Capítulo CXLV

Efectivamente, Felipe ignoraba por completo dónde vivía José Balsamo, conde de Fénix.

Pero se acordó de la dama, de la marquesa de Savigny, a cuya casa fue trasladada Andrea el 31 de mayo para ser allí socorrida.

Fue, pues, a casa de aquella dama, y la doncella le indicó las señas de la casa de la calle de San Claudio.

Con profunda emoción tocó el aldabón de aquella casa sospechosa, donde, según todas las apariencias, estaban sepultados para siempre la honra y el reposo de la pobre Andrea. No obstante, invocando en su auxilio de voluntad, pronto dominó la indignación y la sensibilidad, para mantener intactas las fuerzas que creía necesarias.

Felipe entró en el patio conduciendo el caballo de la brida.

Aún no había dado cuatro pasos, cuando Fritz salió del vestíbulo, y apareciendo en el último escalón, fue a detenerle con esta pregunta:

—¿Qué queréis, señor?

Felipe se conmovió como si tropezara con un obstáculo imprevisto.

Miró al alemán frunciendo el entrecejo como si Fritz no cumpliera sencillamente con la obligación de criado.

—Quiero —dijo— hablar al amo de la casa, al conde de Fénix —agregó, atando la brida de su caballo a una argolla y dirigiéndose hacia la casa, en la cual entró.

—Mi señor no está en casa —dijo Fritz, dejando, sin embargo, pasar a Felipe, con la cortesía propia de un criado bien enseñado.

Felipe no había previsto aquella sencilla contestación.

Y quedó como cortado.

—¿Dónde lo encontraré? —preguntó.

—Lo ignoro, señorito.

—Debéis saberlo, sin embargo.

—Dispensadme, pero mi señor no me da cuenta de sus pasos.

—Amigo —dijo Felipe—, es preciso, no obstante, que hable a vuestro amo esta noche.

—Dudo que eso sea posible.

—Pues es forzoso, porque se trata de un asunto de la mayor importancia.

Fritz se inclinó sin responder.

—¿Conque no está en casa? —preguntó Felipe.

—No, señor.

—¿Pero volverá?

—Me parece que no.

—¿Conque os parece que no?

—Sí.

—Perfectamente —dijo Felipe, empezando a acalorarse—, entretanto id a decir a vuestro amo…

—Ya he tenido la honra de deciros —replicó Fritz con calma inalterable—, que mi señor no está en casa.

—Sé lo que valen los mandatos —dijo Felipe—, que se dan a los criados, y el que vos habéis recibido es respetable, amigo mío; pero no puede referirse a mí puesto que vuestro amo no podía prever mi visita, y vengo aquí por una excepción.

—La orden se extiende a todo el mundo —dijo Fritz torpemente.

—Entonces, si hay orden —dijo Felipe—, el conde de Fénix se encuentra en casa.

—Y bien, ¿qué? —dijo Fritz, que empezaba a impacientarse con aquella insistencia.

—Que le esperaré.

—Os digo que mi señor no está aquí: hace algún tiempo que hubo fuego en la casa y de resultas de este incendio se ha puesto inhabitable.

—Sin embargo, tú vives en ella —dijo Felipe incurriendo en una torpeza.

—Vivo en ella en clase de conserje.

Felipe se encogió de hombros, como dando a entender que no creía nada de cuanto le decían.

Fritz comenzaba a incomodarse.

—Por lo demás —dijo—, esté mi señor aquí o no esté, y ya encontrándose presente, ya en su ausencia, nadie está autorizado a entrar en su casa a la fuerza, y si no os conformáis con esta costumbre me veré obligado…

Fritz se detuvo.

—¿A qué? —preguntó Felipe ya exasperado.

—A poneros en la calle —contestó Fritz con tranquilidad.

—¿Tú? —exclamó Felipe chispeándole los ojos de rabia.

