Capítulo CL

Aunque M. de Girardin había ofrecido a Rousseau un asilo en los hermosos jardines de Ermenonville, dudando este si debía o no someterse a la esclavitud de los grandes, como decía en su misantrópica monomanía, vivía aún en la casa de la calle de Plastrière, que nos es conocida.

Por su parte, Teresa había terminado sus quehaceres y acababa de coger la cesta para ir a la compra.

Eran las nueve de la mañana.

El ama de casa fue como acostumbraba, a preguntar a Rousseau qué quería comer aquel día.

Rousseau salió de sus meditaciones, alzó lentamente la cabeza, y miró a Teresa como un hombre a medio despertar.

—Todo lo que quieras —dijo—, siempre que haya cerezas y flores.

—Veremos si no está caro —dijo Teresa.

—Se entiende —respondió Rousseau.

—Porque al fin —continuó diciendo Teresa—, no sé si tus trabajos valen algo, pero me parece que no te pagan como antes.

—Te equivocas, Teresa, pues me pagan al mismo precio; es que me voy cansando y trabajo menos: además de que mi librero se ha retrasado en medio tomo.

—Ya verás cómo quiebra también.

—Confío en que no, porque es un hombre de bien.

—Un hombre de bien, un hombre de bien… con decir eso supones que lo has dicho todo.

—A lo menos he dicho mucho —replicó Rousseau sonriéndose—, porque no lo digo de todo el mundo.

—¡Eso no es de extrañar, porque eres tan tosco!

—¡Teresa!, que nos separamos de la cuestión.

—Sí, lo que tú deseas es que te traiga cerezas, glotón; que te compre flores, sibarita.

—¿Cómo ha de ser, amiga mía? —contestó Rousseau con la paciencia de un ángel—; tengo tan malo el corazón y la cabeza, que como me es imposible salir, a lo menos me serviría de recreo ver algo de lo que Dios arroja a manos llenas en los campos.

En efecto, Rousseau estaba pálido y encogido, y hojeaba con perezosa mano un libro que no leía.

Teresa movió la cabeza.

—Bueno, bueno —repuso—, me marcho por una hora, acuérdate de que pongo la llave debajo de la estera, y que si la necesitas…

—¡Oh!, no saldré —respondió Rousseau.

—Ya sé que no saldrás, porque no puedes tenerte en pie; pero te lo digo para que atiendas a las personas que puedan venir, y abras, si llaman; si ocurre esto último, está seguro que no seré yo.

—Gracias, buena Teresa, gracias, vete.

Salió el ama refunfuñando como de costumbre, pero durante mucho tiempo se oyeron todavía en la escalera sus tardos y perezosos pasos.

Tan pronto como se cerró la puerta, Rousseau se aprovechó de su aislamiento para arrellanarse tranquilamente en su silla, miró los pájaros que picoteaban en la ventana unas migas de pan, y respiró todo el sol que penetraba por entre las chimeneas de las casas contiguas.

No bien se sintió libre su juvenil y rápido pensamiento, cuando abrió las alas como los gorriones así que concluyeron su alegre comida.

De pronto rechinó sobre sus goznes de la puerta de entrada, y fue a sacar al filósofo de su dulce somnolencia.

—¡Cómo! —se dijo a sí mismo—, ¿ya he vuelto?… ¿Me habré dormido cuando creía que no hacía sino meditar?

Abrióse con lentitud la puerta del gabinete.

Rousseau, vuelto de espaldas hacia aquella puerta, y convencido de que Teresa era quien entraba, ni siquiera se molestó.

Hubo un instante de silencio.

—Perdonadme, señor —dijo una voz que hizo estremecer al filósofo.

Rousseau se volvió rápidamente.

—¡Gilberto! —dijo.

—Sí, Gilberto; vengo a pediros perdón, señor Rousseau.

Rousseau se quedó con la vista fija en el joven.

Era Gilberto.

Pero Gilberto, pálido y con el cabello desgreñado, ocultando mal, bajo un vestido que se hallaba en completo desorden, sus miembros demacrados y temblorosos; Gilberto, en resumen, cuyo aspecto hizo estremecer a Rousseau, arrancándole una exclamación de piedad que se asemejaba a inquietud.

