Capítulo CLVIII

Aquellos pasos grabados en la nieve eran de Gilberto, quien desde la última entrevista que tuvo con Balsamo comenzó a realizar su tarea de vigilancia, disponiendo lo preciso para vengarse.

Esto nada le costó, pues a fuerza de palabras dulces, y complacencias de poca monta, alcanzó, no sólo que le admitiese, sino que le tomara cariño la mujer de Rousseau. El medio de que se valió es muy sencillo: de los treinta sueldos diarios que Rousseau pagaba a su copista, el sobrio Gilberto tomaba una libra tres veces a la semana, y la empleaba comprando algún regalillo para Teresa.

Esto demuestra que el filósofo ginebrino había logrado que su señora consintiera sentar a la mesa a su joven protegido, y gracias a esto, Gilberto reunió en los dos últimos meses dos luises, que añadió a su tesoro, el cual dormía debajo de su jergón, al lado de las veinte mil libras que le regaló Balsamo.

¡Pero qué vida la suya! ¡Qué constancia de conducta! ¡Qué voluntad tan continua! Levantábase al amanecer y empezaba a examinar con su infalible vista la situación de Andrea, para reconocer hasta el menor cambio que pudiera haberse introducido en la vida tan melancólica como regular de la reclusa.

También halló medio para interpretar todos los pasos de Felipe, y como sabía calcular con perfección, no se equivocaba acerca de la intención cuando se iba, y del resultado cuando volvía.

Llevó la minuciosidad hasta seguir a Felipe una tarde que fue a Versalles en busca del doctor Luis… Aquella visita al expresado sitio, turbó algo las ideas del vigilante joven; pero cuando observó, al cabo de dos días, que el doctor entraba furtivamente en el jardín por la calle de Coq-Heron, pudo comprender lo que la antevíspera fue para él un misterio.

Sabía Gilberto las fechas y no ignoraba que se acercaba el instante de realizar todas sus esperanzas, habiendo tomado tantas precauciones como eran precisas para asegurar el buen éxito de una empresa erizada de dificultades. De aquí de qué manera combinó su plan.

Le aprovecharon los dos luises para alquilar en el barrio de San Dionisio un cabriolé con dos caballos, carruaje que debía estar a su disposición el día que lo quisiese.

Además exploró Gilberto las proximidades de París, para lo cual se tomó tres o cuatro días de licencia, y durante esos tres o cuatro días se marchó a una aldea de Soissons situada a dieciocho leguas de París y rodeada de una inmensa selva.

Aquella pequeña población llamábase Villers-Cotterêts, y así que llegó a ella se encaminó en derechura a casa del único fiel de fechos[45] que había allí y que se llamaba M. Niquet.

Se presentó Gilberto al referido escribano, diciendo era hijo del administrador de un grande, y que este grande deseaba hacer bien al hijo de una aldeana, por lo cual había encargado a Gilberto buscase una ama que criase al mencionado niño.

Según todos los antecedentes, la munificencia del grande no debía reducirse a pagar un salario al ama, sino que además pondría en manos de M. Niquet una cantidad para el niño.

El escribano cartulario, que tenía tres guapos chicos, le indicó en una aldehuela llamada Haramont y que distaba una legua de Villers-Cotterêts la hija de la nodriza de sus hijos, quien luego de haberse casado legítimamente en su estudio, se dedicaba al mismo oficio que su señora madre.

Aquella buena mujer se llamaba Magdalena Pitou, tenía un hijo de cuatro años el cual tenía todos los síntomas de una buena salud, y además acababa de volver a parir, de manera que podía estar a disposición de Gilberto el día en que dispusiese llevar o enviar su cría.

Tomadas estas disposiciones, Gilberto, siempre exacto, volvió a París dos horas después de haber terminado su licencia, no teniendo nada de particular que ya que está de vuelta nos digan los lectores por qué escogió Gilberto, con preferencia a cualquier otro punto, la aldea de Villers-Cotterêts.

Era bajo la influencia de Rousseau.

Este nombró una vez el bosque de Villers-Cotterêts, como uno de los más ricos en vegetación que existían, diciendo que en él había tres o cuatro aldeas escondidas como nidos en lo más hondo de la espesura.

Y por lo tanto, no era posible fuesen a descubrir el hijo de Gilberto en una de aquellas aldeas.

Gilberto oyó contar al filósofo los detalles de las costumbres de los habitantes de las cabañas, y trasladar con esos rasgos de fuego con que animaba a la Naturaleza desde la sonrisa del ama de cría hasta el balido de la oveja, desde el sabroso olor de la sopa de ajos hasta los perfumes de las moreras silvestres y los morados brezos.

