Capítulo CLIII

Cuando llegó el día, Gilberto sintió vehementes deseos de escribir a Andrea, comunicándole los argumentos tan sólidos y llenos de probidad que la noche hizo brotar de su cerebro; pero comprendió que no le quedaba ninguna esperanza. Además, escribir era conceder lo que repugnaba a su orgullo, y pensando que su carta sería arrugada, tirada, quizá, sin ser leída; imaginándose que sólo serviría para que le siguiese la pista una traílla de enemigos encarnizados e ignorantes, varió de opinión decidiendo no escribirle.

Pensó Gilberto entonces que el paso que diera podía ser recibido de un modo más favorable por el padre, que era un avaro y un ambicioso, o por el hermano, que era un hombre de muy buen corazón, y de quien sólo podía temerse el primer ímpetu.

—Pero —se dijo a sí mismo—, ¿de qué me serviría que me apoyara M. de Taverney o su hijo Felipe, si Andrea me perseguirá con su constante «no os conozco?».

Luego añadió allá para sí:

—Está bien, nada me une ya a esa mujer, pues ella misma ha tenido cuidado de romper los lazos que nos unían.

Así que el sol penetró en la buhardilla, Gilberto se levantó tambaleándose con la esperanza de hallar a su enemigo en el jardín o hasta en el pabellón.

En medio de su desgracia, era esto un placer.

Pero de pronto fue a anegar su pensamiento una ola amarga de despecho, remordimiento e ira: recordó todos los disgustos y desprecios que le había hecho sufrir la joven, y deteniéndose en medio del zaquizamí, porque así lo mandó severamente la materia a la voluntad, dijo:

—¡No!, ¡no!; no irás a mirar a esa ventana, no te infiltrarás ya el veneno con que te complaces en matarte. Es una cruel, es una criatura sin honra ni religión la que niega al hijo su padre, que es un sostén natural, y condena a la pobre criatura al olvido, la miseria o quizá la muerte, en atención a que ese hijo deshonra las entrañas en que ha sido engendrado. Pues bien, Gilberto, por muy criminal que hayas sido, por muy enamorado y cobarde que seas, te prohíbo que te vayas hacia la claraboya y que dirijas una mirada siquiera al pabellón; te prohíbo que te compadezcas de la situación de esa mujer, ni que debilites los resortes de tu alma pensando en lo ocurrido. Consume la vida como el bruto, trabajando y satisfaciendo las necesidades materiales; gasta el tiempo que va a transcurrir entre el oprobio y la venganza y acuérdate siempre de que el único medio de respetarte todavía y hacerte superior a esos nobles orgullosos, estriba en ser más nobles que ellos.

Tembloroso, pálido, impulsado por el corazón hacia la ventana, obedeció, sin embargo, el mandato del espíritu, pudiendo vérsele poco a poco, como si sus pies hubiesen echado raíces en el cuarto, dirigirse hacia el lado de la escalera. Al fin salió para encaminarse a casa de Balsamo. Pensando otra cosa:

—¡Soy un loco! —dijo—, ¡qué cabeza tan destornillada tengo! Hablaba de vengarme, y no sé qué venganza elegir. ¿Mataré a esa mujer? ¡Oh!, no, pues al caer se tendría dichosa con ajarme con una injuria más. ¿La deshonro públicamente? ¡Oh!, ¡eso es propio de un menguado…! Hay un punto sensible en el alma de esa criatura en que mi alfilerazo descargue un golpe tan sensible como una puñalada… Necesita que la humillen, sí, porque todavía es más orgullosa que yo… ¿Humillarla yo? ¿Y cómo? Nada poseo, nada soy, y sin duda va a desaparecer. Es seguro que con mi presencia, si me presentara a menudo, y le dirigiera una mirada de desprecio o provocación, la provocaría dolorosamente. Yo bien sé que esa madre sin entrañas sería una madre sin corazón, y me enviaría a su hermano a que me matase; pero ¿quién me impide que yo también aprenda a matar a un hombre lo mismo que he aprendido a reflexionar o a escribir?, ¿quién evita que derribe al suelo a Felipe, que le desarme, y me ría en las barbas del vengador, burlándome al mismo tiempo de la mujer ofendida?… No, este medio es propio de comedia. Yo solo, yo, con mi brazo desarmado, con un raciocinio despojado de ideas imaginarias, con la fuerza extraordinaria que la Naturaleza me ha dado, y mi vigoroso pensamiento, desbarataré los proyectos de esos desgraciados… ¿Qué es lo que quiere Andrea?, ¿qué posee?, ¿qué pone por delante para defenderse y conseguir mi oprobio?… Lo veremos.

Después, en el borde de la parte saliente de la pared, encorvado y con los ojos clavados en el suelo, se puso a meditar profundamente.