Gilberto miraba de un modo fijo y luminoso como las aves de rapiña hambrientas, y una sonrisa de fingida timidez que en él se advertía, contrastada con aquella mirada lo mismo que la parte alta de la grave cabeza de un águila con la parte baja y burlona de un lobo.

—¿Qué venís a hacer aquí? —se apresuró a decir Rousseau, a quien no agradaba el desorden, y que en otro lo tenía por indicios de malos designios.

—Señor —contestó Gilberto—, tengo hambre.

Se estremeció Rousseau al oír el tono con que aquella voz profería la palabra más terrible que existe en el idioma de los hombres.

—¿Y cómo habéis entrado aquí, si la puerta estaba cerrada? —preguntó.

—Señor, sabiendo que la señora Teresa suele poner la llave debajo de la estera, esperé a que saliese, pues no me quiere bien, y quizás se hubiera negado a verme o a introducirme hasta vos. Entonces, suponiendo que estabais solo, subí, saqué la llave del escondite, y aquí estoy.

Incorporóse Rousseau apoyándose en los brazos de su sillón.

—Escuchadme un instante —dijo Gilberto—, nada más que un momento, pues os juro, señor Rousseau, que merezco que se me oiga.

—Ya escucho —respondió Rousseau asombrado al ver aquella figura que nada tenía de común con los sentimientos que revela la fisonomía de la generalidad de los hombres.

—Principiaré diciéndoos que me hallo en un apuro tan grande que no sé si robar, matarme, o hacer otra cosa peor.

Al oír estas palabras, Rousseau se levantó, colocándose detrás de su bufete como si fuera una muralla.

—Nada temáis, vos que sois mi maestro y bienhechor —dijo Gilberto con voz sumamente dulce—, pues, reflexionándolo, creo que no tendré necesidad de matarme, y que sin esto moriré, porque hace ocho días que me escapé de Trianón, y desde entonces he vagado por los bosques y las llanuras sin comer otra cosa que legumbres verdes o alguna fruta silvestre que he cogido en las selvas. No tengo, pues, fuerzas, y me estoy cayendo de cansancio e inanición. En cuanto a robar, no lo intentaré en vuestra casa, porque la quiero en extremo, señor Rousseau; y para realizar lo otro…

—Y bien —dijo Rousseau.

—Me es necesaria una decisión que vengo a buscar.

—¿Estáis loco? —exclamó Rousseau.

—No señor, pero soy muy desgraciado, estoy desesperado, y esta mañana me hubiera precipitado al Sena sino me hubiese ocurrido una reflexión.

—¿Y cuál es?

—Que vos habéis escrito lo siguiente: «El suicidio es un robo hecho al género humano».

Rousseau contempló al joven como diciéndole:

—¿Y tenéis el amor propio de suponer que al escribir eso pensaba en vos?

—¡Oh!, ya entiendo —murmuró Gilberto.

—Me parece que no —dijo Rousseau.

—Queréis decir: «¿Acaso sería un acontecimiento la muerte de un hombre tan mísero como vos, que no sois nada, que nada poseéis, y que no tenéis quién depende de vos?».

—No se trata de eso —dijo Rousseau avergonzado de que le adivinasen—; pero creo que teníais hambre.

—Sí, ya lo he dicho.

—Pues bien, una vez que sabíais dónde se encuentra la puerta, también sabéis donde están los comestibles, id al armario, coged pan y marchaos.

Gilberto permaneció quieto.

—Si no es pan lo que os hace falta sino dinero creo que no llegará vuestra maldad hasta el punto de maltratar a un anciano que fue vuestro protector, en la misma casa que os ha servido de asilo; conformaos, pues, con este poco Tomad.

Y registrándose el bolsillo le presentó unas monedas.

Gilberto le contuvo la mano, diciéndole con tanto dolor como amargura:

—¡Oh!, no se trata ni de dinero ni de pan, y no comprendisteis lo que quería decir cuando hablé de matarme. Si no me mato es porque quizá pueda ser útil mi vida a alguien, porque mi muerte sería un robo para alguien, señor. Vos que conocéis todas las leyes sociales y las obligaciones que impone la Naturaleza contestadme: ¿hay en este mundo un lazo que pueda atraer a la vida al hombre que desee morir?

—Hay muchos —dijo Rousseau.

