Felipe regresó al lado de su hermana, que estaba agitada e inquieta.
—Amigo —le dijo—, durante tu ausencia he estado meditando en lo que me ha sucedido de algún tiempo a esta parte, y veo un abismo en que va a sepultarme la poca razón que me queda. Vamos, ¿has visto al doctor Luis?
—Ahora mismo vengo de su casa, Andrea.
—¿Ese hombre ha lanzado contra mí una acusación terrible?, ¿es justa?
—No se había equivocado, hermana.
Andrea palideció, y un ataque de nervios crispó sus dedos tan blancos y afilados.
—¿Cómo se llama —preguntó entonces—, cómo se llama el menguado que me ha deshonrado?
—Hermana, debes ignorarlo siempre.
—¡Oh! Felipe, tú no me dices la verdad; tú engañas tu propia conciencia… Yo debo saber su nombre a fin de que aunque soy débil, y a pesar de que no tengo otro amparo que la oración, pueda con mis rezos armar contra el delincuente toda la ira de Dios… Felipe, dime cómo se llama ese hombre.
—Hermana, no podemos hablar de esto.
Andrea le cogió la mano y le miró cara a cara.
—¡Oh! —dijo—, ¿eso es lo único que me contesta un joven que ciñe la espada?
Felipe palideció con aquel impulso de rabia, pero reprimiendo enseguida su furia, dijo:
—No puedo decirte lo que yo mismo ignoro. El destino que se ha desencadenado contra nosotros, me obliga a guardar secreto, y este secreto, que se comprometería con un escándalo, al mismo tiempo que se comprometiera nuestro honor, es inviolable para todos, porque Dios nos ha querido otorgar este favor.
—¡Para todos, menos para un hombre, Felipe…; para un hombre que se burla de nosotros y desafía nuestra cólera…! ¡Oh Dios mío: para un hombre que se burla de nosotros de un modo infernal en su tenebroso albergue!
Felipe, crispando los puños, miró al cielo y no contestó una palabra.
—Tal vez conozca yo a ese hombre —exclamó Andrea redoblando su ira e indignación—. Por último, Felipe, permíteme que te haga una pintura de él: ya he indicado el extraño influjo que ejerce en mí, y hasta me parece que te he enviado a él.
—Ese hombre es inocente, le he visto y tengo la prueba de ello. Así, pues, no intentes averiguar, Andrea.
—Felipe, subamos más… Lleguemos hasta el primer escalón de los hombres más poderosos del reino… lleguemos hasta el rey.
Felipe rodeó con sus brazos a aquella pobre criatura, sublime en su ignorancia e indignación…
—Todos los que nombras ahora que estás despierta, los has nombrado cuando estabas dormida, y a quienes acusas con la ferocidad propia de tu virtud, los has justificado cuando veías realizar el crimen, por decirlo así.
—Entonces he designado al culpable —dijo Andrea chispeándole los ojos de rabia.
—No —replicó Felipe—, no. No me preguntes; imítame y sufre el destino, porque la desgracia es irreparable, y para ti se acrecienta con la impunidad del delincuente. Pero espera, espera… Dios lo sabe todo y reserva a los infelices oprimidos una satisfacción, aunque triste, que se llama venganza.
—¡Venganza…! —repitió la joven asustada del tono terrible con que Felipe pronunció aquella palabra.
—Tranquilízate, hermana, y descansa de todos los pesares y afrentas que te ha ocasionado mi insensata curiosidad. ¡Oh!, si yo hubiera sabido…
Y se tapó la cara con las manos extraordinariamente desesperado. Después, levantándose de pronto.
—¿Por qué he de quejarme? —dijo sonriéndose—; mi hermana está pura, me ama, y nunca ha faltado a la confianza ni a la amistad. Mi hermana es joven, lo mismo que yo, tan buena como yo, y viviremos unidos, llegaremos a viejos… Los dos solos seremos más fuertes que el mundo entero…
Conforme el joven hablaba de consuelo, se oscurecía el semblante de Andrea, inclinaba hacia el suelo su frente cada vez más pálida, y tomaba la actitud de la melancólica desesperación que Felipe concluía de desechar con tanto valor.
