Conforme iba disminuyéndose la sensación dolorosa que se había apoderado de Gilberto, eran más claras y terminantes sus ideas.
Recordó que una noche, en épocas más felices, había tratado de adquirir noticias de Andrea, verla y aun oírla, y que con peligro de su vida, cuando aún no se hallaba repuesto de la enfermedad que siguió al 31 de mayo, se deslizó por las canales desde el piso principal hasta abajo, esto es, hasta el bienaventurado suelo del jardín.
—Veamos, pues —dijo para sí—, si voy a buscar recuerdos por última vez al lugar en que estuve presente; sí voy a buscar nuevamente de rodillas, en la arena de las calles de árboles, la huella adorada que han debido dejar impresa los pasos de mi querida.
Suspendió Gilberto su monólogo para fijar una mirada profunda en el sitio en que debía estar el pabellón.
Después de un momento de silencio e investigación:
—No parece —agregó— que el pabellón esté habitado por otros inquilinos; ni se ve luz, ni se oye ruido, ni hay ninguna puerta abierta; ¡vamos, pues!
Abrió la puerta de su buhardilla, descendió a tientas como una sílfide por delante de la puerta de Rousseau, y así que llegó al piso principal se agarró con valor al canalón de plomo y se dejó deslizar hasta abajo, a riesgo de echar a perder aquellos calzones, tan rozagantes por la mañana.
Llegó a la espaldera y sintió de nuevo todas las emociones que sintió la primera vez que visitó el pabellón; crujió la arena bajo sus pies y reconoció la puertecilla por donde introdujo Nicolasa a M. de Beausire.
Al fin se dirigió a la gradería para aplicar sus labios a la manecilla de cobre de la persiana, porque sin duda la habría estrechado con frecuencia Andrea. El delito de Gilberto había convertido, pues, su amor en una especie de religión.
De repente hizo estremecer al joven un ruido interior débil y sordo, como si alguien pisara el suelo con leve paso.
Gilberto retrocedió.
Tornóse lívido su rostro, y tan trastornado estaba hacía ocho días, que al percibir una luz que penetraba por entre la puerta, creyó que la superstición, que es hija de la ignorancia y el remordimiento, encendía en sus ojos una de sus fatídicas antorchas, y que esta antorcha era la que se transparentaba en las hojas de las persianas.
Seguían aproximándose los pasos y la luz, y Gilberto oía y veía sin dar crédito a sus ojos y oídos; pero la persiana abrióse de repente cuando el joven se aproximaba para mirar a través de las hojas, y con el choque fue a parar a la pared, lanzando un grito y cayendo de rodillas.
Lo que así le prosternaba no era solamente el choque, sino también la vista, pues en aquella casa que creía desierta y a cuya puerta había llamado sin que le abriesen acababa de ver aparecer a Andrea.
La joven, pues efectivamente era ella y no una sombra, también exhaló un grito; pero luego, menos asustada, porque sin duda aguardaba a alguien:
—¿Qué pasa? —preguntó—, ¿quién sois?, ¿qué es lo que queréis?
—¡Oh!, perdón, perdón, señorita —dijo Gilberto con el rostro humildemente inclinado hacia el suelo.
—¡Gilberto! ¡Gilberto aquí! —exclamó Andrea con una sorpresa extraña al miedo y de furor—; ¡Gilberto en este jardín! ¿Qué venís a hacer aquí, amigo mío?
Estas palabras vibraron dolorosamente hasta el fondo del corazón del joven.
—¡Oh, señorita! —dijo con voz conmovida—, no me agobiéis, sed misericordiosa, porque he padecido tanto…
Andrea miró a Gilberto con asombro y como mujer que no entendía en absoluto a qué venía aquella humildad.
—Ante todo —dijo—, alzaos y explicadme cómo es que os encontráis aquí.
—¡Oh!, señorita —exclamó Gilberto—, no me levantaré hasta que me hayáis perdonado.
—¿Qué habéis hecho contra mí para que os perdone? —preguntó—. Explicaos: en todo caso —siguió diciendo con melancólica sonrisa—, como la ofensa no puede ser grande, el perdón no será difícil. ¿Ha sido Felipe el que os ha entregado la llave?
—¿La llave?
—No cabe duda, pues teníamos convenido que no abriría a nadie estando él ausente, y para que vos hayáis entrado es necesario que sea él el que os ha facilitado los medios, a no ser que hayáis entrado por encima de las paredes.
—¿Vuestro hermano, el señorito Felipe? —dijo Gilberto balbuceando—. No, no, no ha sido él; pero no se trata de vuestro hermano, señorita: ¿de modo que no os habéis marchado? ¿Conque no habéis abandonado a Francia? ¡Oh!, qué dicha tan inesperada.