—Yo —repuso Fritz recobrando con el carácter distintivo de su nación todas las apariencias de sangre fría, a medida que iba aumentándose su ira.

Y avanzó un paso hacia el joven, quien exasperado, fuera de sí, echó mano a la espada.

Sin inmutarse Fritz al ver el acero, sin llamar aunque es verdad que tal vez estaría solo, cogió de una panoplia una especie de estaca armada de un hierro de corta dimensión, y lanzándose sobre Felipe a guisa de bâtonniste más bien que de florista, del primer golpe hizo saltar hecho pedazos aquel espadín.

Felipe exhaló un grito de rabia, y arrojándose a su vez hacia el trofeo procuró coger de allí un arma.

Entonces se abrió la puerta del corredor y se presentó el conde destacándose del cuadro sombrío.

—¿Qué ocurre, Fritz? —preguntó.

—Nada, señor respondió este, bajando la estaca, pero poniéndose como una barrera enfrente de su amo, quien, situado en las gradas de la escalera, le llevaba la mitad del cuerpo.

—Señor conde de Fénix —dijo Felipe—, ¿es costumbre en vuestro país que los criados reciban a un caballero con estaca en mano, o es una consigna particular a vuestra noble casa?

—Detente, Fritz —ordenó Balsamo.

Fritz bajó todavía más la estaca, y a una señal de su amo la dejó en un ángulo del vestíbulo.

—¿Quién sois, caballero? —preguntó el conde, que no veía bien a Felipe a la luz del velón que ardía en la antesala.

—Uno que necesita hablaros a toda costa.

—¿Qué necesita?

—Sí.

—Esa palabra disculpa a Fritz, caballero, pues yo nunca deseo hablar a nadie, y cuando estoy en mi casa a nadie reconozco con derecho a necesitar hablarme. Me habéis faltado, pues; pero —agregó Balsamo suspirando—, os lo perdono con tal que os retiréis y no turbéis por más tiempo mi reposo.

—En verdad pega muy bien —exclamó Felipe—, que pidáis reposo cuando me habéis arrebatado el mío.

—¿Yo os he privado del reposo? —preguntó el conde.

—¡Soy Felipe de Taverney! —gritó el joven imaginando que este nombre era la mejor contestación que podía dar a la conciencia del conde.

—¿Felipe de Taverney?… caballero —dijo el conde—, vuestro padre me recibió cortésmente en su casa; sed, pues, bienvenido a la mía.

—¡Ah!, es una fortuna —murmuró Felipe.

—Dispensadme el honor de seguirme, caballero.

Balsamo volvió a cerrar la puerta de la escalera excusada, y marchando delante de Felipe le llevó al salón donde hemos visto desarrollarse algunas de las escenas de esta historia, con particularidad la más reciente de cuantas allí se habían verificado, la de los cinco maestres.

El salón estaba alumbrado como si esperaran a alguien; pero era evidente que ocurriría así por una de las lujosas costumbres de la casa.

—Buenas noches, señor de Taverney —dijo Balsamo con un acento dulce y afectado que obligó a Felipe a alzar la vista para mirarle.

Pero al ver a Balsamo retrocedió un paso.

Efectivamente, el conde no era más que una sombra de sí mismo; sus hundidos ojos no despedían ningún brillo; sus mejillas, al enflaquecerse, habían surcado la boca con dos arrugas, y el ángulo facial, desnudo y huesoso, hacía que su cabeza semejase una calavera.

Aterrado Felipe, y al ver Balsamo su asombro brilló en sus labios una sonrisa mortalmente triste.

—Caballero —dijo—, os suplico que me perdonéis por lo que os ha pasado con mi criado; pero obedecía la orden que le había dado, y permitidme que os diga que vos sois el que habéis faltado pretendiendo infringir ese mandato.

—Caballero —dijo Felipe—, ya sabéis que hay en la vida situaciones apuradas, y precisamente me hallaba yo en una de ellas.

Balsamo no contestó.