—¿Ser padre —exclamó Gilberto—, es uno de esos lazos? Miradme al tiempo de contestar, señor Rousseau; que yo vea la contestación en vuestros ojos.

—Sí —dijo Rousseau tartamudeando—, sí, seguramente. ¿Pero a qué viene hacerme semejante pregunta?

—Vuestras palabras, señor, van a ser una sentencia para mí —dijo Gilberto—: Medidlas, pues, bien, os lo ruego; señor, soy tan desgraciado que quisiera matarme; pero… ¡pero tengo un hijo!

Asombrado Rousseau, saltó sobre su sillón.

—¡Oh!, no os moféis de mí, señor —dijo Gilberto con humildad—, pues si presumís que sólo arañáis mi corazón, yo os aseguro que lo desgarráis como un puñal: os repito que tengo un hijo.

Le miró Rousseau sin contestarle.

—A no ser así, ya habría puesto fin a mi existencia —siguió diciendo Gilberto—; y en esta alternativa he dicho acá para mi, que vos me daríais un buen consejo, siendo esta la razón porque he llegado hasta aquí.

—¿Y por qué he de tener yo que daros consejos? —interrogó Rousseau—, ¿me consultasteis cuando cometisteis la falta?

—Señor, esa falta…

Y Gilberto se acercó a Rousseau con una expresión extraña.

—Y bien, ¿qué? —dijo este.

—Hay gentes —continuó Gilberto—, que tienen por un delito esta falta.

—¡Un delito! ¡Motivo más para que no me habléis de ello, porque yo soy un hombre igual que vos y no un confesor! Por otra parte, lo que me decís no me admira, pues siempre he creído que vendríais a parar en mal, porque tenéis una índole perversa.

—No, señor —contestó Gilberto moviendo la cabeza con melancolía—; no, señor, os engañáis; tengo una imaginación falsa, o mejor dicho, la han falseado; he leído varios libros en que se predica la igualdad de castas, el orgullo de la mente y la delicadeza de los instintos, y esos libros, señor, están firmados con nombres tan ilustres, que un pobre campesino como yo ha podido muy bien extraviarse… Me he perdido, pues.

—¡Ah!, ¡ah!, ya presumo adónde queréis venir a parar, señor Gilberto.

—¿Yo?

—Sí, acusáis mi doctrina; pero ¿no carecéis de libre albedrío?

—Señor, yo no acuso, lo que digo es que he leído, mi incredulidad es lo que acuso; creí y he pecado; pero mi delito proviene de dos causas: vos sois la primera, y por eso he venido a vos antes que a nadie, enseguida iré a la segunda, pero por su turno y cuando sea hora.

—En fin, vamos, ¿qué es lo que deseáis?

—Ni beneficios, ni asilo, ni pan siquiera, aunque me hallo abandonado, desnudo y hambriento: no, lo que solicito de vos, es apoyo moral, pido que sancionéis vuestra doctrina, que me devolváis con una palabra las fuerzas, pues las he perdido completamente, no por inanición en los brazos y piernas, sino porque se ha apoderado la duda de mi corazón y de mi mente. Señor Rousseau, os conjuro para que digáis si lo que estoy sufriendo de ocho días a esta parte es el dolor que causa el hambre en los músculos de mi estómago, o el martirio del remordimiento en los órganos de mi cerebro. He engendrado un hijo, señor, cometiendo un crimen: manifestadme ahora, pues, si debo arrancarme los cabellos desesperado, y arrastrarme por el suelo gritando: «perdón» o reírme como la mujer de la Sagrada Escritura diciendo: «hice lo mismo que hace el mundo; si hay entre los hombres uno que sea mejor que yo, que me apedree». Para acabar, señor Rousseau, vos que habéis debido sentir lo mismo que yo siento, contestad a esta pregunta; decid, decid, ¿es natural que un padre abandone a su hijo?

Apenas había pronunciado Gilberto estas palabras, cuando Rousseau se puso aún más pálido que aquel lo estaba, y perdiendo por completo la serenidad:

—¿Con qué derecho me habláis así? —dijo tartamudeando.

—Porque hallándome en vuestra casa, señor Rousseau, en la buhardilla donde me recogisteis, he leído lo que habéis escrito sobre este punto; porque manifestáis que los hijos que nacen en la miseria son del Estado y este debe cuidar de ellos, porque, en fin, siempre os habéis tenido por hombre de bien, aunque abandonasteis a los hijos que os dio Dios.

