Capítulo CLVII

Tan pronto como cobró Andrea el sentimiento de la vida, abrió los ojos y vio a su lado a la criada, la cual dormía. Enseguida oyó el alegre chisporroteo de la lumbre, y se admiró del absoluto silencio que reinaba en la habitación, donde todo descansaba lo mismo que ella…

Aquella inteligencia no era consecuencia de que estuviese enteramente despierta, ni tampoco provenía del sueño, y Andrea tenía gusto en prolongar aquel estado de indecisión y suave somnolencia, permitiendo que las ideas fuesen renaciendo una tras otra en su cansado cerebro, como si temiera la repentina invasión de todo su conocimiento.

De pronto llegó a su oído, a través del tabique de madera, un vagido lejano y apenas perceptible.

Aquel ruido hizo que Andrea sintiese nuevamente los estremecimientos que tanto le habían hecho ya sufrir.

Desde entonces se concluyó para Andrea el sueño y reposo, pues se acordaba y aborrecía.

Jamás repugna tanto el mal que se desea a una criatura, como el espectáculo de este mismo mal; de manera que a pesar de que Andrea aborrecía a aquel niño invisible, a aquel idealismo, y ansiaba que se muriese, sintió oír gritar al desventurado.

—Tal vez padece —pensó allá para sí.

Pero enseguida se respondió a sí misma:

—¿Y por qué me he de interesar por sufrimientos de nadie, cuando yo soy la criatura más infortunada del Universo?

Lanzó el niño otro grito más articulado y lastimero, y entonces advirtió Andrea que aquella voz despertaba al parecer en ella otra voz inquieta; entonces sintió atraído su corazón por un lazo invisible hacia el ser abandonado que gemía de aquella suerte.

Se efectuó lo que había presentido la joven; la Naturaleza realizó una de sus preparaciones, y el dolor físico, ese poderoso atractivo, soldó el corazón de la madre con el más mínimo movimiento de su hijo.

—Es preciso —pensó Andrea—, que ese pobre huérfano que está gritando en este momento, no pida venganza contra mí al cielo. ¡Dios ha dado a esas criaturas, apenas salidas a luz, una voz muy elocuente!

Andrea levantó la cabeza y quiso llamar a su criada; pero su débil voz no pudo despertar a la robusta aldeana; además de que el niño había cesado de gemir.

—Quizá —pensó Andrea—, ha llegado la nodriza, pues oigo la puerta principal… Alguien anda en la habitación contigua, y la criatura no se queja… es que ya se extiende sobre ella una protección extraña, y tranquiliza su informe inteligencia. ¡Oh! ¡Seguramente es la madre que cuida del niño por unos cuantos escudos…! ¡Sí, el hijo salido de mis entrañas, encontrará una madre; y más tarde, cuando pase cerca de mí, que tanto he sufrido, y que le he dado vida a costa de la mía, ese niño no se morirá, y llamará madre a una mujer mercenaria, más generosa con su interesado cariño, que yo con mi justo resentimiento! ¡Esto no será así… he sufrido, he comprado el derecho de mirar a esa criatura a la cara, y lo tengo para obligarla a que me ame por los cuidados que le prodigué, y a que me respete por mis sacrificios y mis dolores!

Y con un movimiento más acentuado, reunió sus fuerzas y se puso a llamar:

—¡Margarita! ¡Margarita!

Despertó la criada pesadamente, y sin moverse de su sillón, en que la tenía clavada un entorpecimiento casi letárgico.

—¿No me has oído? —preguntó Andrea.

—¡Sí, señora, sí! —dijo Margarita, que acababa de comprender. Y se acercó a ella.

—¿Deseaba beber, señora?

—No…

—¿Queréis, acaso, saber qué hora es?

—No, no…

Y no apartaba la vista de la puerta del aposento contiguo.

—¡Ah!, ya entiendo; ¿queréis saber si ha vuelto el señorito?

Se veía a Andrea combatir contra su deseo con toda la energía de un corazón vehemente y generoso.

—Quiero… —articuló al fin— quiero… Abre esa puerta, Margarita.

—Bien, señora… ¡Ah! ¡Qué frío hace ahí fuera…! ¡Qué aire, señora, qué aire!

En efecto, el viento llegó hasta el dormitorio de Andrea, agitando la llama de las bujías y de la lamparilla.

—La nodriza habrá dejado abierta alguna puerta o ventana… Margarita, ese niño debe sentir frío…

La criada se dirigió hacia el cuarto inmediato.

—Voy a taparle, señora —dijo.

—¡No… no! —murmuró Andrea con voz breve y entrecortada—; tráemelo.

Se paró Margarita en mitad del cuarto.

—Señora —dijo dulcemente—, el señorito Felipe encargó mucho que dejase allí al niño… por miedo sin duda de incomodaros o causaros alguna emoción.

—¡Tráeme a mi hijo! —exclamó la madre con una explosión que debió destrozar su alma, pues de sus ojos, que habían permanecido secos aun en medio de sus sufrimientos, saltaron dos lágrimas, a cuya vista debieron sonreírse allá en el cielo los ángeles que protegen a los niños.