—Iré allá —dijo Gilberto—, y mi hijo crecerá a la sombra de las arboledas en que el maestro ha tenido deseos y exhalado suspiros.

Inmenso, fue, pues, su júbilo cuando adelantándose a sus deseos M. Niquet le nombró a Haramont como una aldea que se amoldaba perfectamente a sus intenciones.

De regreso a París se cuidó Gilberto del cabriolé.

Su proposición no inspiró sospechas al conductor del carruaje, pues era la época de las confidencias entre la gente del pueblo y los nobles, y se recibía el dinero con cierta gratitud y sin pedir informes.

Además, dos luises valían por cuatro en aquella época, y en nuestros días nunca sienta mal ganar cuatro luises.

Se comprometió el conductor, pues, con tal que le avisasen con dos horas de tiempo, a poner su carruaje a disposición de Gilberto.

Llegó por fin el día fatal, después de otros diez días que Gilberto vivió entre angustias, y diez noches que permaneció sin dormir. A pesar del rigor del frío se acostaba con la ventana de par en par, y cada movimiento que hacía Andrea o Felipe, correspondía con su oído como corresponde la campanilla con la mano que tira del cordón Aquel día vio a Felipe y Andrea conversando junto a la chimenea, y a la criada salir presurosamente para Versalles, no acordándose cerrar las persianas, Al momento corrió a avisar a su cochero, y permaneció delante de la cuadra todo el tiempo que empleó en la operación de enganchar, mordiéndose los puños y crispando sus pies sobre el empedrado para reprimir su impaciencia. Por último, montó a caballo el postillón, y Gilberto subió al cabriolé, al cual mandó detener en la esquina de una callejuela desierta, situada en las cercanías de la alhóndiga.

Volvió luego a casa de Rousseau y escribió una carta de despedida al bondadoso filósofo, dando las gracias a Teresa, manifestando que una corta herencia lo llamaba al Mediodía; pero que volvería aunque sin hacer indicaciones terminantes. Después, con su dinero en el bolsillo y un puñal en el seno, pensaba escurrirse a lo largo del canalón, cuando lo detuvo una idea.

¡La nieve…! Absorto Gilberto hacía tres días, no había pensado en esto; pero entonces comprendió que sus pisadas quedarían grabadas en la nieve, y como estas pisadas irían a parar a la pared de la casa de Rousseau, sin duda mandarían hacer averiguaciones Felipe y Andrea, descubriéndose todo aquel secreto por la conciencia del rapto con la desaparición de Gilberto.

Era, pues, preciso dar la vuelta por la calle de Coq-Heron y penetrar por la portezuela del jardín para lo cual hacía un mes que Gilberto se había hecho con una llave maestra, advirtiendo que desde aquella puerta comenzaba una senda empedrada, de manera que no podía quedar rastro alguno de pisadas.

Sin perder tiempo emprendió su caminata, llegando precisamente en el momento en que el fiacre que había conducido al doctor estaba situado delante de la entrada principal del palacio.

Gilberto abrió la puerta con cautela, y no viendo a nadie, fue a ocultarse en el ángulo del pabellón cerca del invernáculo.

Fue terrible aquella noche, pues todo lo escuchó, los gemidos y los gritos que arrancaban a la madre sus dolores, y los primeros vagidos del hijo.

Al fin salió el doctor, luego de hablar con Felipe unas cuantas palabras.

Se aproximó entonces Gilberto a la persiana, dejando señaladas sus huellas en la alfombra de nieve, en la cual se hundía hasta el tobillo. Vio a Andrea durmiendo en su lecho, a Margarita aletargada en el sillón, y buscando al hijo junto a la madre no lo halló.

Comprendió al momento en qué consistía, se dirigió hacia la puerta de la gradería de piedra, la abrió no sin hacer ruido, lo cual le llenó de miedo, y penetrando hasta el lecho que fue de Nicolasa, puso a tientas sus helados dedos sobre el rostro del infeliz niño, a quien arrancó el dolor los gritos que oyó Andrea.

Después, abrigando al recién nacido en una mantilla de lana, se lo llevó consigo, dejando la puerta entornada para no volver a hacer aquel ruido tan peligroso.

Un minuto más tarde abandonaba el jardín y salía a la calle, yendo en busca de su cabriolé. Despertó al postillón que dormía envuelto en su capote, y corrió la cortina de cuero, mientras que el cochero volvía a montar a caballo.

—Medio luis para ti —le dijo—, si dentro de un cuarto de hora hemos pasado la barrera.

Los caballos, que estaban muy bien herrados, partieron a galope.