—Quería veros —siguió diciendo Felipe—, quería hablaros, y hubiera arrostrado la muerte por llegar hasta vos.

Balsamo permaneció callado.

—He conseguido veros —continuó Felipe—, al fin os tengo en mi presencia, y va a mediar entre nosotros una explicación; pero antes dispensadme la bondad de despedir a ese hombre.

Y Felipe señalaba con el dedo a Fritz, que acababa de alzar el tapiz como para pedir a su amo por última vez órdenes respecto a aquel importuno visitante.

Balsamo fijó en Felipe una mirada cuyo objeto era penetrar sus intenciones; pero como el joven se encontraba ya al frente de un hombre a quien igualaba Balsamo en calidad y distinción, había recobrado la calma y la fuerza de ánimo, siendo por lo mismo impenetrable.

Entonces Balsamo despidió con un gesto a Fritz, y aquellos dos hombres tomaron asiento uno en frente del otro; Felipe con la espalda vuelta hacia la chimenea, y Balsamo con el codo apoyado en un velador.

—Hablad enseguida y con claridad, si gustáis, caballero —dijo Balsamo—, pues os escucho por pura condescendencia, y os prevengo que me cansaré pronto.

—Hablaré como debo y según crea conveniente —dijo Felipe—, y con vuestro permiso voy a empezar preguntándoos.

Al oír esta palabra, Balsamo frunció las cejas de un modo tan terrible, que saltó de ellas una chispa eléctrica.

Aquella palabra excitaba en él tales recuerdos, que Felipe se hubiera estremecido si hubiese conocido lo que pasaba en el corazón de aquel hombre.

Al fin recobró su imperio.

—Interrogadme —dijo Balsamo.

—Caballero —respondió Felipe—, nunca me habéis explicado bien en qué pasasteis el tiempo la famosa noche del 31 de mayo desde el instante en que sacasteis a mi hermana de entre los moribundos y cadáveres de que estaba atestada la plaza de Luis XV.

—¿Y a qué viene eso? —preguntó Balsamo.

—Viene, señor conde, para deciros que me parece muy sospechosa la conducta que observasteis aquella noche.

—¿Sospechosa?

—Sí, y muy probablemente no fue propia de un hombre de honor.

—Caballero —dijo Balsamo—, no os comprendo: no olvidéis que mi cabeza está fatigada, débil, y que de esta misma debilidad nacen, como es consiguiente, movimientos de impaciencia.

—¡Caballero!, exclamó a su vez Felipe enfadado con el tono altanero y reposado a un mismo tiempo que Balsamo usaba con él.

—Caballero —continuó Balsamo en el mismo tono—, desde que tuve la honra de veros he sufrido una desgracia terrible: parte de mi casa se ha quemado, y el incendio ha destruido varios objetos de valor para mí, ¿lo entendéis?, de donde resulta que el pesar que he sentido ha trastornado un tanto mi razón; sed, pues, muy claro, os lo suplico, o me despediré de vos en este mismo instante.

—¡Oh!, no, caballero —dijo Felipe—, no os despediréis de mí tan fácilmente como decís; respetaré vuestros pesares si os compadecéis de los míos, porque yo también. Caballero, he sufrido una desgracia bien grande, mucho más que la vuestra, podéis creerlo.

Balsamo se sonrió.

—Yo, caballero —continuó diciendo Felipe—, he perdido el honor de mi familia.

—¿Y cómo puedo yo remediar esa desgracia? —preguntó el conde.

—¿Cómo podéis? —exclamó Felipe lanzando chispas por los ojos.

—Sin duda.

—Podéis devolverme lo que he perdido.

—Vamos, estáis loco —exclamó Balsamo.

Y extendió la mano hacia la campanilla.

Aquel movimiento lo ejecutó con tanta indolencia y con tanta poca ira, que Felipe le detuvo al instante el brazo.

