Capítulo CLV

En noviembre, Felipe de Taverney. Salió muy temprano dada la estación que era; es decir, al rayar el día, de la casa en que habitaba con su hermana.

Se apresuró a atravesar el cuartel populoso y atestado de gente en que vivía, para encaminarse a los Campos Elíseos, completamente desiertos.

Felipe iba vestido como los hijos de la clase mejor acomodada de París, con una chupa de faldones anchos, calzón y medias de seda; ceñía espada, y su peinado revelaba que había estado durante mucho tiempo, antes que amaneciera, entregado en manos del peluquero, recurso supremo de la hermosura en aquella época.

Próximo ya a los Campos Elíseos, una carroza gastada, sin color ya, medio rota y arrastrada por una yegua flaca, empezaba a andar la ruta, y el cochero, con ojo vigilante aunque mustio, buscaba a lo lejos un viajero por entre los árboles, lo mismo que Eneas uno de sus buques en las ondas del mar Tirreno.

Al divisar a Felipe, el automedonte pegó un latigazo más fuerte a su yegua de manera que la carroza alcanzó al viajero.

—Arreglaos de manera —dijo Felipe—, que a las nueve en punto me encuentre en Versalles, y os daré medio escudo.

En efecto, a las nueve iba Felipe a tener una audiencia con la delfina, pues esta había empezado a concederlas por la mañana. Solícita, y dejando a un lado las leyes de la etiqueta, la princesa acostumbraba a visitar los trabajos que mandaba ejecutar en Trianón, y hallando al paso a los pretendientes a quienes había concedido una conferencia, terminaba rápidamente con ellos con una presencia de ánimo y una amabilidad que no excluían la dignidad, y aun de vez en cuando la altanería si notaba que se engañaban acerca de sus actos de delicadeza.

Felipe determinó al principio andar el camino a pie, porque se veía reducido a la más estrecha economía; pero el amor propio, o quizá únicamente un respeto que los militares no pierden nunca acerca de la decencia con que deben presentarse a sus superiores, decidió al joven gastar los ahorros de un día para presentarse en Versalles decentemente vestido.

Felipe resolvió regresar a pie, de suerte que aunque partiendo de dos puntos opuestos, hallábanse, como se ve, en la misma grada de la escala Felipe el noble y Gilberto el plebeyo.

Vio nuevamente con el corazón oprimido todo aquel Versalles lleno de magia todavía, y en el que le habían encantado con sus promesas tantos sueños dorados y de color de rosa. También vio de nuevo con el corazón traspasado a Trianón, recuerdo de desgracia y afrenta, y a las nueve en punto costeaba, provisto de su tarjeta de audiencia, el jardincillo que rodeaba el pabellón.

Percibió desde allí, a cien pasos de distancia, poco más o menos, a la princesa, que conversaba con su arquitecto, envuelta en pieles de marta, aunque no hacía frío. La joven delfina, con un sombrerillo como el que usan las damas de Wateau, destacábase entre las filas de los verdes árboles.

Algunas personas, favorecidas lo mismo que Felipe, fueron llegando una tras otra a la puerta del pabellón, a cuya antesala iba a buscarlas por turno un portero de estrados.

Situadas al paso de la princesa, cada vez que venía en dirección contraria con Mique, aquellas personas recibían una palabra de María Antonieta y aun el favor especial de algunas frases dichas de un modo afable. Luego esperaba la Princesa a que llegase otra visita. Felipe se quedaba para el último.

El portero fue por último a preguntarle si no se presentaba también, pues la señora delfina no debía tardar en retirarse, y entonces a nadie recibía.

Se acercó Felipe, pues, y la delfina no le perdió de vista durante el tiempo que invirtió en salvar aquella distancia de cien pasos, escogiendo él el momento más propicio para hacer su respetuoso saludo.

Volviéndose la delfina hacia el portero:

—¿Quién es la persona que me ha saludado? —dijo.

El portero leyó en la tarjeta de audiencia:

—M. Felipe de Taverney.

—Es cierto —dijo la princesa.

Y fijó en el joven una mirada sostenida y curiosa.

Felipe esperaba medio encorvado.

—Buenos días, señor de Taverney —dijo María Antonieta—, ¿cómo se encuentra Andrea?

—Muy enferma, señora, y agradece extraordinariamente el interés que os dignáis tomar por ella.

No respondió la delfina; pero había conocido que las facciones pálidas y demacradas de Felipe expresaban mucho sentimiento, y le costaba trabajo conocer, bajo el modesto traje del paisano, el gallardo oficial que fue el primero que le sirvió de guía en el territorio francés.

—Señor Mique —dijo aproximándose al arquitecto—, quedamos en cómo ha de ser el adorno de la sala de baile y en que se hará el plantío del bosque que está inmediato. Perdonadme que os haya tenido al frío tanto tiempo.

