Meditabundo como siempre paseábase en su jardín el doctor Luis, cuando lo vio Felipe.
Al ruido de los pasos alzó el doctor la cabeza y exclamó:
—¡Ah! ¡Ah! ¿Sois vos?
—Perdonadme, doctor, que haya venido de este modo a turbaros en vuestra soledad; pero ha llegado el momento que habíais previsto; os necesito, y vengo a solicitar vuestra asistencia.
—Os prometí que os la daría caballero —dijo el doctor—, y os lo prometo de nuevo.
Felipe se inclinó sumamente conmovido, para entablar él la conversación.
El doctor Luis comprendió su indecisión, y asustado con la palidez de Felipe, temeroso de que hubiese sucedido alguna catástrofe a consecuencia de aquel drama, preguntó:
—¿Cómo se encuentra la enferma?
—Muy bien, a Dios gracias, doctor, y mi hermana es una joven digna y honrada; tan digna y honrada, que sería injusto que sufriese o corriese algún peligro.
El doctor miró a Felipe como para preguntarle, figurándose que volvía a negar como la víspera.
—Pues en ese caso —dijo—, ¿ha sido víctima de alguna sorpresa o de algún lazo?
—Sí, doctor, víctima de una sorpresa jamás vista, de un lazo infame.
El médico juntó las manos, y alzó los ojos al cielo.
—¡Ay! —dijo—, vivimos en una época terrible, y creo que es urgente nazcan médicos que curen a las naciones, como los hay hace tanto tiempo que curan a las personas.
—Sí —dijo Felipe—, que vengan, pues nadie los verá venir con tanta alegría como yo; pero entretanto…
Y Felipe hizo un gesto amenazador.
—¡Ah! —dijo el doctor—, ya veo, caballero, que sois de esos hombres que creen que para reparar un delito se ha de emplear la violencia, y acudir al derramamiento de sangre.
—Sí, doctor —respondió Felipe tranquilamente—, sí, soy de esos hombres.
—Algún desafío —murmuró el doctor—; un desafío no devolverá la honra a vuestra hermana, en caso de que matéis al delincuente, y que la llevará a la desesperación si él os mata a vos. ¡Ah!, caballero, supuse que teníais una imaginación recta, pensaba que teníais un corazón interesante, y se me figuraba haberos oído manifestar deseos de que se guardase secreto sobre esta desgracia.
Felipe apoyó su mano en el brazo del doctor, y le dijo:
—Caballero, os equivocáis de un modo extraño acerca de mí; pienso con bastante rectitud, y mis raciocinios nacen de una convicción profunda, y una conciencia inmaculada; no pretendo hacerme justicia a mí mismo, sino castigar; no quiero exponer a mi hermana a quedar abandonada o a que muera si me matan a mí, sino vengarla matando a un criminal.
—¿Y le mataréis siendo como sois un caballero? ¡Cometeréis un asesinato!
—Ah, si le hubiera visto poco antes de haber cometido el crimen penetrar como un ladrón en un aposento donde no tenía derecho para poner el pie, por su baja condición, y le hubiese matado entonces, todos hubieran dicho que había hecho bien, ¿por qué, pues, le he de perdonar ahora? ¿Se ha de respetar al delincuente?
—¿Es decir que vuestro corazón está decidido a llevar a cabo ese fatal proyecto?
—¡Estoy decidido, resuelto! Algún día le hallaré ciertamente, por más que se oculte, y ese día os lo digo, caballero, sin compasión ni remordimiento, le mataré como un perro.
—Entonces —dijo el doctor Luis—, realizaréis un delito igual al que él ha cometido, o más odioso quizá; porque, ¿quién sabe si una palabra imprudente, o un gesto de coquetería que se escape a una mujer no son suficientes a excitar los deseos del hombre y sus vehementes inclinaciones? Matar, cuando tenéis otros medios de reparación, cuando un casamiento…
Felipe levantó la cabeza.
—¿No sabéis, caballero, que los Taverney Casa-Roja descienden del tiempo de las Cruzadas, y que mi hermana es tan noble como una archiduquesa o una infanta?
—Sí, os comprendo, y el culpable no lo es: será un rústico, un villano, como decís vosotros los hijos de noble raza. Sí, sí —prosiguió sonriéndose con amargura—, sí, es verdad; Dios ha creado hombres de cierto barro inferior para que los maten otros de un barro más delicado. ¡Oh!, sí, estáis en lo cierto, matad, matad.
Y volviendo la espalda a Felipe empezó a arrancar la mala hierba de su jardín.
Felipe se cruzó de brazos.
—Atendedme, doctor —dijo—, no se trata aquí de un seductor a quien una coqueta anima más o menos; no se trata de un hombre, por último, provocado, como decíais, sino de un miserable, criado en nuestra casa, y que después de haber comido durante veinte años el pan de caridad, abusando una noche de un desmayo, de una muerte, por decirlo así, ha manchado traidora e infamemente a la mujer más santa y pura, a quien no se atrevía a mirar a la cara a la luz del día. En un tribunal, de seguro sería sentenciado a muerte ese criminal: pues bien, yo lo juzgaré, yo, tan imparcialmente como un tribunal, y le mataré. Venid ahora, doctor, vos, a quien yo creía tan generoso como grande, venid a proponer que os compre el servicio que solicito de vos, o a imponerme una condición. ¿Procederéis al hacérmelo como los que procuran obligarse y quedar satisfechos obligando a otros? Sí así ocurre, doctor, vos no sois ese sabio a quien he admirado, sino un hombre ordinario, y a pesar del desdén que me manifestasteis hace poco, yo soy superior a vos, que sin segunda intención he descubierto mi secreto.
