Durante el viaje todo asustaba a Gilberto, presumiendo que el ruido de los coches que seguían o dejaban atrás al suyo, y los suspiros del viento entre las secas ramas de los árboles, eran una persecución organizada, o gritos exhalados por aquellos a quienes había robado el niño.
Ningún peligro le amenazaba, y el postillón cumplió debidamente con su obligación, llegando los dos caballos, que despedían humo por todas partes, a Dammartín, a la hora que Gilberto había señalado, es decir, antes que clareara el día.
Gilberto entregó un medio luis, mudó de postillón y caballos, y siguió su viaje.
En la primera parte del camino, el niño, perfectamente abrigado con la mantilla de lana y resguardado por Gilberto mismo, no tuvo frío ni lanzó un grito tan sólo; y así que amaneció el día, al ver a lo lejos la campiña. Gilberto se mostró con más ánimo, entonando, para dominar los quejidos que el niño comenzaba a soltar, una de las canciones que cantaba en Taverney, cuando volvía de sus cacerías.
De manera que este último conductor no sospechó siquiera que Gilberto llevaba consigo un niño en el cabriolé.
Delante de Villers-Cotterêts recibió, como habían convenido, el precio del viaje, y además un escudo de seis libras, y tomando Gilberto su carga con cuidado envuelta en los dobleces de la manta, volvió a entonar su canción con la mayor seriedad posible, se alejó de repente, saltó un barranco y huyó por una senda llena de hojas que bajaba dando vueltas, a la izquierda del camino hacia la aldea de Haramont.
El aire tan sutil, el perfume de la esencia de los robles, las heladas perlas suspendidas en las puntas de las ramas, toda aquella libertad, toda aquella poesía hirieron vivamente la Imaginación de nuestro joven.
Con paso rápido y orgulloso se encaminó hacia una pequeña torrontera sin tropezar ni engañarse, pues buscaba con la vista en medio de los árboles el campanario de la aldea y el humo azulado de las chimeneas que penetraba por entre la red que formaban las ramas. Después de media hora corta cruzó un arroyo, cuyas orillas estaban cubiertas de yedra y barro amarillo, y pidió en la primera cabaña a los hijos de un labrador, que le acompañasen a casa de Magdalena Pitou.
Mudos y atentos, sin ese aire atontado ni permanecer inmóviles como acontece a otros chicos del campo, levantáronse, y mirando de frente al forastero, le condujeron ambos, cogidos de la mano, a una choza bastante grande y no de mal aspecto, situada en la orilla del arroyo que costeaba casi todas las casas de la aldea.
Uno de los muchachos que le habían servido de guía, mostró con la cabeza a Gilberto que allí habitaba Magdalena Pitou.
—¿Allí? —repitió Gilberto.
El joven bajó la cabeza sin pronunciar una palabra.
—Pregunta por Magdalena Pitou —dijo Gilberto al chico.
Y como reiterase este su muda afirmación, Gilberto pasó el puentecillo y empujó la puerta de la cabaña, mientras los jóvenes, que habían vuelto a cogerse de la mano, miraban detenidamente lo que iba a hacer en casa de Magdalena aquel señor con traje morado y zapatos de hebillas.
En cuanto se abrió la puerta se presentó a la vista de Gilberto un cuadro lleno de encanto para todo el mundo en general, y para un aprendiz de filósofo en particular.
Una aldeana robusta amamantaba a un bonito niño de algunos meses, mientras, arrodillado delante de ella, otro niño de cuatro a cinco años, rezaba en alta voz.
En un ángulo de la chimenea, junto a una ventana, o más bien un agujero abierto en la pared y cerrado con un vidrio, hilaba lino otra aldeana de treinta y cinco a treinta y seis años, con su torno a la derecha, un taburete de palo a sus pies, y un perro de aguas sobre el mencionado taburete.
Cuando el perro vio a Gilberto, empezó a ladrar de un modo bastante hospitalario y atento, justamente lo preciso para manifestar su vigilancia. El niño que se hallaba rezando se volvió suspendiendo el Padre Nuestro, y las dos mujeres soltaron una especie de exclamación, que expresaba sorpresa a la vez que alegría.
Empezó Gilberto por mostrar una sonrisa al ama.
—Buenos días, señora Magdalena —dijo.
La aldeana dio un salto.
—¿Conque sabéis cómo me llamo, señor?
—Ya lo veis; pero os suplico no suspendáis vuestros quehaceres. En efecto, en vez de un niño que criar, vais a tener dos.
Y colocó en la tosca cuna del niño campesino el niño de la ciudad que llevaba consigo.
—¡Oh! ¡Qué hermoso es! —dijo la aldeana del torno.
—Sí, hermana Angélica, es muy bonito —dijo Magdalena.
—¿Esta señora es hermana vuestra? —interrogó Gilberto señalando a la hilandera.
—Sí, señor, mi hermana —contestó Magdalena—, pues lo es de mi marido.
—Sí, mi tía, mi tía Gélica —murmuró con una voz de bajo el monigote que se mezcló en la conversación sin que nadie lo llamara.
—Calla, angelito, calla —dijo la madre—, no interrumpas al señor.