—Lo que puede desear Andrea —dijo—, es lo que yo aborrezco: es necesario, pues, destruir todo lo que aborrezco… ¡Destruir! ¡Oh!, no… ¡Que no me lleve a proceder mal mi deseo de venganza! ¡Qué jamás me obligue a valerme del acero o el fuego! ¿Qué me queda entonces? Helo aquí: investigar la causa de la superioridad de Andrea; ver por medio de qué cadena va a aprisionar a un mismo tiempo mi corazón y mi brazo… ¡Oh! ¡Dejar de verla…! ¡Pasar sin que ella me mire…! ¡Pasar, digo, a dos pasos de esa mujer, cuando sonriéndose con su insolente hermosura conduzca de la mano a su hijo, su hijo que jamás me conocerá…! ¡Malditos sean el cielo y la tierra! Y acentuó esta frase dando furioso un puñetazo en la pared, y lanzando un apostrofe más terrible todavía, que voló hacia el cielo.

—¡Su hijo! He aquí el secreto. ¡Es preciso que nunca posea ese hijo, a quien enseñaría a aborrecer el nombre de Gilberto; es preciso, al contrario, que sepa que ese hijo crecerá aprendiendo a odiar el nombre de Andrea! En resumen, ese hijo a quien ella no querrá, a quien tal vez atormentaría, porque tiene mal corazón, ese hijo con que me estaría castigando perpetuamente, es necesario que jamás lo vea Andrea, y que exhale, cuando lo haya perdido, rugidos semejantes al de la leona cuando le quitan sus cachorros.

Se incorporó Gilberto hermoseado por la ira y una alegría bárbara.

—Esto es —dijo extendiendo el puño hacia el pabellón de Andrea—; me condenas a la vergüenza, a la soledad, al remordimiento y al amor, y yo te condeno a sufrir inútilmente, a vivir aislada, a la afrenta, al terror y a un odio sin venganza. Me buscarás, pero en vano, porque habré huido; llamarás al niño, aunque sea para despedazarle si le encuentras, pero a lo menos habré encendido en tu alma un volcán de furiosos deseos; habré clavado en tu corazón una hoja sin puño… ¡Sí, sí, el hijo! Y lo tendré, Andrea; no tu hijo, como dices, sino el mío. Gilberto se apoderará de su hijo, hijo noble por parte de madre… ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!

Y cobró animación insensiblemente hasta inundarse de gozo.

—¡Velaré, pues, Andrea! —dijo en tono solemne aproximándose a la ventana—; velaré de día y de noche, y no harás un movimiento sin que yo lo espíe. ¡Andrea, eres presa mía; una parte tuya es mi bien, y desde hoy vigilo, sí, vigilo!

Acercóse entonces a la claraboya y vio abrir las persianas del pabellón, deslizándose la sombra de Andrea sobre las cortinas y sobre el pavimento del cuarto, reflejada indudablemente por algún espejo.

Luego llegó Felipe, que se había levantado más temprano, pero que había estado escribiendo en su cuarto, situado detrás del de Andrea.

Notó Gilberto cuan animada era la conversación de los dos hermanos, y con seguridad hablaban de él, de la escena de la víspera, pues Felipe se paseaba con una especie de perplejidad. Quizá había modificado la llegada de Gilberto los proyectos de instalación, y acaso iban a buscar en otro sitio la paz, las tinieblas y el olvido.

Cuando Gilberto concibió esta idea, convirtiéronse sus ojos en rayos luminosos que hubieran incendiado el pabellón y penetrado hasta el centro del mundo.

Pero en aquel momento entró por la puerta del jardín una criada de servir, provista de una recomendación. Andrea la admitió, pues instaló su paquete de ropa en la habitación que Nicolasa ocupó en otro tiempo: pronto varias compras de muebles, utensilios y provisiones, confirmaron al vigilante Gilberto en la certeza de que los dos hermanos pensaban habitar allí tranquilamente.

Examinó Felipe, y mandó examinar con el mayor cuidado, las cerraduras de la puerta del jardín, lo cual probó más que nada a Gilberto que suponían que había entrado con una llave falsa que quizá le había dado Nicolasa. Así es que hallándose Felipe delante, mudó un cerrajero las guardas de la cerradura.

Aquella fue la primera alegría que Gilberto sintió después de todos los sucesos narrados. Se sonrió irónicamente murmurando:

—¡Pobre gente!, poco peligro me puede venir de ella: ¡la emprenden con la cerradura, y ni siquiera sospechan que he tenido fuerzas para escalar las paredes! ¡Qué idea tan pobre tienen de ti, Gilberto! Tanto mejor. Sí, orgullosa Andrea —agregó—; a pesar de las cerraduras de tu puerta, podría penetrar en tu casa si quisiera… Pero no —continuó con amargura—… ¡esto es más digno de mí, y ya no os quiero…! ¡Descansad en paz, pues no necesito poseeros para atormentaros a mis anchas; dormid!

Abandonó la claraboya, y después de echar una ojeada a su traje, bajó la escalera para encaminarse a casa de Balsamo.