Capítulo CXLVII

Mientras Balsamo cerraba la puerta, Felipe contemplaba a su hermana, lleno de terror y curiosidad.

—¿Estáis en disposición, caballero? —le interrogó.

—Sí, sí —tartamudeó Felipe temblando de pies a cabeza.

—¿Es decir que podemos empezar a preguntar a vuestra hermana?

—Como gustéis —dijo Felipe respirando con fuerza como para quitar el peso que agobiaba su pecho.

—Antes que nada —dijo Balsamo—, mirad a vuestra hermana.

—Ya lo veo, caballero.

—¿Creéis que duerme?

—Sí.

—¿Y que por lo tanto no tiene el menor conocimiento de lo que está sucediendo aquí?

Felipe no contestó; pero hizo un gesto que manifestaba duda.

Balsamo se encaminó entonces a la chimenea y encendió una bujía que pasó a Andrea por delante de los ojos sin que la llama le hiciera bajar los párpados.

—Sí, sí, duerme —dijo Felipe—; ¡pero qué sueño tan raro. Dios mío!

—Pues bien voy a preguntarle —continuó Balsamo—; o más bien interrogadle vos, caballero, que habéis manifestado temor de que haga a vuestra hermana alguna pregunta indiscreta.

—Pero si le he hablado, la toqué hace poco, y ni me ha oído ni sintió que la abrazaba…

—Eso consiste en que no os hallabais en relación con ella; voy, pues, a poneros.

Balsamo cogió a Felipe la mano y la puso en la de Andrea.

Al momento se sonrió la joven, murmurando:

—¡Ah! ¿Eres tú, hermano?

—Ya veis como os conoce —dijo Balsamo.

—¡Sí, qué cosa tan extraña!

—Preguntadle, y os responderá.

—Pero si no se recordaba estando despierta, ¿cómo queréis que se acuerde estando dormida?

—Ese es un misterio de la ciencia.

Y suspirando, Balsamo se sentó en un sillón que había en un rincón.

Felipe quedó inmóvil, con su mano en la de Andrea, y sin saber cómo principiar unas preguntas, cuyo resultado sería para él adquirir la seguridad de su deshonra y la revelación de un delincuente, en quien tal vez no podría recaer su venganza.

Andrea se encontraba en un estado de calma próximo al éxtasis, y su rostro revelaba quietud más bien que cualquier otro sentimiento.

Estremeciéndose, obedeció Felipe a la mirada expresiva de Balsamo que le decía se preparase.

Conforme pensaba en su desgracia, y se nublaba su rostro, cubríase el de Andrea de una nube, y ella fue la que empezó diciéndole:

—Sí, tienes razón, hermano, es una gran desgracia para la familia.

Andrea traducía de esta manera el pensamiento que leía en la mente de su hermano.

Felipe no aguardaba aquel comienzo, y se estremeció.

—¿Qué desgracia? —preguntó, sin saber con exactitud lo que respondía.

—¡Ah!, bien lo sabes tú, hermano.

—Obligadle a que hable, caballero, y hablará.

—¿Y de qué modo la obligo?

—Queriendo que hable.

Felipe miró a su hermana formulando una voluntad interior.

Andrea se ruborizó.

—¡Oh! —dijo la joven—, ¡y qué mal haces, Felipe, en pensar que Andrea te ha engañado!

—¿De modo que no amas a nadie? —preguntó Felipe.

—A nadie.

—Entonces no tengo que castigar a un cómplice, sino a un criminal.

—No te comprendo, hermano.

Felipe miró al conde como pidiéndole parecer.

—¿Qué la obligue?

—Obligadla —dijo Balsamo.

—Sí, preguntad resueltamente.

—¿Sin respetar el pudor de esta niña?

—¡Oh!, no tengáis miedo, pues cuando lo despierte no se acordará de nada.

—¿Pero podrá responder a mis preguntas?

—¿Veis bien? —preguntó Balsamo a Andrea.

Andrea se estremeció al oír aquella voz, y dirigió su mirada sin brillo hacia el sitio donde se encontraba Balsamo.

—No tan bien —dijo—, como si fuerais vos quien me preguntaseis; pero, no obstante, veo.

—Pues bien —dijo Felipe—, si ves, cuéntame, hermana, con todos sus detalles, lo que sucedió la noche que te desmayaste.

