Fritz condujo a Gilberto a la presencia de Balsamo.
Descansaba el conde en un sofá, como la gente rica y ociosa, de la fatiga de haber dormido toda la noche: a lo menos, esto es lo que supuso Gilberto al verlo tendido de aquel modo a semejante hora.
Al entrar en el salón, Balsamo se incorporó levemente recostándose en el codo, y cerró un libro que tenía abierto aunque no leía.
—¡Oh!, ¡oh!, he aquí un joven que va a casarse —dijo.
Gilberto permaneció en silencio.
—Bien —siguió el conde volviendo a tornar su postura indolente—, sois dichoso, y por eso sois casi agradecido. Esto es muy hermoso; pero venís a darme las gracias, y esto es superfluo; dejadlo, Gilberto, para cuando lo necesitéis. Idos, mi amigo, idos.
En aquellas palabras había una cosa tan profundamente siniestra, que fue para Gilberto una tacha y una revelación.
—No —dijo—, os engañáis, caballero, pues no hay tal casamiento.
—¡Oh!, pues entonces, ¿qué es lo que hacéis?… ¿qué ha ocurrido?
—Que me han negado mi petición —contestó Gilberto.
El conde se volvió del todo.
—No habréis entendido bien, caballero.
—Sí, caballero, o al menos, así lo creo.
—¿Quién os ha desairado?
—La señorita.
—Eso era de esperar: ¿y por qué no os dirigisteis a su padre?
—Porque la fatalidad no ha querido.
—¡Ah!, ¿conque somos fatalistas?
—No tengo razón para tener fe.
Balsamo frunció el entrecejo y miró a Gilberto con una especie de curiosidad.
—¿Por qué hablar así de lo que desconocéis? —le dijo—; pues en un hombre es una necedad, y en un niño inútil jactancia. Os consiento que tengáis orgullo, pero no que seáis tan imbécil: decidme que no tenéis por qué ser un tonto y os daré la razón. En resumen. ¿Qué habéis hecho?
—Helo aquí. He pretendido, como los poetas, soñar en vez de obrar; he querido irme a pasear por calles de árboles en que había hallado placer meditando amorosamente, y sin estar preparado se ha presentado de pronto a mi vista la realidad, dejándome muerto en el sitio.
—También se os emplea, Gilberto, porque el hombre que se encuentra en la situación en que vos os halláis, se asemeja a los exploradores de un ejército, los cuales no deben caminar sino con el mosquete en la mano derecha y una linterna sorda en la izquierda.
—Últimamente, caballero, he fracasado, pues la señorita Andrea me ha llamado asesino e infame, asegurándome que mandará que me maten.
—Bueno, pero ¿y su hijo?
—Sostiene que es suyo y no mío.
—¿Y qué más?
—Nada; al oír esto me retiré.
—¡Ah!
Gilberto levantó la cabeza.
—¿Qué hubierais hecho vos? —dijo.
—Todavía lo ignoro: decidme lo que vos vais a hacer ahora.
—A castigarla por las humillaciones que me ha hecho sufrir.
—Esas no son más que palabras.
—No; es una decisión que he tomado.
—¿Pero os habéis dejado arrancar vuestro secreto… vuestro dinero acaso?
—Aún me pertenece mi secreto y no dejaré que nadie se apodere de él; en cuanto al dinero, era vuestro y aquí lo tenéis.
Se desabrochó la chupa y sacó los treinta billetes de banco, los cuales contó minuciosamente, colocándolos sobre la mesa de Balsamo.
El conde los tomó y dobló, sin dejar de observar a Gilberto, cuyo rostro no reveló la menor emoción.
—Conserva la honra, y no es codicioso; aquí hay espíritu y firmeza… este sí que es un hombre —pensó allá en sus adentros.
—Señor conde —dijo Gilberto—, ahora tengo que daros cuenta de los dos luises que me entregasteis.
—Jamás exageréis nada —repuso Balsamo—, pues si es una cosa magnífica devolver cien mil escudos, es una puerilidad entregar cuarenta y ocho libras.
—No pretendo devolvéroslas, sino participaros lo que he hecho con esos dos luises, a fin de que supieseis oportunamente que necesito otros.
—Eso es diferente. ¿Conque pedís más?
—Pido…
—¿Y para qué?
—Para hacer una cosa con lo que manifestasteis hace poco que no eran más que palabras.
—Corriente; ¿tratáis de vengaros?
—Sí, y me parece que noblemente.
—Lo creo, pero de un modo cruel, ¿no es verdad?
—Sí.
—¿Cuánto dinero necesitáis?
—Veinte mil libras.
—¿Y no tocaréis a esa joven? —dijo Balsamo, pensando atajar a Gilberto con esta pregunta.
—No la tocaré.
—¿Ni a su hermano?
—Ni tampoco a su padre.
—¿No la calumniaréis?
—Jamás abriré la boca para pronunciar su nombre.
—Ya os comprendo, pero lo mismo es matar a una mujer con un puñal que matarla con constantes bravatas… Sin duda queréis desafiarla presentándoos a su vista, siguiéndola y abrumándola con sonrisas llenas de insultos y aborrecimiento.
—Estoy tan lejos de querer hacer eso que decís, que vengo a pediros, para en caso de que se me antoje dejar a Francia, que me facilitéis los medios de atravesar el mar sin que me cueste nada.
Balsamo dejó escapar una exclamación.
—Señor Gilberto —dijo con su voz áspera a la par que cariñosa, que no contenía sin embargo ni dolor ni gozo—; señor Gilberto, me parece que no sois consecuente con vuestro alarde de desinterés. Me pedís veinte mil libras; pues qué, ¿no podéis tomar de esa cantidad mil que os costarán los gastos de embarque?