—¡Desgraciado! —dijo Rousseau—, ¿has leído mi libro y vienes a hablarme con semejante lenguaje?

—¿Por qué no?

—Porque eres una mala cabeza, y posees un corazón perverso.

—¡Señor Rousseau!

—¡Mis libros los has leído mal como lees mal igualmente en la vida humana; sólo has visto la superficie de las hojas, del mismo modo que sólo ves la del rostro! ¡Ah!, imaginas que me haces partícipe de tu falta, citándome los libros que he compuesto, y diciéndome: «vos confesáis que habéis hecho esto, y por lo tanto también puedo yo hacerlo». Pero lo que no sabes, desventurado; lo que no has leído en mis libros; lo que no has acertado es que la vida entera de aquel a quien tomaba por ejemplo, esa vida de miseria y padecimientos podía cambiarla por una existencia regalada, voluptuosa y llena de fausto y placer. ¿Poseo menos talento que Voltaire?, ¿no podía escribir tanto como él? Si me aplicara más que lo hago, ¿no me sería fácil vender mis obras tan caro como él vende las suyas, y obligar al dinero a que estuviese rodando por mi cofre, teniendo siempre a disposición de mis libreros un baúl lleno hasta la mitad? ¿No sabéis que el oro llama al oro? También hubiera tenido un palacio, magníficos caballos, un carruaje para pasear a una querida joven y hermosa, sin que ese lujo, puedes estar cierto, hubiera agotado en mí el raudal de la poesía. Dime, ¿carezco yo de pasiones? Mira bien mis ojos que a los sesenta años que tengo despiden aún brillo de la juventud y el deseo: tú que has leído o copiado mis libros, ¿no recuerdas que a pesar de que mi vida va declinando, y de que padezco males de gravedad, parece que mi corazón, siempre joven, ha heredado para sufrir todas las energías del resto de mi organización? Lleno de achaques que me impiden andar, me hallo con más vigor, y más vida para absorber el dolor, que tuve nunca en la flor de mi edad para acoger las pocas facilidades que me ha concedido la Providencia.

—Nada de eso ignoro, señor —dijo Gilberto—; os he tratado de cerca y os he conocido.

—Entonces, si me has tratado de cerca, si me has conocido, ¿no tiene para ti mi vida una significación que no tiene para los demás? Esta abnegación extraña que es impropia de mi índole, ¿no te demuestra que he querido expiar?…

—¿Expiar? —murmuró Gilberto.

—¿No has entendido —dijo el filósofo—, que he castigado mi espíritu con la humillación? Porque mi espíritu sobre todo era el que tenía la culpa; mi espíritu, que había recurrido a paradojas para justificarse, en tanto que por otra parte castigaba mi corazón perpetuando el remordimiento.

—¡Ah! —prorrumpió Gilberto—, ¡así es cómo me contestáis! ¡Así es como vosotros los filósofos, que escribís preceptos para el género humano, os sumergís en la desesperación, condenándoos si os hacemos enfadar! ¿Y qué me importa a mí vuestra humillación, si nadie la sabe, vuestro remordimiento, si permanece oculto? ¡Oh! ¡Desgraciado, desgraciado de vos! ¡Ojalá recaigan sobre vos los crímenes realizados en vuestro nombre!

—¿Por qué no decís que recaerán sobre mí no sólo la maldición sino el castigo? ¡Oh!, ¡eso sería mucho! Y vos que habéis pecado igualmente que yo, ¿os condenáis con la misma severidad que yo?

—Aún con más rigor —dijo Gilberto—, pues mi castigo será terrible: ahora que no creo en nada, dejaré que me mate mi contrario, o mejor dicho mi enemigo; suicidio que me aconseja mi miseria, y me perdona mi conciencia; desde este instante mi muerte no es un robo hecho a la humanidad, y habéis escrito una frase en cuya verdad no teníais fe.

—Infeliz, detente —dijo Rousseau—, detente; ¿no te has hecho bastante daño con tu imbécil credulidad, que así pretendes aumentarlo con el estúpido escepticismo? ¿No me has manifestado que eres o que vas a ser padre?

—Lo he dicho, sí —repitió Gilberto.