Esto era despedirle; de suerte que Mique hizo una reverencia y se fue.

Enseguida saludó la delfina a todas las personas, que esperaban algo apartadas, y estas se retiraron inmediatamente. Felipe creyó que también iba a alcanzarle aquel saludo como a los demás, y ya empezaba a afligirse su corazón, cuando la princesa pasó, junto a él diciéndole:

—Dijisteis que vuestra hermana está enferma, ¿no es verdad?

—Señora, si no enferma —se apresuró a contestar Felipe—, a lo menos achacosa.

—¡Achacosa! —exclamó la delfina interesándose— ¡y teniendo como tenía tan buena salud!

Se inclinó Felipe, y la joven princesa le asestó una de esas miradas escudriñadoras que un hombre de su alcurnia hubiera dicho era mirada de águila. Luego, después de una pausa:

—Me permitiréis que ande un poco —dijo—, porque el viento que corre es frío.

Y adelantó algunos pasos, permaneciendo Felipe en su sitio.

—¡Cómo!, ¿no me seguís? —le preguntó María Antonieta volviéndose.

Felipe se puso a su lado en dos brincos.

—¿Por qué causa no me habéis dicho antes el estado en que se halla Andrea, por quién me interesaba?

—¡Ay! —dijo—. Vuestra Alteza acaba de decirlo: ciertamente que se interesaba por mi hermana… pero ahora…

—Aún me intereso, a no dudarlo… Sin embargo, me parece que la señorita de Taverney dejó mi servicio demasiado pronto.

—Señora, la necesidad —dijo Felipe en voz baja.

—¡Cómo!, esa palabra es espantosa: ¡la necesidad…! ¿Queréis explicarme esto, señor de Taverney?

Felipe no respondió.

—El doctor Luis —continuó diciendo la delfina—, me contó que los aires de Versalles eran fatales para la salud de esa señorita, y que se restablecería viviendo en la casa paterna… A esto se reduce lo que me han dicho; y vuestra hermana, sólo me visitó una vez antes de marcharse: por cierto que estaba pálida y triste: pero debo decir que me manifestó mucho cariño en aquella entrevista, pues derramó copiosas lágrimas.

—Señora, lágrimas sinceras —dijo Felipe, cuyo corazón palpitaba fuertemente—; lágrimas que aún no se han agotado.

—He creído traslucir —prosiguió la princesa—, que vuestro señor padre obligó a su hija a que viniese a la corte, y que seguramente esa niña echaba de menos vuestro país, o algún cariño…

—Señora —apresuróse a contestar Felipe—, a nadie echa de menos mi hermana sino a Vuestra Alteza.

—¿Y sufre?… Vaya una enfermedad extraña, que debían curar los aires patrios, y lejos de ello la agravan.

—No deseo engañar por más tiempo a Vuestra Alteza —dijo Felipe—; la enfermedad de mi hermana es un pesar profundo que la ha conducido a un estado próximo a la desesperación. No obstante, a nadie quiere en el mundo sino a Vuestra Alteza y a mí; pero empieza a preferir a Dios sobre todas las cosas, y la audiencia que he tenido el honor de solicitar, señora, tiene por objeto reclamar vuestra protección acerca del deseo de mi hermana.

La delfina levantó la cabeza.

—Quiere ser religiosa, ¿no es verdad?

—Sí, señora.

—¿Y lo autorizaréis, amando como amáis a esa niña?

—Comprendo perfectamente su situación, señora, y ese consejo se lo he dado yo. A pesar de todo, amo lo bastante a mi hermana para que mi consejo no sea sospechoso, y la gente no lo atribuya a avaricia. No gano nada conque Andrea sea monja, pues ni uno ni otro poseemos nada.

Detúvose la delfina, y volviendo a mirar a hurtadillas a Felipe:

—He aquí lo que yo decía hace poco, cuando no quisisteis entenderme; ¿no sois rico?

—Señora…

—No hay que abochornarse; se trata de la dicha de esa pobre joven, y debéis contestarme con sinceridad, como hombre honrado que sois, estoy segura de ello.

Los ojos brillantes y leales de Felipe, tropezaron con los de la princesa sin bajarse.

—Señora, responderé —dijo.

—Pues bien, ¿desea dejar el mundo vuestra hermana por necesidad? ¡Qué hable! ¡Dios mío! ¡Cuán desgraciados son los príncipes! Dios les ha dado un corazón para que se compadezcan del infortunio; pero les ha negado esa penetración suprema que adivina la desgracia bajo el velo de la discreción. Contestad, pues, francamente; ¿es eso?