—¿Decís que el criminal ha huido?
—Sí, doctor; tal vez adivinó la aclaración que iba a tener lugar, oyó que se le acusaba, y al instante emprendió la fuga.
—Bien, ¿y ahora qué es lo que pretendéis, caballero? —preguntó el doctor.
—Que me prestéis vuestro auxilio para sacar a mi hermana de Versalles, y para sepultar en las tinieblas más densas aún el secreto terrible que ocasionará nuestra deshonra si se descubre.
—Voy a proponeros una cosa, y será la única.
Felipe se molestó.
—Escuchadme —siguió diciendo el doctor con un gesto de autoridad que quería decir tuviese calma—. Un filósofo cristiano a quien habéis convertido en confesor, está obligado a exigiros, no una condición en favor del servicio prestado, sino en virtud del derecho de conciencia. La humanidad es un destino, caballero, y no una virtud, y puesto que pretendéis matar a un hombre, yo debo impedíroslo por cuantos medios estén en mi poder, aun por la violencia, como hubiera impedido el crimen realizado contra vuestra hermana. Por esta razón, caballero, os suplico que prestéis juramento…
—¡Oh!, nunca, nunca.
—Lo prestaréis —exclamó el doctor Luis con virulencia—; lo prestaréis, hombre sanguinario: debéis conocer fue la mano de Dios anda en todas partes, y nunca falláis ni el golpe que descarga ni su alcance. ¿No afirmáis que el delincuente ha estado cerca de vos?
—Sí, doctor; con abrir una puerta, si hubiera podido suponer que estaba allí, me habría encontrado frente a frente con él.
—Pues bien, cuando huye es señal de que tiembla, y empieza a sufrir. ¡Ah! ¿Os sonreís? ¿Os parece débil lo que hace Dios? ¿No creéis suficiente el remordimiento? ¡Esperad, esperad, pues! ¡Permaneceréis al lado de vuestra hermana, me prometeréis que nunca perseguiréis al criminal, y si le halláis, es decir, si Dios lo pone en vuestras manos, también soy yo hombre, y ya veréis!
—¿Os burláis, caballero? Pues qué, ¿no huirá de mí constantemente?
—¡Quién sabe, Dios mío! También huye el asesino; también busca donde esconderse; también teme el cadalso, y no obstante, como si la vara da la justicia tuviese imán atrae a ese delincuente, y va a doblegar el cuello bajo la mano del verdugo. Por otra parte, ¿se trata de deshacer lo que habéis empezado a ejecutar con tanto trabajo? Si matáis a ese hombre, por la clase a que pertenecéis y a la cual no podéis explicar la inocencia de vuestra hermana, o por satisfacer a ciertos hombres tan curiosos como holgazanes, sacáis dos veces su curiosidad, primero con la confesión del crimen, y después con el escándalo del castigo. No, no, creedme; guardad silencio y ocultad esa desgracia.
—¡Oh! ¿Quién puede saber, cuando mate a ese miserable, que ha sido por mi hermana?
—Siempre será necesario buscar una causa que justifique ese castigo.
—Está bien, doctor, obedeceré y no perseguiré al culpable, pero Dios hará justicia; ¡oh!, sí, Dios emplea la impunidad como un cebo, y me enviará al delincuente.
—Entonces será porque Dios le condene. Dadme la mano, caballero.
—Tomadla.
—¿Qué es necesario hacer por la señorita de Taverney?
—Será necesario, querido doctor, buscar un pretexto para alejarla durante algún tiempo del lado de la señora delfina: el sentimiento de haber dejado nuestro país, los aires, el régimen…
—Eso es fácil.
—Sí, es cosa vuestra, y a vos os lo confío. Entonces llevaré a mi hermana a un rincón cualquiera de Francia, a Taverney, por ejemplo, lejos de todas las miradas y de todas las sospechas.
—No, no, caballero, eso sería imposible: la pobre niña necesita que la cuiden constantemente y que tenga a su lado quien la consuele; además de que le harán falta los auxilios de la ciencia. Cerca de aquí estaría mejor que en el sitio adonde deseáis llevarla.
—¡Oh!, doctor, ¿lo creéis así?
—Sí, lo creo, y con fundamento. La sospecha tiende siempre a alejarse de los puntos céntricos, como se ensanchan los círculos causados por una piedra, y cuando se han borrado las ondulaciones, nadie descubre la causa, sepultada en lo profundo del agua.
—Entonces, doctor, manos a la obra.
—Enseguida, caballero.
—Prevenid a la señora delfina.
—Al momento.
—¿Y acerca de lo demás?
—Dentro de veinticuatro horas recibiréis la respuesta.
—¡Oh!, gracias, gracias, doctor, sois un Dios para mí.
—Pues bien, joven, ahora que todo está convenido entre nosotros, cumplid vuestro encargo, volved al lado de vuestra hermana, consoladla y prestadle protección.
—Adiós, doctor, adiós.
Y el doctor, después de seguir a Felipe con la vista hasta que desapareció, prosiguió su paseo, la lectura de pruebas y la limpia del jardín.