—¿Y sabes tú lo que significa —murmuró Rousseau bajando la voz— arrastrar consigo, no a la muerte, sino a la vergüenza, a unas criaturas que nacieron para respirar el aire libre y puro de la virtud con que Dios dota a todos los hombres al salir del seno de su madre? Oye cuan horrorosa es mi situación: cuando dejé abandonados a mis hijos comprendí que la sociedad, a quien ofende cualquier clase de superioridad, iba a lanzarme a la cara esta injuria como una reconvención infamante, y entonces conseguí justificarme con paradojas, entonces empleé diez años de mi vida en dar consejos a las madres sobre la educación de sus hijos, yo que no supe ser padre, y a la patria sobre el modo de formar ciudadanos fuertes y honrados, yo que había sido un hombre débil y corrompido. Llegó luego un día en que, no pudiendo apoderarse de mí el verdugo que venga a la sociedad, a la patria y al huérfano, apoderóse de mi libro y lo destruyó, porque ese libro deshonraba al país, cuyo aire había emponzoñado. Escoge, adivina y juzga: ¿hice bien en obrar de aquella manera? ¿Hice mal en dar aquellos preceptos? Veo que no contestáis; Dios mismo se encontraría apurado para ello; Dios que tiene en su mano la balanza inflexible de lo justo y lo injusto. Pues bien, yo tengo un corazón que la cuestión resuelve, y este corazón me dice, acá en el fondo de mi pecho: «¡Desgraciado de ti, padre desnaturalizado, que has abandonado a tus hijos; infeliz de ti si te encuentras con una joven prostituta que se ríe imprudentemente por las noches en algún rincón de una encrucijada, pues tal vez sea la hija a quien dejaste, y que el hambre conduce a la infamia; infeliz de ti si tropiezas en la calle con un ladrón a quien han cogido, abochornado aún de haber cometido el hurto, pues tal vez sea el hijo a quien abandonaste, y que el hambre ha inducido a cometer un delito!».

Pronunciando estas palabras, Rousseau, que se había incorporado, volvió a caer en su sillón, diciendo:

—Y no obstante: yo no he sido tan culpable como pudiera creerse, pues al ver que una madre sin entrañas, cómplice mía a medias, olvidaba a sus hijos, como ocurre entre los animales, me dije a mí mismo: «cuando Dios ha permitido que una madre olvide, será porque debe olvidar». Pues bien, me engañé en aquel momento; y hoy, que me has oído decir lo que jamás he dicho a nadie, no tienes derecho para seguir en tu engaño.

—¿Conque —preguntó el joven arrugando el entrecejo—, si hubierais tenido dinero para alimentar a vuestros hijos, no los hubierais abandonado?

—Teniendo, aunque no fuera más que lo necesario, no, jamás, lo juro.

Y Rousseau extendió solemnemente la mano hacia el cielo.

—¿Son suficientes veinte mil libras —preguntó Gilberto—, para mantener a un hijo?

—Sí —dijo Rousseau.

—Perfectamente —dijo Gilberto—, gracias, señor, ahora ya sé lo que tengo que hacer.

—Y en todo caso, como sois joven, trabajando podréis mantener a vuestro hijo —dijo Rousseau—. Pero ahora recuerdo que habéis hablado de crimen: ¿os buscan, os persiguen quizá?

—Sí, señor.

—Pues bien, aquí os quedaréis, hijo mío, porque la buhardilla sigue desocupada.

—Sois un hombre a quien quiero bien, maestro, y el ofrecimiento que me hacéis me llena de júbilo: efectivamente; sólo os pido un asilo, pues en cuanto a mi sustento, yo me lo proporcionaré, porque ya sabéis que no soy holgazán.

—Pues bien —dijo Rousseau con inquietud—, si estamos conformes, subid allá arriba, no os vea aquí mi señora. Como desde que os marchasteis nada encerramos en la buhardilla, la señora nunca sube a ella, y aun está allí vuestro jergón; colocaos, pues, del mejor modo posible.

—Gracias, señor; siendo así, voy a ser más afortunado que lo que merezco.

—¿Queréis alguna cosa más? —dijo Rousseau empujando con la vista a Gilberto fuera del cuarto.

—No, señor, pero escuchadme una palabra más.

—Decid.