—No, señora —dijo Felipe con firmeza—, no, no es eso: sin embargo, mi hermana quiere ingresar en el convento de San Dionisio, y sólo poseemos la tercera parte de la dote.

—Este importa sesenta mil libras —exclamó la princesa—; ¿conque es decir que sólo tenéis veinte mil?

—Poco más o menos, señora; pero sabemos que con una palabra de Vuestra Alteza, y sin necesidad de dote puede entrar en ese convento en clase de pensionista.

—Ciertamente que sí.

—He aquí, pues, el favor único que me atrevo a solicitar de Vuestra Alteza, si es que no ha prometido a alguien interceder para con la augusta señora Luisa de Francia.

—Coronel, me sorprendéis grandemente —dijo María Antonieta—; cómo, ¡tan cerca de mí anda la miseria unida con la nobleza! Coronel, no es bueno haberme engañado así.

—Señora, no soy coronel —repuso Felipe con dulzura—, no soy otra cosa que un servidor adicto a Vuestra Alteza.

—¿Decís que no sois coronel?, ¿y desde cuando acá?

—Señora, jamás lo he sido.

—¡Pues el rey os ofreció en mi presencia un regimiento…!

—Sí, pero nunca me entregó el Real despacho.

—Además, vos teníais una graduación…

—Qué abandoné, señora, por haber caído en desgracia del rey.

—¿Y por qué?

—No lo sé.

—¡Oh! —dijo la delfina con profunda tristeza—; ¡lo que es la corte!

Felipe se sonrió entonces melancólicamente.

—Sois un ángel bajado del cielo, señora —dijo—, y siento mucho no servir a la casa de Francia, para tener ocasión de morir por Vuestra Alteza.

Miró la delfina al joven con un brillo tan ardiente y vivo, que Felipe se cubrió el rostro con las manos. La princesa ni siquiera procuró consolarle o sacarle del pensamiento que le dominaba en aquel momento.

Muda, y respirando con dificultad, deshojaba unas rosas de Bengala que cortó de su tallo con mano impaciente y nerviosa.

Felipe volvió en sí.

—Tened la bondad de dispensarme, señora —dijo.

La delfina no contestó a estas palabras.

—Desde mañana, si gusta —dijo con febril vivacidad—, puede ingresar vuestra hermana en San Dionisio, y vos estaréis dentro de un mes a la cabeza de un regimiento.

—Señora —respondió Felipe—, ¿deseáis tener la bondad de oír mis últimas explicaciones?… Mi hermana acepta el favor de Vuestra Altera Real, pero yo no debo aceptarlo.

—¿Qué no aceptáis?

—No, señora… he recibido una ofensa de la corte, y los enemigos que me han afrentado hallarán medio de descargar sobre mí un golpe más funesto si me vieran en mayor elevación.

—¡Cómo! ¿Y aun protegiéndoos yo?

—Señora, por eso mismo —dijo Felipe resueltamente.

—¡Es verdad! —murmuró la princesa poniéndose pálida.

—Y además, señora; no… se me olvidaba, se me olvidaba al hablaros que ya no hay felicidad para mí en la tierra… se me olvidaba que después de volver a la oscuridad, no debo salir de ella: en la oscuridad, el hombre que tiene corazón reza y se acuerda.

Pronunció Felipe estas palabras con un acento tal que hizo estremecer a la princesa.

—Día llegará —dijo esta—, en que tenga derecho para decir lo que en este instante sólo puedo pensar. Caballero, vuestra hermana puede entrar en San Dionisio cuando guste.

—Gracias, señora, gracias.

—En cuanto a vos… deseo que me pidáis algo.

—Pero, señora…

—¡He dicho que lo deseo!

Felipe vio bajarse hacia él la mano de la princesa, y aquella mano permanecía colgando como si aguardara: quizá sólo expresaba la voluntad.

Arrodillóse el joven, cogió aquella mano, con lentitud, con el corazón lleno de vanidad, palpitando, y aplicó a ella sus labios.

—Veamos qué es lo que solicitáis —dijo la delfina tan conmovida que no retiró la mano.

Felipe inclinó la cabeza, y una ola de sombríos pensamientos le inundó como al náufrago en una tempestad… durante unos cuantos segundos permaneció mudo e inmóvil, y alzándose después descolorido y con los ojos apagados:

—Un pasaporte para abandonar a Francia —dijo—, el día en que mi hermana ingrese en el convento de san Dionisio.

Retrocedió la delfina como espantada, y luego, al ver aquel dolor, que seguramente comprendió y del que quizá participaba, no se le ocurrió decir otra cosa que estas palabras ininteligibles:

—¡Está bien!

Y alejóse por una calle de cipreses, únicos árboles que habían conservado intactas sus eternas hojas, adorno de los sepulcros.