijo Gilberto tornándose pálido—, he robado el niño a esa mujer después de robarle su honra; también he robado el dinero a ese hombre haciéndole creer que era para reparar mi falta. No tengo, pues, derecho para labrar con él mi felicidad, ni mucho menos para quedarme con el niño, puesto que otra persona se quedará también sin él. Ese niño es de los dos o de ninguno.

Y pronunciando estas palabras, que dolían tanto como una herida, se levantó lleno de desesperación, expresando su rostro las pasiones más sombrías y rencorosas.

—¡Bien! —dijo—, seré desgraciado, padeceré, careceré de todo, pero la parte que deseaba tomar en el bien la tomaré en el mal. Desde este instante es mi patrimonio la venganza y la desgracia… Nada temas, Andrea, pues la compartiré fielmente contigo.

Penetró en los bosques, donde anduvo todo el día dirigiéndose hacia el camino de Normandía, que calculaba debía encontrar a los cuatro días de marcha.

Ascendía su capital a nueve libras y algún sueldo, su aspecto era honrado, sus ademanes tranquilos y reposados, y con un libro debajo del brazo se asemejaba mucho a un estudiante que volvía a la casa paterna.

Adquirió la costumbre de andar de noche por los caminos y descansar de día en los prados al sol. Sólo dos veces le incomodó tanto la brisa, que necesitó entrar en una cabaña, donde se durmió en una silla al pie de la lumbre, con tanto deseo que le sorprendió así la noche.

Los campesinos no demostraban la menor sospecha, pues un libro daba entonces un aspecto respetable.

Pasaron así ocho días, durante los cuales vivió Gilberto como un hombre del campo, gastando diez sueldos al día y caminando diez leguas de terreno, hasta que en efecto llegó a Rohán, donde no necesitó ya orientarse ni buscar camino.

El libro que llevaba Gilberto era un ejemplar de la Nueva Eloísa, artísticamente encuadernado, que Rousseau le regaló escribiendo su nombre en la primera hoja.

Reducido Gilberto a cuatro libras y diez sueldos, rompió aquella hoja, que guardó cuidadosamente, y vendió la obra a un librero por tres libras.

De esta manera el joven pudo llegar al cabo de otros tres días, a la vista del Havre, y descubrió el mar al esconderse el sol.

Se encontraban sus zapatos en un estado poco decente para un almibarado joven que se ponía de día medias de seda para atravesar las poblaciones; y también se le ocurrió una idea. Vendió sus medias de seda, o más bien las cambió por un par de zapatos, magníficos en cuanto a fuertes; pero respecto a elegancia, lo mejor es no decir nada.

Pasó aquella noche en Harfleur, gastando en hospedaje y cena dieciséis sueldos, y allí comió ostras por la primera vez en su vida.

—Este manjar es de gente rica —dijo allá para sí—, pero lo come en este instante el hombre más pobre del mundo; tan verdad es que Dios no hace más que bien entretanto que los hombres han inventado el mal, según máxima de Rousseau.

A las diez de la mañana del 13 de diciembre entró Gilberto en el Havre, y al momento divisó el Adonis, bonito brick de trescientas toneladas que se mecía en la rada[46].

Estaba la bahía desierta y Gilberto entró en una barca de pasaje, no sin que le interrogase un grumete qué era lo que deseaba.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó Gilberto.

Hizo una seña al grumete en el entrepuente, y luego gritó una voz desde abajo:

—Que desembarque.

Se trasbordó Gilberto al buque y lo llevaron a un camarote construido con madera de caoba y amueblado con sobria sencillez.

Un hombre de unos treinta años, pálido, nervioso y de mirar inquieto, leía una gaceta en una mesa de caoba lo mismo que la tablazón.

—¿Qué deseáis? —dijo a Gilberto.

Este le hizo una indicación para que alejase al grumete, y el muchacho se fue en efecto.

—Caballero, ¿sois el capitán del Adonis? —dijo Gilberto al momento.

—Sí, señor.

—Entonces este papel es para vos.

Y dio al capitán la esquela de Balsamo.

Al instante que vio la letra se incorporó el capitán y dijo con precipitación a Gilberto sonriéndose de una manera afable:

—¡Ah!, vos también… ¡y tan joven! ¡Bien!, ¡bien! Gilberto se conformó con inclinarse.

—¿Adónde os dirigís? —dijo el marino.

—A América.

—¿Y cuándo partís?

—Cuando vos.

—Pues entonces tardaremos unos ocho días.

—¿Y qué voy a hacer durante ese tiempo, capitán?

—¿Tenéis pasaporte?

—No.

—Entonces esta noche mismo vais a regresar a bordo después que os hayáis paseado durante el día por las afueras de la población, en Santa Adresa, por ejemplo. No habléis con nadie.

—Deseo comer y no tengo dinero.

—Vais a comer aquí y a la noche también cenaréis aquí.

—¿Y luego?

—Una vez embarcado no volveréis a tierra sino que permaneceréis oculto, teniendo que marchar sin haber vuelto a ver la luz del cielo… Cuando estemos en alta mar y a veinte leguas de la costa, tendréis completa libertad para hacer lo que gustéis.

—Bien.

—Haced, pues, hoy lo que tengáis que hacer.

—Tengo que escribir una carta.

—Hacedlo, pues.

—¿Dónde?

—En esta mesa: aquí tenéis pluma, tinta y papel: el correo está en el arrabal, y el grumete os conducirá a él.

—Capitán, gracias.

Cuando Gilberto se vio solo, escribió una carta muy corta y la puso esta dirección:

«A la señorita Andrea de Taverney, calle de Coq-Heron, núm. 9, primera puerta cochera entrando por la calle de Plastrière. París».

Todo el día pasó el tiempo Gilberto en mirar el mar desde la costa brava.

Después metió la carta en el bolsillo, comió lo que le sirvió el capitán, y siguió al grumete, quien le llevó al correo donde depositó la carta.

Cuando llegó la noche se volvió al buque, a cuyo bordo le recibió el capitán que estaba acechando.