—En Luciennes me acusasteis una vez de que os había traicionado; pero no falté entonces, señor, pues lo que hacía era seguir a mi amada.

—No hablemos de eso; ¿era lo único que teníais que manifestarme?

—Sí; y ahora, señor Rousseau, ¿cuando se ignoran las señas de uno que vive en París, es posible adquirirlas?

—Con seguridad, siendo conocida la persona a quien se busca.

—La que yo quiero buscar es muy conocida.

—¿Cuál es su nombre?

—El conde de Balsamo.

Se estremeció Rousseau, porque no se le había olvidado la sesión que celebraron en la calle de Plastrière.

—¿Para qué queréis a ese hombre? —preguntó.

—Es cosa muy sencilla. No ignoráis que os acusaba a vos, que habéis sido mi maestro, de ser también moralmente causa de mi crimen, una vez que creía no haber hecho sino obedecer a la ley natural.

—¿Y os he desengañado? —exclamó Rousseau temblando al reflexionar acerca de aquella responsabilidad.

—Me habéis ilustrado al menos.

—Y bien, ¿qué es lo que queréis decir?

—Que mi falta, no sólo ha tenido una causa moral, sino una física.

—Y el conde de Balsamo es la causa física, ¿no es verdad?

—Sí. He copiado ejemplos, he aprovechado una ocasión, y ahora entiendo que en esto he obrado como un animal salvaje, y no como hombre. Vos sois el ejemplo, y la ocasión el conde de Balsamo. ¿Sabéis dónde reside?

—Sí.

—Pues siendo así, dadme las señas.

—Calle de San Claudio, en el Marais.

—Gracias, voy a visitarle ahora mismo.

—Mirad, hijo mío —advirtió Rousseau deteniéndole—, que es un hombre tan poderoso como profundo.

—No tengáis cuidado, señor Rousseau, estoy resuelto, y vos me habéis enseñado a dominarme.

—Pronto, pronto, marchaos arriba —exclamó Rousseau—, pues oigo cerrar la puerta del pasadizo, y sin duda será la señora que vuelve de la compra: ocultaos en la buhardilla hasta que esté aquí, y al instante saldréis.

—¿Me hacéis el favor de darme la llave?

—En la cocina está colgada en un clavo, como de ordinario.

—Adiós, señor, adiós.

—Tomad pan, y ya os daré trabajo para esta noche.

—¡Gracias!

Y Gilberto, se escabulló tan ligero, que se hallaba en la buhardilla antes que Teresa hubiese subido al primer piso.

Provisto de las precisas señas que le había proporcionado Rousseau, Gilberto no tardó mucho en practicar su proyecto.

En efecto, apenas cerró la puerta Teresa, el joven, que había visto desde la buhardilla todos sus movimientos, bajó la escalera con tanta ligereza como si no estuviera debilitado por un largo ayuno. Por lo demás, llevaba llena la imaginación de ideas de esperanzas y rencor, y detrás de todo, divisaba una sombra vengadora que le aguijoneaba con sus quejas y acusaciones.

De manera que llegó a la calle de San Claudio en un estado difícil de descubrir.

Al llegar al patio de aquel palacio, Balsamo salía a acompañar hasta la puerta al conde de Rohán, que había ido a visitar a su generoso alquimista por un deber de atención.

Ahora bien, cuando el príncipe salió, deteniéndose por última vez para dar nuevamente las gracias a Balsamo, el pobre muchacho cubierto de harapos se deslizó como un perro, no atreviéndose a mirar a su alrededor por temor de deslumbrarse.

La carroza del príncipe Luis le esperaba en el baluarte, y el prelado atravesó con ligereza el espacio que le separaba de su coche, el cual salió rápidamente así que se cerró la portezuela.

Le miró Balsamo de un modo melancólico, y una vez que el carruaje desapareció se volvió hacia la gradería de piedra.

Se encontraba allí una especie de mendigo en ademán suplicante.

Balsamo se aproximó a él, y aunque no desplegó los labios, su expresiva mirada era interrogante.

—Concededme quince minutos de audiencia, señor conde —dijo el joven de destrozados vestidos.

—¿Quién sois, amigo? —interrogó Balsamo con suprema dulzura.

—¿No me conocéis? —preguntó Gilberto.