—¿No comenzáis por la noche del 31 de mayo, caballero? Me parece que vuestras sospechas se remontaban a esa noche, y ya ha llegado el instante de que todo se aclare a la vez.

—No, caballero —respondió Felipe—, desde hace un momento creo en vuestra palabra. El que dispone de un poder como el vuestro, no se aprovecha de él para conseguir un objeto vulgar. Hermana —agregó Felipe—, refiéreme todo lo que sucedió en la noche que te desmayaste.

—No recuerdo —dijo Andrea.

—¿Oís, señor conde?

—Es necesario que se acuerde y que hable; mandádselo, pues.

—¡Pero si se encontraba dormida!

—El alma velaba.

Levantóse entonces, extendió la mano hacia Andrea, y frunciendo el entrecejo de una manera que indicaba aumento de voluntad y acción:

—Recordad —dijo—, yo lo quiero.

—Ya me acuerdo —dijo Andrea.

—¡Oh! —dijo Felipe enjugándose la frente.

—¿Qué queréis saber?

—¡Todo!

—¿Desde cuándo?

—Desde el instante en que te acostaste.

—¿Os veis a vos misma? —interrogó Balsamo.

—Sí, me veo; tengo en la mano el vaso preparado por Nicolasa… ¡Oh! ¡Dios mío!

—¿Qué? ¿Qué ocurre?

—¡Es una bribona!

—Habla, hermana, habla.

—El vaso contiene un brebaje, y si me lo bebo me pierdo.

—¡Un brebaje! —exclamó Felipe—, ¿y con qué fin?

—¡Espera, espera!

—Primero lo del brebaje.

—Iba a llevárselo a los labios; pero en aquel instante…

—¿Qué?

—El conde me llamó.

—¿Quién es ese conde?

—Él —dijo Andrea extendiendo la mano hacia Balsamo.

—¿Y entonces?

—Solté el vaso y quedé dormida.

—¿Y qué más, qué más? —preguntó Felipe.

—Levánteme, y fui a reunirme con él.

—¿Dónde se encontraba el conde?

—Bajo los tilos, frente a mi ventana.

—¿Y el conde no ha entrado jamás en tu cuarto, hermana?

—Jamás.

Balsamo dirigió a Felipe una mirada que quería decir:

—¿Veis cómo no os he engañado, caballero?

—¿Y fuiste a reunirte con el conde?

—Sí, porque cuando me manda, le obedezco.

—¿Y qué te quería el conde?

Andrea, vaciló.

—Hablad —exclamó Balsamo—, pues haré por no oíros.

Volvió a caer en el sillón, ocultando la cabeza entre las manos como para impedir que llegase hasta él el ruido de las palabras de Andrea.

—Di, ¿para qué te llamaba el conde? —repitió Felipe.

—Para preguntarme…

Paróse de nuevo, de manera que cualquiera hubiese dicho temía desgarrar el corazón del conde.

—Continúa, hermana, continúa —dijo Felipe.

—Por una persona que había huido de su casa, y que (Andrea bajó la voz) después ha muerto.

Por muy bajo que Andrea dijo estas palabras, Balsamo las oyó o las adivinó, pues lanzó un gemido melancólico.

Detúvose Felipe, y durante un instante reinó el silencio más profundo.

—Continuad, continuad —dijo Balsamo—: Vuestro hermano necesita saberlo todo, señorita, y es preciso que lo sepa. ¿Qué hizo ese hombre después que adquirió las noticias que deseaba?

—Se marchó —dijo Andrea.

—¿Dejándote en el jardín? —preguntó Felipe.

—Sí.

—¿Y qué sucedió entonces?

—Como se alejaba de mí, llevándose con él la fuerza que me sostenía, caí al suelo.

—¿Desmayada?

—No, dormida; pero con un sueño tan profundo como el plomo.

—¿Podrás acordarte de lo que te ocurrió durante ese sueño?

—Procuraré acordarme.

—Perfectamente, di lo que te sucedió.

—Salió un hombre de un bosquecillo me cogió en sus brazos, y me llevó.

—¿Adónde?

—Aquí, a mi cuarto.

—¡Ah…!, ¿y ves a ese hombre?

—Espera… sí, sí… ¡Oh! —prosiguió Andrea haciendo un gesto de desagrado e incomodidad—; ¡Gilberto había de ser!

—¿Gilberto?

—Sí.

—¿Y qué hizo?

—Me acostó en este sofá.

—¿Y luego?