—¿Qué estoy loco? —exclamó Felipe con voz ahogada—, ¿pero no sabéis que se trata de mi hermana, a quien tuvisteis desmayada en vuestros brazos el 31 de mayo; de mi hermana, a quien condujisteis a una casa, honrada según vos, y según yo infame; de mi hermana, en una palabra, a quien os exijo, espada en mano, que devolváis su honra?

Balsamo se encogió de hombros.

—¡Bah! —exclamó— ¡cuántos rodeos para llegar a una cosa tan sencilla!

—¡Desventurado! —repuso Felipe.

—¡Qué voz tan desagradable tenéis, caballero! —dijo Balsamo siempre con tanta impaciencia como tristeza—; me dejáis sordo: vamos, ¿no habéis dicho que he insultado a vuestra hermana?

—¡Sí, menguado!

—He ahí un grito y una ofensa inútiles caballero, ¿quién demonios ha dicho que yo he insultado a vuestra hermana?

Felipe vaciló, porque el acento con que Balsamo pronunció aquellas palabras le llenó de asombro: o era el colmo de la imprudencia, o el grito de una conciencia honrada.

—¿Quién me lo ha dicho? —preguntó el joven.

—Eso he preguntado.

—Mi misma hermana, caballero.

—Pues bien, caballero, vuestra hermana…

—¿Qué pretendéis decir? —exclamó Felipe haciendo un gesto amenazador.

—Iba a deciros, caballero, que acabo de formar una opinión muy triste tanto de vos como de vuestra hermana. ¿Sabéis que es una especulación muy vergonzosa la que hacen ciertas mujeres con su deshonra? Sí, vos, como los hermanos barbudos de la comedia italiana, venís a obligarme con la espada o a que contraiga matrimonio con vuestra hermana, lo cual prueba que tiene mucha necesidad de marido, o a que os dé dinero, porque sabéis que hago oro. Pues bien, caballero, os equivocáis sobre estos dos puntos, pues no obtendréis dinero y vuestra hermana se quedará soltera.

—Entonces os arrancaré la sangre que circula por vuestras venas, si es que tenéis sangre —exclamó Felipe.

—No, ni aun siquiera eso, caballero.

—¿Qué decís?

—La sangre que tengo la guardo, y si hubiera deseado verterla he tenido para ello una ocasión más seria que la que vos me proporcionáis. Así, caballero, hacedme el favor de volveros tranquilamente, y si levantáis la voz, como ese ruido me daña la cabeza, llamaré a Fritz, Fritz vendrá, y con una seña os hará dos pedazos como si fueseis una caña. Marchaos.

Entonces Balsamo cogió la campanilla, y como Felipe tratara de impedírselo, abrió un cofre de ébano que estaba sobre el velador y sacó una pistola de dos tiros que amartilló.

—Pues bien, mejor quiero eso —dijo Felipe—, ¡matadme!

—¿Y por qué queréis que os mate?

—Porque me habéis deshonrado.

El joven pronunció estas palabras con tal acento de sinceridad, que Balsamo le miró con dulzura diciendo:

—¿Será posible que procedáis de buena fe?

—¿Dudáis de la palabra de un caballero?

—Bueno, quiero suponer que la señorita de Taverney es la única que ha concebido una idea tan innoble que os ha soliviantado, y siendo así voy a daros una satisfacción. Os juro, bajo palabra de honor, que la conducta que observé con vuestra hermana la noche del 31 de mayo es irreprochable; que ni los hombres de bien, ni los tribunales humanos, ni la justicia divina, podrían hallar cosa que ofendiese al decoro más delicado; ¿me creéis?

—¡Caballero! —dijo el joven asombrado.

—Ya sabéis que no temo un desafío, porque esto se conoce en los ojos, ¿no es cierto? En cuanto a mi debilidad no hay que engañarse, pues es aparente: verdad es que tengo poca sangre en el rostro, pero mis músculos nada han perdido de su fuerza. ¿Deseáis que os lo pruebe? Mirad.