Se apoyó Gilberto sobre una rodilla, y con los brazos abiertos daba gracias a Dios con extraordinaria buena fe.
Inclinóse Andrea hacia él, y contemplándole con inquietud:
—Señor Gilberto —le dijo—, habláis como si estuvierais loco, y vais a estropearme el vestido; soltad, pues, y pongamos fin a esta comedia.
Gilberto se incorporó.
—Os habéis incomodado —dijo—, pero no tengo de qué quejarme, porque harto lo he merecido: sé que no debí presentarme de esta manera; ¿pero qué queréis? No sabía que vivíais en este pabellón: lo creía vacío, solitario, y venía a buscar en él recuerdos vuestros, nada más… Sólo la casualidad… Efectivamente no sé lo que digo, dispensadme: primero quería dirigirme a vuestro señor padre, más igualmente había desaparecido.
Andrea hizo un movimiento.
—¡A mi padre! —dijo—; ¿con qué objeto?
Se engañó Gilberto con aquella respuesta.
—¡Oh!, porque os temo demasiado —dijo—; y no obstante, ya sé que más vale que todo pase entre nosotros, pues esta es la manera más fácil de que todo quede reparado.
—¡Reparado!, explicadme, ¿qué es lo que debe repararse?
La miró Gilberto con ojos llenos de humildad.
—¡Oh!, no os irritéis —dijo—, comprendo que soy un temerario, repito que es una temeridad alzar los ojos tan alto; pero ya está consumada la desgracia.
Andrea hizo un movimiento.
—El delito, si así lo deseáis —siguió diciendo Gilberto—, el delito, porque efectivamente es un delito muy grande. Pues bien, acusad a la fatalidad, señorita, pero jamás a mi corazón…
—¡Vuestro corazón, vuestro delito, la fatalidad…! Estáis loco y me dais miedo.
—¡Oh!, es imposible que pueda inspiraros otro sentimiento que no sea compasión, cuando os muestro tanto respeto y remordimiento; cuando os hablo con la frente inclinada y juntando las manos. Señorita, oíd lo que voy a deciros, que es un compromiso que contraigo en presencia de Dios y de los hombres. Quiero que toda mi vida esté consagrada a expiar el error de un instante; quiero que vuestra dicha venidera sea tan grande que borre todos los dolores pasados, señorita…
Gilberto vaciló.
—Transigid, señorita, con un matrimonio que santifique una unión criminal.
Andrea se hizo atrás un paso.
—No, no —dijo Gilberto—, no estoy loco; no intentéis huir, no me arranquéis estas manos que estrecho en las mías; por caridad, por compasión… consentid en ser mi esposa.
—¡Vuestra esposa! —exclamó Andrea, presumiendo que ella era la que iba a volverse loca.
—¡Oh! —continuó Gilberto lanzando abrasadores gemidos—, ¡oh!, decid que me perdonáis, esa noche horrible, decid que mi delito os causa horror, pero que me perdonáis al ver mi arrepentimiento; decid que mi amor comprimido tanto tiempo justificaba mi delito.
—¡Miserable! —gritó Andrea con inmensa furia—, ¿conque fuiste tú? ¡Oh, Dios mío, Dios mío!
Apretó Andrea la cabeza entre sus manos, como para dificultar que huyera su indignado pensamiento.
Retrocedió mudo y petrificado Gilberto ante aquella hermosa y pálida cabeza de Medusa, que dejaba ver a un mismo tiempo terror y asombro.
—¡Esto es lo único que me faltaba. Dios mío! —exclamó la joven, de quien se apoderó una exaltación que crecía por momentos—, ¡mi nombre está doblemente deshonrado!, ¡deshonrado por el delito y por el criminal! ¡Responde, infame! ¡Responde, miserable! ¿Conque fuiste tú?
—¡No lo sabía! —dijo Gilberto estupefacto.
—¡Socorro!, ¡socorro! —gritó Andrea entrando en su cuarto—. ¡Felipe, Felipe, ven acá!
Seguíala Gilberto sombrío y profundamente desesperado, miró en torno suyo por ver si encontraba un sitio en que caer con nobleza a los golpes que aguardaba, o un arma con que defenderse.
Nadie acudió a los gritos de Andrea porque estaba sola en su habitación.
—¡Sola!, ¡oh!, ¡estar sola! —exclamó la joven con rabia—, ¡sal de aquí, miserable! ¡No provoques la ira de Dios!
Gilberto levantó la cabeza con dulzura.
—Vuestra furia —murmuró—, es para mí más temible que todo lo demás; no me abruméis, pues, señorita, ¡tened compasión de mí!
Y juntó las manos en actitud suplicante.
—¡Asesino!, ¡asesino!, ¡asesino! —gritó la joven.