—Espera.

—Ved, ved —dijo Balsamo—, quiero que veáis.

—Escucha… va al otro cuarto… retrocede espantado, y entra en el gabinete de Nicolasa… ¡Dios mío! ¡Dios mío!

—¿Qué ocurre?

—Un hombre le sigue y yo no puedo levantarme, ni defenderme, ni pedir socorro ¡dormida como estoy!

—¿Quién es ese hombre?

—¡Hermano mío! ¡Hermano!

Y el rostro de Andrea reveló el más profundo dolor.

—Decid quién es ese hombre —repuso Balsamo—, yo os lo mando.

—El rey —exclamó Andrea—, el rey.

Felipe se estremeció.

—¡Ah! —murmuró Balsamo—, lo sospechaba.

—Se acerca a mí —continuó diciendo Andrea—, me habla, me coge en brazos y me abraza. ¡Oh!, ¡hermano!

Gruesas lágrimas se desprendieron de los ojos de Felipe, mientras de su mano apretaba el puño de la espada que le había dado Balsamo.

—¡Hablad, hablad! —continuó el conde con tono cada vez más imperioso.

—¡Oh!, ¡qué felicidad!, se turba… se detiene… me mira… tiene miedo… huye… ¡Andrea se ha salvado!

Felipe aspiraba cada una de las frases que salían de boca de su hermana.

—¡Se salva! ¡Andrea se salva! —replicó maquinalmente.

—¡Aguarda, hermano, aguarda!

Como intentando apoyarse, buscaba la joven el brazo de Felipe.

—¿Qué más?, ¿qué más? —interrogó este.

—Se me había olvidado.

—¿El qué?

—Allí, allí, en el aposento de Nicolasa, con un cuchillo en la mano…

—¿Con un cuchillo en la maño?

—Lo veo, está tan pálido como la muerte.

—¿Quién?

—Gilberto.

Felipe contenía la respiración.

—Sigue al rey —continuó Andrea—, cierra la puerta tras sí, apaga con el pie la bujía que estaba ardiendo sobre el tapiz y se acerca hacia mí. ¡Oh!

Levantóse la joven en brazos de su hermano. Y tan tirantes se hallaban todos los músculos de su cuerpo que parecían iban a romperse:

—¡Oh!, ¡qué miserable! —dijo por último.

Y volvió a caer sin fuerzas.

—¡Dios mío! —dijo Felipe sin atreverse a interrumpirla.

—Él es —murmuró la joven.

Después, incorporándose hasta llegar al oído de su hermano, chispeándole los ojos de rabia y con las manos crispadas, le preguntó:

—¿Es verdad, Felipe, que le matarás?

—¡Ah! Sí —gritó el joven dando un brinco.

Y tropezó con un velador que estaba detrás de él con varias piezas de porcelana.

Cayó el velador y las piezas se hicieron añicos.

Al ruido se mezcló un sordo rumor, y de pronto se conmovieron las tablas del piso, dominando todo aquello un grito de Andrea.

—¿Qué sucede? —dijo Balsamo—, se ha abierto una puerta.

—¿Nos estaban escuchando? —exclamó Felipe tirando la espada.

—Era él —dijo Andrea—, él.

—¿Pero quién es él?

—¡Gilberto, siempre Gilberto! ¡Ah!, ¿es cierto que le matarás, Felipe?, ¿no es verdad que le matarás?

—¡Oh!, sí, sí, sí —exclamó el joven.

Y se precipitó a la antesala, espada en mano, mientras Andrea volvía a caer sobre el sofá.

Balsamo corrió tras el joven y le sujetó por el brazo, diciéndole:

—Observad, caballero, que lo que ahora es un secreto va a hacerse público: es de día, y en los palacios reales resuena mucho el eco.

—¡Oh! ¡Gilberto, Gilberto! —repetía Felipe—, estaba escondido ahí, nos ha oído y podía haberlo matado. ¡Oh! El cielo confunda a ese miserable.

—Sí; pero silencio, que ya lo encontraréis de nuevo a ese joven; de vuestra hermana es de quien debéis ocuparos, caballero, porque ya podéis ver que empieza a cansarse de tantas emociones.

—¡Ah!, es cierto, por lo que yo sufro comprendo lo que ella deberá sufrir: ¡es tan espantosa esta desgracia, tiene tan poco remedio! ¡Oh!, caballero, caballero, va a costarme la vida.