—Siempre hablas de nosotros dos únicamente —dijo fijando sus ojos azules y penetrantes en la fisonomía de su hermano, que a cada segundo variaba de aspecto.
—¿Y de quién he de hablar, Andrea? —dijo el joven comprendiendo aquella mirada.
—Tenemos un padre… ¿y cómo tratará a su hija?
—Ayer te dije —respondió Felipe fríamente—, que olvidases todas las pesadumbres y temores, arrojando lejos de ti, como el viento el vapor de la mañana, cualquier recuerdo y cariño que no recayese sobre mí… Realmente, querida Andrea, nadie, sino yo, te quiere en el mundo, y nadie me quiere a mí sino tú. Siendo pobres huérfanos abandonados, ¿por qué hemos de sufrir ningún yugo de ingratitud o parentesco? ¿Recibimos beneficios, hemos conocido la protección de un padre?… ¡Oh! —agregó sonriéndose con amargura—; ya conoces a fondo mi corazón y mi modo de pensar… Si fuera necesario que quisieras a ese hombre, te diría: «¡quiérele!». Pero supuesto que me callo, abstente de amarle, Andrea.
—Entonces, hermano, será forzoso que crea…
—Hermana, en los grandes infortunios, el hombre oye involuntariamente resonar estas palabras que no entendía bien, siendo niño: «¡Teme a Dios…!». ¡Oh!, hermana, la mayor prueba de respeto que le puedes dar a tu padre, es olvidarlo.
—Conque, ¿era cierto? —murmuró Andrea con aire sombrío, dejándose caer en su sillón.
—No perdamos el tiempo en palabras inútiles; reúne todas tus cosas, pues el doctor Luis, va a ver a la señora delfina y a comunicarle tu marcha. Las razones que para ello alegará ya las sabes… que es necesario varíes de aires, porque estás muy mala. Prepárate, pues, y dispón lo necesario para la marcha.
Andrea se puso de pie.
—¿Empaqueto los muebles? —dijo.
—¡Oh! Eso no; solamente la ropa blanca, los trajes y las joyas.
Andrea obedeció.
Arregló en primer lugar los cofres de los armarios, los trajes que estaban en el guardarropa donde se escondió Gilberto, y al momento cogió unos cofrecitos para guardarlos en el baúl principal.
—¿Qué es eso? —dijo Felipe.
—El cofre que encierra el aderezo que Su Majestad me regaló cuando fui presentada en Trianón.
Felipe palideció al ver la riqueza del regalo.
—Con estas joyas —dijo Andrea— podemos vivir honradamente en cualquier sitio; pues he oído asegurar que sólo las perlas valen cien mil libras.
Felipe cerró el cofrecito.
—Efectivamente, son muy preciosas —dijo.
Y volviendo a tomar el cofrecito de manos de Andrea, agregó.
—Hermana, aún debe haber otras joyas.
—¡Oh!, querido amigo, no merecen compararse con estas; no obstante, con ellas se adornaba nuestra buena mamá hace quince años… El reloj, los brazaletes, y los pendientes están guarnecidos de brillantes, y también tenemos el retrato. Papá había pensado enajenarlo todo porque decía que ninguna de esas joyas era de moda.
—Sin embargo, a esto se reduce todo lo que nos queda —dijo Felipe—, y es el único recurso de que disponemos.
Mira, hermana, mandaremos fundir de oro y venderemos las piedras preciosas del retrato, con lo cual reuniremos veinte mil libras, cantidad bastante para unos infelices como nosotros.
—¡Si estas perlas son también mías! —dijo Andrea.
—Nunca las toques, Andrea, porque te abrasarían. Esas perlas son de una naturaleza extraña, hermana, y manchan la frente que tocan.
Andrea se conmovió.
—Me guardo este cofrecito, hermana, para devolverlo a quien corresponde de derecho. Ya te he dicho que esto no es nuestro, no; y no deseamos que lo sea, ¿es cierto?
—Como gustes, hermano —respondió Andrea sumamente abochornada.
—Querida hermana, vístete por última vez para ir a visitar a la señora delfina; sosiégate y muéstrate muy respetuosa, manifestando sentimiento por tener que separarte de tan noble protectora.
—¡Oh!, sí, lo siento mucho en medio de mi desgracia.