—No, pero no importa, venid conmigo —respondió Balsamo sin fijarse en el extraño semblante de aquel joven, ni en sus vestidos, ni en su importunidad.

Y andando delante de él le hizo entrar en la primera sala, donde se sentó, sin cambiar de tono ni de aspecto.

—¿Me preguntabais si os conozco? —dijo.

—En efecto, señor conde.

—Me parece que os he encontrado en alguna parte.

—En Taverney, caballero, cuando llegasteis allí la víspera del día en que pasó la delfina.

—¿Y qué es lo que hacíais allí?

—Residía allí.

—¿Estabais al servicio de la familia?

—No, era comensal.

—¿Y habéis dejado a Taverney?

—Sí, señor, pronto hará tres años.

—¿Y habéis venido…?

—A París, donde primero estudié en casa de M. Rousseau, y luego fui colocado en los jardines de Trianón en clase de aprendiz de jardinero y florista por influencia de M. Jussieu.

—Amigo, citáis nombres excelentes, ¿y qué deseáis?

—Voy a decíroslo.

Y haciendo una pausa, lanzó a Balsamo una mirada que no carecía de firmeza.

—¿Recordáis —continuó diciendo—, de que el viernes hará seis semanas fuisteis a Trianón una noche que hizo una gran tormenta?

Balsamo estaba serio; pero tomó un aspecto sombrío.

—Sí me acuerdo —dijo—, ¿me visteis casualmente?

—Os vi.

—Pues así, ¿veneréis a que os pague porque guardéis secreto? —dijo Balsamo con tono amenazador.

—No, caballero, porque yo tengo más necesidad que vos de guardar ese secreto.

—¿Sois, pues, uno que se llama Gilberto? —preguntó Balsamo.

—El mismo, señor conde.

Balsamo envolvió con su profunda y devoradora mirada al joven cuyo nombre arrastraba consigo una acusación tan terrible.

Y él, que tanto conocía a los hombres, se sorprendió al ver la serenidad de su rostro y la dignidad de sus palabras.

—En vuestra serenidad comprendo —dijo Balsamo—, lo que venís a hacer aquí; estáis enterado de que la señorita de Taverney ha lanzado sobre vos una delación terrible con el auxilio de la ciencia que la ha obligado a decir la verdad, y venís a reconvenirme por este testimonio, ¿no es verdad?

Gilberto se conformó con mover la cabeza.

—Haríais mal con todo —prosiguió Balsamo—, pues, en el supuesto que yo hubiera querido acusaros sin que me obligase a ello mi propio interés, porque a mí se me acusaba; en la suposición que yo os hubiera tratado como a un enemigo, y que os hubiera atacado mientras que me contentaba con defenderme; aun suponiendo, digo, todo esto, no tenéis razón para decir nada, porque efectivamente habéis cometido una acción infame.

Gilberto se clavó con rabia las uñas en el pecho, pero nada contestó.

—Os perseguirá el hermano, y la hermana os mandará matar —continuó Balsamo—, si cometéis la imprudencia de andar paseándoos por las calles de París.

—¡Oh!, en cuanto a eso, nada me importa —dijo Gilberto.

—¿Cómo que os importa poco?

—Sí; amaba a la señorita de Taverney, la amaba como nadie la podrá amar en el mundo, pero me despreció, a mí, que la miraba con tanto respeto; a mí, que dos veces la había tenido ya en mis brazos sin propasarme siquiera a aplicar mis labios a la orla de su vestido.

—Efectivamente, y le habéis hecho pagar caro ese respeto; os habéis vengado de sus desprecios, ¿por qué medios? Por medio de una felonía.

—¡Oh!, no, no, la felonía no ha nacido de mí, pues me han proporcionado la ocasión de ejecutar el delito.

—¿Y quién os la ha proporcionado?

—Vos.

Se incorporó Balsamo como si le hubiera picado una víbora.

—¡Yo! —exclamó.

—Vos; sí, señor, vos —volvió a decir Gilberto—: Caballero, vos dormisteis a la señorita Andrea y luego marchasteis a escape; a medida que os ibais alejando le faltaban las fuerzas hasta que cayó en tierra. Entonces la cogí en mis brazos para llevarla a su habitación, sentí su carne sobre la mía, y un mármol hubiera sentido lo que yo sentí… Cedí… entonces, pero cedí a la fuerza del amor. ¿Soy tan criminal como dicen, caballero? Os lo pregunto a vos que sois la causa de mi desgracia.