—Al contrario, viviréis para ella, pues como no tiene a nadie sino a vos, le sois necesario; amadla, compadecedla, y conservadla a vuestro lado.

—Y ahora —continuó después de guardar silencio unos cuantos momentos—, ¿me necesitáis para algo?

—No, caballero, perdonadme mis sospechas, perdonadme mis ofensas, sin embargo de que el daño proviene de vos.

—Sin que yo intente disculparme, caballero, se os ha olvidado lo que ha dicho vuestra hermana.

—¿Qué ha dicho? Porque tengo trastornada la cabeza.

—Si yo no hubiera venido, habría tomado el narcótico preparado por Nicolasa y entonces hubiera sido el rey. ¿Sería en tal caso menor la desgracia?

—No, caballero, siempre hubiera ocurrido lo mismo, y ya veo que estábamos condenados. Despertad a mi hermana.

—No, porque me vería, y quizá comprendería lo que ha ocurrido: más vale que la despierte lo mismo que la dormí; esto es, de lejos.

—¡Gracias, gracias!

—Quedad con Dios, caballero.

—Una palabra, conde. ¿Supongo que seréis hombre de honor?

—¡Oh! ¿Queréis decir que guarde secreto?

—Conde…

—Es una recomendación innecesaria: en primer lugar porque soy un caballero, y en segundo porque resuelto como estoy a no tener nada de común con los hombres, voy a olvidaros y a no preocuparme de sus secretos. Sin embargo, contad conmigo si alguna vez puedo seros útil… Pero no, no; ya no soy útil para nada; para nada sirvo ya en el mundo. Adiós, señor.

E inclinándose ante Felipe, Balsamo miró nuevamente a Andrea, quien tenía la cabeza echada hacia atrás con todos los síntomas del dolor y el cansancio.

—¡Oh ciencia —murmuró—, cuántas víctimas para alcanzar un resultado sin valor!

Y desapareció.

Mientras se alejaba fue reanimándose Andrea, quien alzó su pesada cabeza como si fuera de plomo, y mirando a su hermano con ojos de asombro:

—¡Oh Felipe! —murmuró—, ¿qué es lo que acaba de suceder?

Felipe comprimió los sollozos que le ahogaban, y sonriéndose con heroísmo:

—Nada, hermana —respondió.

—¿Nada?

—Sí.

—¡Y no obstante, me parece que he estado delirando, que he soñado!

—¡Soñado! ¿Y qué soñabas, querida Andrea?

—¡Oh!, he soñado con el doctor Luis.

—Andrea, eres tan pura como la luz del día; pero todo te acusa, todo te pierde, y sobre los dos ha caído un estigma infamante. Voy en busca del doctor Luis para que diga a la señora delfina que estás atacada de ese mal inexorable que se apodera del que vive lejos de su patria, y que únicamente puedes curarte residiendo en Taverney. Luego marcharemos, ya al mismo Taverney, ya a cualquier otro sitio del mundo, y aislados allí los dos nos amaremos y nos consolaremos mutuamente.

—Sin embargo, hermano —dijo Andrea—, puesto que soy tan pura como dices…

—Querida Andrea, ya te explicaré todo lo ocurrido; entretanto disponte a marchar.

—Pero ¿y papá?

—Mi padre —dijo Felipe sombrío—; ¿mi padre? Eso me corresponde a mí, y ya le prepararé.

—¿Es decir que os acompañará?

—¿Quién?, ¿mi padre?, ¡oh!, es imposible, ¡imposible! Nosotros dos, Andrea; ya te he manifestado que nosotros dos solos.

—¡Oh!, ¡me asustas, amigo mío! Me espantas, y me haces sufrir mucho.

—Dios vela por todos, Andrea —dijo el joven—: Así, pues, valor: corro en busca del doctor, y por lo que hace a ti, Andrea, no olvides que estás mala por el sentimiento que te causa haber dejado a Taverney, sentimiento que ocultabas por la señora delfina. Vamos, vamos, sé fuerte, hermana, porque nos va en ello nuestro honor.

Y Felipe apresuróse a abrazar a su hermana, porque se ahogaba.

Recogió la espada, que había dejado caer, la introdujo en la vaina con mano temblorosa, y se lanzó a la escalera.

Un cuarto de hora más tarde llamaba a la puerta del doctor Luis, que vivía en Versalles todo el tiempo que residía la corte en Trianón.