—En cuanto a mí, voy a París, y regresaré esta tarde; así que llegue te llevaré conmigo. Paga, pues, todo lo que debas.
—Nada debo, pues tenía a mi servicio a Nicolasa y ya sabes que se fugó. ¡Ah!, se me olvidaba Gilberto.
Estremecióse Felipe y sus ojos se encendieron de cólera.
—¿Debes a Gilberto? —exclamó.
—Sí —dijo Andrea naturalmente—, pues me ha estado proporcionando flores desde que empezó la primavera. Además, tenías razón cuando me dijiste que he sido injusta en tratar ásperamente a ese muchacho que, así como así es atento… Le recompensaré de otro modo.
—No busques a Gilberto —murmuró Felipe.
—¿Por qué? Debe hallarse en los jardines; y, si no, le mandaré llamar.
—¡No, no!, que sería perder un tiempo precioso… Cuando yo cruce las calles de árboles me lo encontraré, le hablaré y… le pagaré.
—Siendo así está bien.
—Sí; adiós, hasta la tarde.
Felipe abrazó a su hermana y se fue en busca de su padre a la calle de Coq-Heron.
El ruido de la campanilla le estremeció y él mismo salió abrir.
Como no esperaba a nadie, aquella visita imprevista era para él una esperanza, pues el desdichado desde su caída se agarraba a cualquier cosa por no caer completamente.
Recibió a Felipe con despecho y una curiosidad impenetrable.
Apenas miró el rostro de su hijo, aquella palidez sombría, aquella contracción de líneas, y la crispatura de la boca, paralizaron el raudal de preguntas que se disponía a dirigir.
—¡Tú aquí! —fue lo único que dijo—, ¿a qué circunstancia se debe esto?
—Ya tendré la honra de explicároslo —dijo Felipe.
—¡Bueno!, ¿es asunto grave?
—Sumamente grave, sí, señor.
—Este muchacho tiene unos modales tan ceremoniosos que alarman… Vamos, ¿es una desgracia o una fortuna de lo que vienes a hablarme?
—Una desgracia —dijo Felipe con gravedad.
El barón titubeó.
—¿Nos hallamos solos? —preguntó Felipe.
—Sí.
—¿Queréis que entremos en casa?
—¿Y por qué no hemos de hablar al aire libre, bajo estos árboles…?
—Porque hay cosas que no se dicen a la luz del cielo.
El barón contempló a su hijo, afectando impasibilidad, hasta sonriéndose, le siguió a la sala baja, cuya puerta ya había franqueado Felipe.
Así que estuvieron las puertas perfectamente cerradas, Felipe esperó un gesto de su padre para empezar la conversación, y así que lo vio sentado con comodidad en el mejor sillón que había en la sala:
—Señor —dijo Felipe—, vengo en mi nombre y en el de mi hermana a despedirme de vos.
—¡Cómo es eso! —dijo el barón sorprendido— ¿te alejas?… ¿Y el servicio?
—Para mí ya no le hay, pues ya sabéis que las promesas del rey no se han realizado… por fortuna.
—He aquí una fortuna que no entiendo.
—Señor…
—Explícamela. ¿Cómo es para ti una fortuna no ser coronel de un brillante regimiento? Porque sería llevar demasiado lejos la filosofía.
—Lo que esto significa es que no quiero mi prosperidad a costa del honor. Pero no entremos en consideraciones de esta clase…
—No entremos, ¡vive Dios…!
—Os lo ruego —replicó Felipe con una firmeza que significaba ¡no quiero!
El barón frunció el entrecejo.
—¿Y tu hermana? ¿Abandona también sus deberes? ¿Y su servicio al lado de…?
—Esos deberes tiene que subordinarlos a otros, señor.
—¿Y de qué índole son, si no lo llevas a mal?
—Son hijos de una necesidad imperiosa.
El barón se levantó.
—Nunca he visto gente más necia —dijo refunfuñando— que la que se entretiene en forjar enigmas.
—¿Es un enigma para vos todo cuanto he dicho?
—Sí —dijo el barón con un aplomo que dejó asombrado a Felipe.
—Me explicaré, pues: mi hermana se ausenta, porque se ve obligada a huir para evitar la deshonra.
El barón no pudo contener una carcajada.