—Lo que voy a proponeros es muy sencillo, señora Magdalena. El niño que veis aquí es hijo de un arrendador de mi amo… de un arrendatario arruinado… y mi amo, que es padrino de ese niño, desea que se críe en el campo y que llegue a ser un buen labrador… con buena salud e inmejorables costumbres… ¿Queréis haceros cargo de él?
—Pero, señor…
—Nació anoche y todavía no ha mamado —dijo Gilberto interrumpiéndole—. Por otro lado, este es el niño de que ha debido hablaros M. Niquet, escribano de Villers-Cotterêts.
Magdalena cogió al niño y le dio de mamar con una impetuosa generosidad que enterneció profundamente a Gilberto.
—No me han engañado —dijo: ya veo que sois una excelente mujer. Os confío, pues, este niño en nombre de mi amo: sé que aquí será feliz, y deseo que traiga a esta cabaña la dicha, en cambio de la que en ella halle. ¿Cuánto os daba al mes M. Niquet por criar sus hijos?
—Señor, doce libras; pero M. Niquet es rico y agregaba, ya en esta cosa, ya en la otra, algunas libras para comprarles golosinas.
—Señora Magdalena —repuso Gilberto con orgullo—, el niño que veis aquí os pagará veinte libras al mes, o lo que es igual, doscientas cuarenta por año.
—¡Jesús María! —dijo Magdalena—: Gracias, señor.
—Aquí está el primer año —dijo Gilberto poniendo sobre la mesa diez hermosos luises, que hicieron abrir tanto ojo a las dos mujeres, y hacia los cuales extendió su devastadora mano el chico de Pitón.
—Pero ¿y si muriese el niño? —objetó la ama de cría tímidamente.
—Sería una gran desgracia, una desgracia que no acontecerá. Ya está arreglado lo de los meses; ¿estáis satisfecha?
—¡Oh! Sí, señor.
—Perfectamente, pasemos entonces al pago de una pensión respecto a los demás años.
—Pues qué, ¿se quedará con nosotros el niño?
—Probablemente.
—En ese caso, señor, ¿seremos nosotros sus padres?
Gilberto palideció.
—Sí —dijo muy emocionado.
—¿Conque este pobre niño no tiene a nadie, señor?
No esperaba Gilberto aquella impresión ni aquellas preguntas; pero se repuso sin embargo.
—No os lo he revelado todo —añadió—: Su padre ha muerto de pena.
Las bondadosas mujeres, juntaron las manos de un modo expresivo.
—¿Y la madre? —preguntó Angélica.
—¡Oh! La madre… La madre —contestó Gilberto respirando dificultosamente…—. Nacido y por nacer, nunca debía contar con ella su hijo.
A este punto llegaban de su conversación cuando volvió del campo Pitou, sosegado y alegre. Por lo demás, era uno de esos hombres honrados y bonachones, atestados de dulzura y de salud, como los que ha pintado Greuze en sus excelentes cuadros.
Algunas palabras le pusieron al corriente; además de que comprendía las cosas por amor propio; pero sobre todo las que no comprendía.
Explicó Gilberto que la pensión del niño debía pagarse hasta que fuese hombre capaz de mantenerse por sí solo con el auxilio de su razón y sus brazos.
—Está bien —dijo Pitou—, creo que llegaremos a querer a este niño, porque es muy lindo.
—¡También él! —dijeron Angélica y Magdalena—: Lo mismo hemos dicho nosotras.
—Pues acompañadme a casa de M. Niquet, y depositaré allí el dinero necesario, a fin de que estéis contentos y el niño pueda ser feliz.
—Ahora mismo —contestó Pitou.
Y se levantó.
Se despidió Gilberto de aquellas buenas mujeres y se acercó a la cuna, en la que ya habían colocado al recién nacido, con perjuicio del hijo de la casa.
Inclinóse sobre la cuna con aire sombrío, y miró por primera vez el rostro de su hijo, notando que se parecía a Andrea.
Destrozó esto su corazón, viéndose obligado a clavarse las uñas en la carne para reprimir una lágrima que subía de aquel corazón herido a sus párpados.
Besó tímidamente, y hasta temblando, la fresca mejilla del recién nacido, y retrocedió, tambaleándose.
Ya estaba Pitou en el portal, con un palo en la mano y su anguarina a la espalda, que era su distintivo de nobleza.
Dio Gilberto medio luis al robusto muchacho que andaba rodando entre sus piernas, y las dos mujeres le suplicaron les concediese la honra de abrazarle con la interesante familiaridad propia del campo.
Tantas emociones abrumaron a aquel padre de dieciocho años, no faltando nada para que sucumbiese. Pálido, atacado de los nervios, comenzaba a perder la cabeza, cuando dijo a Pitou:
—Marchemos.
—Señor, cuando queráis —contestó el campesino abriendo la marcha.
Y efectivamente se marcharon.
De pronto se puso a gritar Magdalena desde el portal:
—¡Señor! ¡Señor!
—¿Qué sucede? —dijo Gilberto.
—¿Cómo se llama? ¿Cómo se llama?, ¿qué nombre deseáis que le demos?
—¡Gilberto! —respondió el joven con orgullosa altivez.