—¿Pero no queréis oírme? —exclamó Gilberto—: Oídme al menos, y haced que me maten al punto si queréis.
—¡Qué te oiga! ¡También este suplicio! Vamos, ¿y qué es lo que tienes que decirme?
—Lo que ha poco dije; que he cometido un delito, delito bien disculpado para el que penetre mi corazón, y que deseo reparar ese delito.
—¡Oh!, ahora conozco el significado de esa palabra que me causaba horror aún antes de comprenderla… un matrimonio. ¿Creo que habéis pronunciado esta palabra?
—¡Señorita! —balbuceó Gilberto.
—¡Un matrimonio! —prosiguió la altiva joven exaltándose cada vez más—. ¡Oh!, no es furor lo que siento hacia vos, sino desprecio, odio, y con este desprecio viene a mezclarse un sentimiento tan bajo y terrible, que no comprendo cómo hay quien soporte sin morirse su expresión tal como os la arrojó a la cara.
Gilberto palideció; dos lágrimas de rabia brillaron en sus párpados, y sus labios se adelgazaron quedándose tan blancos como dos hilos de nácar.
—Señorita —dijo tembloroso—; no valgo tan poco que no pueda servir para reparar la pérdida de vuestra honra.
Andrea se levantó.
—Si se tratase de honra perdida —dijo con orgullo—, sería la vuestra y no la mía. Tal como estoy, mi honra se halla intacta, y sólo casándome con vos me deshonraría.
—Nunca pude creer —contestó Gilberto con tono seco y penetrante— que para una mujer que va a ser madre hubiese en el mundo otra consideración que la suerte futura de su hijo.
—Y yo no podía imaginar que os atreveríais a ocuparos de esto —repuso Andrea, cuyos ojos chispeaban de rabia.
—Por el contrario, me ocupo de ello, señorita —respondió Gilberto empezando a incorporarse bajo el encarnizado pie que le hollaba—; me ocupo de ello, porque no quiero que ese niño se muera de hambre, como sucede frecuentemente en las casas de los nobles, cuyas hijas entienden el honor allá a su modo. Los hombres se sirven entre sí, y algunos que valían más que los otros han proclamado esta doctrina. Comprendo que no me améis porque no veis mi corazón, y que me despreciéis, porque no sabéis lo que pienso; pero jamás comprenderé que me neguéis el derecho de ocuparme de mi hijo. ¡Ay! Al tratar de casarme con vos no era por la satisfacción de un deseo, una pasión, una ambición, sino por cumplimiento de un deber, y me condenaba a ser esclavo vuestro dándoos mi vida. ¡Dios mío!, aunque nunca hubieseis llevado mi nombre, si queríais, aunque hubierais continuado tratándome como al jardinero Gilberto, esto habría sido justo; pero no debíais sacrificar a vuestro hijo. He aquí trescientas mil libras con que me ha dotado un protector generoso que me ha juzgado de distinto modo que vos. Si me caso con vos, este dinero es mío: ahora bien; por lo que hace a mi, señorita, únicamente necesito un poco de aire que poder respirar, si vivo, y un sepulcro donde descanse mi cuerpo, si muero. Lo demás que poseo, es para mi hijo; mirad, aquí están las trescientas mil libras.
Y colocó sobre la mesa el fajo de billetes, casi junto a la mano de Andrea.
—¡Estáis en un error gravísimo —dijo esta—, pues no tenéis tal hijo!
—¡Yo!
—¿De qué hijo habláis entonces? —preguntó Andrea.
—Del que encierra vuestro seno. ¿No declarasteis delante de dos personas, esto es, delante de vuestro hermano y del conde de Balsamo, que os hallabais en cinta, y que yo fui?, ¡yo, desventurado!
—¡Ah! ¿Conque lo habéis oído? —exclamó Andrea—: Pues bien, tanto mejor: en ese caso, esta es mi respuesta: me habéis forzado de un modo infame; me habéis poseído estando dormida; me habéis disfrutado por medio de un delito, y estoy en cinta, realmente; pero mi hijo sólo tiene madre, ¿lo oís? ¡Es cierto que me habéis violado, pero no sois padre de mi hijo!
Y cogió los billetes y los tiró desdeñosamente fuera de la habitación de tal modo, que rozaron al esparcirse el semblante pálido del infortunado Gilberto.
Sintió entonces un impulso de rabia tan atroz que el ángel custodio de Andrea debió temblar por ella otra vez.
Pero aquella furia se refrenó por su misma violencia, y él joven pasó por delante de Andrea sin dirigirle siquiera una mirada.
Cuando traspuso el umbral, la joven se lanzo tras él y cerró puertas, persianas, ventanas y celosías, como si con aquella acción violenta pretendiera interponer el Universo entre lo presente y lo pasado.