—¡Vaya unos hijos que tengo! —exclamó— ¡por Cristo que son unos modelos! El varón se quedó sin la esperanza de alcanzar el mando de un regimiento porque teme deshonrarse, y la hembra se queda sin una plaza de dama de honor porque tiene miedo a la deshonra. En verdad que vivimos en los tiempos de Bruto y Lucrecia. Allá en mi tiempo, pero sin duda era muy malo y no vale tanto como los venturosos días de la filosofía, cuando un hombre veía venir a lo lejos un motivo de deshonra, y ceñía espada como tú, y cuando lo mismo que tú había recibido lecciones de dos maestros y tres ayudantes de esgrima, ensartaba la deshonra en la punta de la espada.
Felipe limitóse a encogerse de hombros.
—Sí, lo que estoy diciendo es demasiado pobre para un filántropo a quien repugna ver correr sangre; pero, en fin, los oficiales no han nacido precisamente para ser filántropos.
—Señor, lo mismo que vos conozco las necesidades que impone a la honra, pero con verter sangre no se repara.
—Esas son frases… ¡frases de filósofos! —exclamó el anciano enfadado hasta tal extremo que adquirió majestad—. Creo que iba a decir que también lo son de cobardes.
—Pues hacéis bien en no decirlo —replicó Felipe pálido y estremeciéndose.
El barón sostuvo con altanería la mirada terrible y amenazadora de su hijo.
—Decía —prosiguió—, y mi lógica no es tan mala como pretendían hacerme creer, decía que la deshonra procede en este mundo, no de una acción, sino de un dicho. ¡Ah!, y esto es lo que sucede… ¿El que incurre en un delito delante de personas sordas, ciegas o mudas, queda deshonrado? Me responderás con este verso estúpido:
No deshonra el cadalso, sino el crimen.
—Pero esto es bueno para dicho a chiquillos o a mujeres, mas no a un hombre, ¡vive Dios! Con él se emplea otro lenguaje… Ahora bien, yo creí que había formado un hombre… Ahora, si el ciego ve, si el sordo oye, o el mundo habla, empuña la espada y se saca los ojos a uno, se rompe el tímpano al otro y se corta la lengua al último. ¡He aquí cómo responde a un ataque de deshonra un caballero que se llama Taverney Casa-Roja!
—El caballero que lleve ese nombre, señor, sabe siempre que entre las cosas que necesita hacer, es la primera no cometer ninguna acción deshonrosa, y por esto no respondo a vuestros argumentos. Sin embargo, de vez en cuando que el oprobio nace de una desgracia inevitable, y este es el caso en que nos encontramos mi hermana y yo.
—Voy a ocuparme de tu hermana. Si según mi sistema el hombre no debe huir jamás de una cosa que puede combatir y vencer, también la mujer debe aguardar a pie firme. ¿De qué sirve la virtud, señor filósofo, sino para rechazar los ataques del vicio? ¿Y en qué estriba el triunfo de esa misma virtud sino en derrotar el vicio?
Y Taverney volvió a reírse.
—La señorita Andrea ha tenido demasiado miedo, ¿no es cierto?… Eso significa que se siente débil, y entonces…
Acercándose Felipe de repente:
—Señor —le dijo—, ¡la señorita Andrea no ha sido débil sino vencida! ¡Ha sucumbido porque le han preparado un lazo!
—¿Un lazo?
—Sí; conservad, pues, un poco de ese calor que os animaba hace poco, para vituperar la conducta de los miserables que han tramado cobardemente la ruina de ese honor inmaculado hasta ahora.
—No te entiendo.
—Ya me entenderéis… Os digo que un miserable ha introducido a otro en el aposento de la señorita de Taverney.
El barón se puso pálido.
—Un infame —continuó diciendo Felipe— ha querido que el apellido de Taverney… el mío, el vuestro, señor, tenga una mancha indeleble… Vamos, ¡decidme ahora dónde se encuentra la espada que ceñíais siendo joven para derramar una poca de sangre! ¡Creo que la cosa vale la pena…!
—¡Felipe…!
—¡Ah!, nada tenéis que temer, pues ni acuso a nadie ni, a nadie conozco… El delito se ha tramado en la oscuridad, en la oscuridad se ha ejecutado, y deseo que también queden ocultos los resultados, porque yo entiendo a mi manera la gloria de mi raza.