Y Balsamo levantó con una mano, sin esforzarse, un enorme vaso de bronce que había sobre un mueble de Boule.

—Pues bien, caballero —dijo Felipe—, os creo en cuanto al 31 de mayo; pero os aprovecháis de un subterfugio, y ponéis vuestra palabra bajo la garantía de un error de fecha. ¡Después habéis vuelto a ver a mi hermana!

Balsamo titubeó a su vez.

—Es cierto que la he vuelto a ver —dijo.

Y su frente, que se había despejado por un instante, se oscureció de un modo terrible.

—¡Ah!, ya lo veis —dijo Felipe.

—¿Y qué prueba en contra mía el que haya vuelto a verla?

—Que la sumergisteis en ese sueño inexplicable, cuyos síntomas ha sentido ya tres veces al aproximarse a ella, y que abusasteis de aquella insensibilidad para conseguir que vuestro secreto quedase oculto.

—¿Quién ha dicho eso? —exclamó a su vez Balsamo.

—¡Mi hermana!

—¿Y cómo lo sabe, puesto que se hallaba dormida?

—¡Ah!, ¿conque declaráis que la durmieron?

—Hago más, declaro que yo fui quien la durmió.

—¿Vos?

—Sí.

—¿Y con qué intención sino con la de deshonrarla?

—¡Con qué intención!, ¡ay de mí! —dijo Balsamo inclinando la cabeza sobre el pecho.

—Hablad, hablad.

—Con el objeto de hacer que revelase un secreto que para mí tenía más valor que la vida.

—¡Oh!, ese es un subterfugio, astucia nada más.

—Y esa noche fue cuando vuestra hermana…

—Fue deshonrada, sí, caballero.

—¡Deshonrada!

—¡Mi hermana está en cinta!

Balsamo exhaló un grito.

—¡Oh!, es cierto, es cierto —dijo—, ya me acuerdo, me fui sin despertarla.

—¿Al fin confesáis? —exclamó Felipe.

—Sí; y algún infame en aquella noche terrible… ¡oh!, terrible para todos nosotros, caballero; algún malvado se aprovecharía de su sueño.

—¡Ah! Queréis mofaros de mí, caballero.

—No; convenceros, sí.

—Difícil será.

—¿Dónde se encuentra en este momento vuestra hermana?

—En el sitio donde vos supisteis descubrirla.

—¿En Trianón?

—Precisamente.

—Pues voy a Trianón con vos.

Felipe quedó inmóvil de asombro.

—He incurrido en una falta, caballero —dijo Balsamo—, pero soy inocente de todo crimen, aunque dejé a esa niña sumergida en el sueño magnético. En compensación de esa falta, que es justo me perdonéis, sabréis quién es el culpable.

—Hablad, hablad.

—Yo lo ignoro —dijo Balsamo.

—Pues entonces, ¿quién lo sabe?

—Vuestra hermana.

—Sí, pero se ha negado a revelármelo.

—Es posible; mas a mí me lo dirá.

—¿Mi hermana?

—¿Si vuestra hermana acusa a alguien, le daréis crédito?

—Sí, porque mi hermana es un ángel de pureza.

Balsamo tiró de la campanilla y se presentó el criado.

—Fritz, una carroza —ordenó Balsamo.

Felipe se paseaba por el salón como un loco.

—¿El culpable? —decía— ¿prometéis comunicarme el nombre del culpable?

—Caballero —dijo Balsamo—, vuestra espada se ha roto, permitidme que os regale otra.

Y tomó de encima de un sillón una magnífica espada con puño de granate que colocó a Felipe en la cintura.

—¿Pero y vos? —dijo el joven.

—Yo no necesito armas —respondió Balsamo—; mi defensa está en Trianón, y mi defensor lo seréis vos mismo una vez que vuestra hermana haya hablado.

Un cuarto de hora después subieron a una carroza, y Fritz los condujo hacia el camino de Versalles al galope de dos hermosos caballos.