—No, caballero, por dos motivos.
—Veamos cuáles son.
—Es el primero, que el día en que me embarque no poseeré un sueldo, pues tened en cuenta que lo que pido no es para mí, sino para reparar la falta que he cometido por haberme vos facilitado la ocasión.
—¡Ah!, ¡qué tenaz sois! —dijo Balsamo con la boca crispada.
—Porque tengo razón… Os digo que necesito dinero para reparar una falta, y no para vivir o consolarme: ni un sueldo de esa cantidad entrará en mi bolsillo, pues está destinada.
—Sí, ya lo veo; para vuestro hijo.
—Sí, señor, para mi hijo —contestó Gilberto con cierto orgullo.
—¿Pero y vos?
—Yo soy robusto, libre e inteligente, y siempre tendré con qué mantenerme, porque quiero, ¡quiero vivir!
—¡Oh!, ¡viviréis! Nunca da Dios tanta fuerza de voluntad a almas que deban abandonar prematuramente la tierra; Dios, así como viste con eficacia las plantas que tienen que arrostrar los largos inviernos, da una coraza de acero a los corazones que necesitan sufrir amargas y duras penas. Pero creo que habéis dicho teníais dos motivos para no conservar mil libras: en primer lugar por delicadeza.
—Y en segundo por prudencia. El día en que salga de Francia, tendré que ocultarme, y esto no lo conseguiré yendo a buscar a un capitán en un puerto, y entregándole dinero, pues supongo que esto es lo que se hace en esos casos.
—¿Suponéis, pues, que yo pueda ayudaros a que os salven?
—Sé que es posible hacerlo.
—¿Y quién os lo ha dicho?
—¡Oh!, disponéis de muchos medios sobrenaturales para que no tengáis también todo un arsenal de recursos naturales.
—Gilberto —dijo Balsamo de repente extendiendo la mano hacia el joven—, sois hombre dotado de un espíritu aventurero y atrevido; en vos reside el bien y el mal como en una mujer, y sois estoico y probo sin afectación. Quedaos conmigo, y haré que seáis hombre grande: os conceptúo capaz de ser agradecido; quedaos aquí, os digo, pues este palacio es un asilo seguro: además, dentro de algunos meses salgo de Europa, y me acompañaréis.
Gilberto escuchó con atención, y luego dijo:
—Transcurridos algunos meses no diría que no; pero lo que es hoy, debo daros las gracias, señor conde: vuestra proposición es muy brillante para un desgraciado, pero no la acepto.
—Observad que la venganza de un momento no vale tal vez tanto como un porvenir de cincuenta años.
—Caballero, mi antojo o mi capricho, valen siempre para mí más que todo el Universo en el instante que tengo ese antojo o ese capricho. Por otra parte, además de la venganza necesito cumplir con un deber.
—Ahí tenéis vuestras veinte mil libras —contestó Balsamo sin titubear.
Gilberto tomó dos billetes de banco, y mirando a su protector:
—¡Favorecéis como pudiera hacerlo un rey! —dijo.
—¡Oh!, algo más —dijo Balsamo—, pues ni siquiera pido que el sujeto a quien favorezco me dedique un recuerdo.
—¡Bien! Pero yo soy agradecido, como dijisteis hace poco, y cuando haya realizado mi tarea, os pagaré veinte mil libras.
—¿De qué modo?
—Poniéndome a vuestro servicio durante el tiempo que sea menester a un criado para pagar veinte mil libras a su amo.
—Volvéis a ser ilógico, Gilberto, pues hace un instante manifestasteis que debía daros veinte mil libras que habéis pedido.
—Es cierto, pero habéis ganado mi corazón.
—Lo celebro —dijo Balsamo—. ¿Conque seréis mío si yo quiero?
—Sí.
—¿Qué es lo que sabéis hacer?
—Muy poco; pero a todo me atrevo.
—Es verdad.
—Pero deseo tener en el bolsillo un medio para dejar a Francia en el plazo de dos horas si fuese necesario.
—¡Ay!, ya no tenemos servicio.
—Volveré.
—Y yo os buscaré. Vamos, terminemos de una vez, porque me molesta hablar tanto tiempo. Acercad esa mesa.
—Aquí está.
—Entregadme los papeles que están en ese cuaderno sobre el ropero.
—Aquí lo tenéis.
Cogió los papeles y leyó a media voz las líneas siguientes en uno de ellos que contenía tres firmas, o más bien tres cifras extrañas.
El día 15 de diciembre, del Havre, para Boston, P. J. el Adonis.
—¿Qué opinas de América, Gilberto?
—Que no es Francia, y con mucho gusto viajaré por mar, en un momento determinado, con dirección a cualquier país que no sea en el que estamos.
—¡Bien!, ¿es tiempo oportuno… para el 15 de diciembre?
Gilberto contó por los dedos mientras reflexionaba.
—Precisamente.
Balsamo cogió una pluma y se limitó a escribir en una hoja en blanco estas palabras:
Admitid en el Adonis un pasajero.
José Balsamo
—Pero es peligroso este papel —dijo Gilberto examinándolo—; y cuando trato de buscar un asilo, bien podría ser que diese con la Bastilla.
—El excesivo talento te hace parecer tonto —dijo el conde—. El Adonis, señor Gilberto, es un buque mercante, cuyo principal armador soy yo.
—Señor conde, perdonadme —dijo Gilberto inclinándose—: Efectivamente soy un miserable, y algunas veces pierdo la cabeza, pero nunca dos veces seguidas; perdonadme, pues, y creed en mi agradecimiento.
—Idos, amigo mío.
—Señor conde, quedad con Dios.
—Hasta la vista —dijo Balsamo retirándose.