Penetró Margarita en la habitación, y Andrea, reclinada como estaba sobre las almonedas, se tapó el rostro con las manos.

La criada volvió al momento asombrada.

—¿Qué sucede? —dijo Andrea.

—Señora, alguien ha venido.

—¿Cómo alguien?

—Señora, el niño no se encuentra ahí…

—Efectivamente —dijo Andrea—, hace poco que oí ruido y como pasos… Habrá venido el ama entretanto tú dormías y no habrá querido despertarte… Pero ¡y mi hermano!, ¿dónde está? Mira en su habitación.

Fue Margarita al aposento de Felipe; pero no halló a nadie…

—¡Es muy raro —dijo Andrea palpitándole el corazón— que mi hermano haya vuelto a marchar sin verme!

—¡Ah!, señora —exclamó al momento la criada.

—¿Qué hay?

—¡Acaba de abrirse la puerta de la calle!

—Ve quién es.

—El señorito Felipe… ¡Pasad, señorito, pasad!

En efecto, el que llegaba era Felipe, acompañándole una aldeana envuelta en un tosco mantón de lana rayada, mostrando esa sonrisa benévola con que las personas asalariadas saludan a sus nuevos amos.

—Hermana, hermana, ya estoy aquí —exclamó Felipe entrando en el cuarto.

—¡Hermano mío…! ¡Cuántas fatigas, cuántas penas te ocasiono! ¡Ah! ¿De modo que esa es el ama…? Temía se hubiese ido…

—¿Ido…?, pues si llega en este instante.

—Querrás decir que vuelve… Sí, aunque andaba muy despacio, la oí no hace mucho.

—No entiendo lo que quieres decir, hermana, pues nadie…

—¡Oh, te doy las gracias, Felipe —dijo Andrea atrayéndole a sí y recalcando sus palabras—; te doy las gracias por lo bien que auguraste de mí, puesto que no has querido llevarte a ese niño sin que yo lo vea… y le estreche en mis brazos…! Felipe, conocías muy bien mi corazón… Sí, sí, descuida, que amaré a mi hijo.

Felipe le cogió la mano y se la llenó de besos.

—Di al ama que me lo dé —agregó la madre.

—Pero, señorita —contestó la criada—, ya sabéis que el niño no está ahí.

—¡Cómo! ¿Qué es lo que dices? —replicó Felipe.

Miró Andrea a su hermano con ojos espantados.

Corrió el joven hacia la cama de la criada, buscó en ella, y no hallando nada, lanzó un grito terrible.

Seguía Andrea sus movimientos en el espejo, y al ver que volvía pálido y con los brazos inertes, comprendió la verdad en parte; entonces, contestando con un suspiro, como si fuera un eco, al grito de su hermano, se dejó caer sin sentido sobre la almohada. Felipe no esperaba, ni aquella nueva desgracia, ni aquel dolor tan grande, pero reuniendo toda su energía consiguió volver a Andrea a la vida a fuerza de caricias y consuelos.

—¡Mi hijo! —sollozaba Andrea—, ¡mi hijo!

—Salvaremos a la madre —dijo Felipe para sus adentros—. Hermana, mi buena hermana, no parece sino que todos estamos locos cuando hemos olvidado que el doctor se llevó consigo al niño.

—¡El doctor! —exclamó Andrea con el padecimiento de la duda, y la alegría que infunde la esperanza.

—Sí, sí. ¡Ah! Aquí pierde uno el juicio.

—Felipe, ¿me lo juras?

—Hermana mía, tú tienes tan poco juicio como yo… ¿Cómo quieres que ese niño… haya desaparecido?

Y mostró una sonrisa falsa que ganó a la nodriza y a la criada.

Andrea se reanimó.

—No obstante —dijo—, yo he oído…

—¿Qué?

—Pasos.

Felipe se conmovió.

—No es posible, pues te encontrabas dormida.

—No, no, que estaba bien despierta: ¡te aseguro que he oído pasos!

—Pues bien, seguramente era el buen doctor que habrá vuelto por el niño así que yo me marché, temeroso por su salud… Además, me había hablado de ello.

—Me tranquilizas.

—¿Y cómo no te habías de tranquilizar siendo una cosa tan sencilla?

—Y entonces —contestó la nodriza—, ¿qué es lo que yo hago aquí?

—Es cierto… El doctor os espera en vuestra casa.

—¡Oh!

—Pues entonces en la suya. Esta Margarita dormía con un sueño tan profundo, que nada habrá oído de lo que decía el doctor… o este no habrá querido decirle nada.

Cayó Andrea en un estado más sosegado después de aquella sacudida terrible.

Felipe despidió a la nodriza y despachó a la criada.

Luego cogió un velón, examinó con cuidado la puerta inmediata, halló abierta una puerta que daba al patio, vio huellas en la nieve, y fue siguiendo el rastro hasta la entrada del jardín, que era adonde aquellas iban a parar.

—¡Son pasos de hombre! —exclamó—: ¡Oh! ¡Qué desgracia! ¡Se han llevado al niño!