Balsamo clavó en Gilberto una mirada triste y compasiva.

—Tenéis razón, joven —dijo—, yo soy la causa de vuestro crimen y del infortunio de esa doncella.

—Y en vez de poner remedio, siendo como sois tan poderoso, y debiendo ser tan bueno, habéis agravado la desgracia de la joven suspendiendo la muerte del criminal.

—Es verdad —contestó Balsamo—, habláis con acierto. Mirad, joven, de algún tiempo a esta parte soy una criatura maldecida, y todos mis designios toman al salir de mi cerebro formas siniestras y perjudiciales. Esto depende de desgracias que yo también he sufrido y que no comprendéis. No obstante, esta no es una razón para que yo haga sufrir a los demás: vamos, ¿qué es lo que deseáis?

—Os pido el medio de repararlo todo, señor conde, lo mismo la falta que la desgracia.

—¿Amáis a esa joven?

—¡Oh, muchísimo!

—Hay varias clases de amor: ¿de que clase, pues, es el vuestro?

—Antes de poseerla la amaba con delirio, pero ahora la amo con remordimiento, con furor. Me moriría de pena si me recibiese furiosa, y de contento si me permitiera besarle los pies.

—Es noble, pero pobre —exclamó Balsamo reflexionando.

—Sí.

—Sin embargo, su hermano es un hombre poco encaprichado con el vano privilegio de la nobleza. ¿Qué ocurriría si le pidieseis a su hermana en casamiento?

—Me mataría —contestó Gilberto fríamente—; sin embargo, como más bien ansío la muerte que la temo, si me aconsejáis que dé ese paso lo daré.

Balsamo empezó a reflexionar.

—Sois hombre de espíritu —dijo—, y hasta puede decirse que de corazón, aunque vuestros actos sean, criminales, dejando aparte mi complicidad. Pues bien, id al encuentro, no de Felipe de Taverney, sino de su padre el barón, y decidle que el día que os consienta casaros con su hija, llevaréis una dote a la señorita Andrea.

—Señor conde, yo no puedo decir tal cosa, porque nada tengo.

—Pues yo os digo que le llevaréis en dote cien mil escudos que os entregaré para reparar la desgracia y el crimen, como dijisteis hace poco.

—No me creerá, porque sabe que soy pobre.

—Pues bien, si no os cree le mostraréis estos billetes de Banco, y al verlos no dudará.

Al decir estas palabras, Balsamo abrió la gaveta de una mesa y contó treinta billetes de a diez mil libras cada uno, dándoselos a Gilberto.

—¿Y esto es dinero?

—Leed.

—¿Será posible…? —exclamó—. Pero no, semejante generosidad sería excesivamente sublime.

—Sois desconfiado —dijo Balsamo—, hacéis bien; pero acostumbraos a saber de quién debéis desconfiar. Tomad esos cien mil escudos y marchad a casa de M. de Taverney.

—Caballero —dijo Gilberto—, mientras que semejante cantidad se me dé sencillamente de palabra, no podré creer en la realidad de este regalo.

Balsamo tomó la pluma y escribió:

Doy en dote a Gilberto el día en que firme su contrato matrimonial con la señorita Andrea de Taverney, la suma de cien mil escudos que le he entregado adelantados en la creencia de una negociación venturosa.

José Balsamo

—Tomad este papel, id y no vaciléis.

—Caballero —dijo—, como llegue a deberos semejante felicidad seréis el Dios a quien adoraré en la tierra.

—Solamente hay un Dios a quien es necesario adorar —respondió Balsamo con voz grave—, y ese Dios no soy yo.

—Voy a suplicaros otro favor, y será el último.

—Decidlo, pues.

—Que me entreguéis cincuenta libras.

—¿Me pedís cincuenta libras disponiendo de trescientas mil?

—Estas trescientas mil libras no serán mías —dijo Gilberto—, hasta que la señorita Andrea consienta en ser mi esposa.

—¿Y qué queréis hacer con esas cincuenta libras?

—A comprar un traje decente conque poderme presentar.

—Tomad, amigo, aquí tenéis —dijo Balsamo. Y después de entregarle las cincuenta libras lo despidió.