—¿Pero cómo sabes…? —exclamó el barón, a quien sacó de su asombro el cebo de una ambición inicua, de una esperanza innoble—; ¿en qué lo conoces?
—Señor barón, nadie preguntará eso de los que puedan ver a mi hermana, a vuestra hija, pasados unos meses.
—Pero en este caso, Felipe —exclamó el barón con ojos alegres—, no se ha perdido la fortuna ni la gloria de la familia, ¡ese es un triunfo para nosotros!
—Veo que efectivamente sois el hombre que me había figurado —dijo Felipe con extraordinaria repugnancia—, vos mismo os habéis vendido, y estáis revelando falta de talento ante un juez, después de haber demostrado delante de vuestro hijo que os falta razón.
—¡Insolente!
—¡Basta! —replicó Felipe—, temed no se despierte, si habláis tan alto, la sombra en extremo insensible ¡ay de mí!, de mi madre, que si viviese, hubiera mirado por la honra de su hija.
El barón, no pudiendo sufrir la brillante claridad que despedían los ojos de su hijo bajó los suyos.
—Mi hija —dijo después de un instante— no me dejará sin consentimiento mío.
—Mi hermana —dijo Felipe— desea no veros jamás, padre.
—¿Ha dicho ella eso?
—No sólo lo ha dicho, sino que me encarga que así os lo manifieste.
El barón se secó, temblándole la mano, sus labios blancos y húmedos.
—¡Está bien! —dijo.
Luego, encogiéndose de hombros:
—He tenido desgracia con estos hijos —exclamó—, el uno es un imbécil y la otra una bruta.
Felipe no contestó.
—Bueno, bueno —siguió diciendo Taverney—, para nada te necesito ya. Vete, si es que has concluido de… recitar la tesis.
—Aún necesito deciros dos cosas.
—Dilas, pues.
—La primera es esta; el rey os ha entregado un aderezo de perlas…
—A mí, no, que fue a tu hermana.
—A vos, señor… Por otra parte, esto importa poco… Mi hermana no se pone joyas que tengan semejante origen, porque la señorita de Taverney no es una prostituta. Os suplico, pues, que devolváis este cofrecito a quien lo ha dado, o que si tenéis el temor de disgustar a Su Majestad que tanto ha hecho por nuestra familia, lo guardéis en vuestra casa.
Felipe dio el cofre a su padre, y este lo tomó, lo abrió, miró las perlas, y lo puso sobre un ropero.
—¿Y qué más? —preguntó.
—Ahora, como no somos ricos, porque habéis empeñado o gastado hasta el caudal de nuestra madre, por lo cual jamás os reconvendré, ni lo permita Dios…
—Mejor sería —dijo el barón rechinando los dientes.
—En fin, como sólo os queda de esa módica herencia Taverney, os suplicamos que elijáis, o esta posesión o el palacio en que estamos. Vivid en una de estas dos casas y nosotros nos encerraremos en la otra.
El barón estrujó la pechera de encajes con una furia que sólo se manifestó por medio de la agitación de sus dedos, el sudor de la frente y el temblor de los labios; pero ni siquiera lo advirtió Felipe, porque había vuelto la cabeza.
—Mejor quiero a Taverney —dijo el barón.
—¿Entonces nos quedamos con el palacio?
—Como queráis.
—¿Y cuándo os vais?
—Está misma tarde… No, al momento.
Felipe se inclinó.
—En Taverney —continuó el barón—, parece uno un rey con tres mil libras de renta, y lo que es yo seré dos veces rey.
Y extendió la mano al ropero para coger el cofrecito, que se guardó en el bolsillo.
Acto continuo se dirigió hacia la puerta.
De repente retrocedió, y con una sonrisa atroz dijo:
—Te permito que pongas nuestro apellido al primer libro de filosofía que publiques, y en cuanto a Andrea… con respecto a su primera obra… debes aconsejarle que la bautice con el nombre de Luis o Luisa, porque es un nombre muy regio.
Y salió sonriéndose con socarronería.
Felipe con los ojos ensangrentados y echándole fuego la frente, apretó el puño de la espada exclamando:
—¡Dios mío!, ¡dadme resignación; concededme poder olvidar!